Nacionalismo y fútbol

GONZALO LEÓN -.

Cuando aparezca esta columna la Copa América ya será un buen o un mal recuerdo para nosotros. Desde aquí he seguido a la selección, pero no con tanto entusiasmo, o al menos no con el mismo entusiasmo de 1991 cuando esa copa se disputó en Chile, con frío, con lluvia, con una Selección Argentina con Leonardo Rodríguez y Batistuta y que finalmente se alzó campeón de esa edición. De ese equipo de Chile recuerdo a Iván Zamorano, que fue uno de los goleadores del campeonato, y a Hugo Rubio, un crack.

Esa edición la viví con particular fervor, y no es que haya ido a la cancha a ver un partido, ni que me juntara con compañeros de universidad a ver los partidos por TV, los solía ver solo, en blanco y negro, en la pieza de la pensión que alquilaba en Santiago, adonde había llegado procedente de Viña del Mar. Veinticuatro años después, los partidos los miré solo en mi departamento en Buenos Aires, adonde llegué procedente de Santiago; sólo una vez vi un partido acompañado: fue con una ex novia y con el poeta Carlos Soto Román, ambos de paso por aquí. Bebimos cerveza artesanal y comimos una pizza de La Continental. ¿Resultado? Chile 1, Uruguay 0.

Sin embargo al día siguiente me sorprendí reafirmando mi nacionalidad, cuando veía los comentarios de los periodistas deportivos argentinos que señalaban la inconducta de Gonzalo Jara al haber provocado la expulsión de Edinson Cavani. Tanto fue mi disgusto que empecé con una serie de tuits con la etiqueta #Uruguay para ver si algún uruguayo pescaba y decirle que eran unos llorones, que la culpa no era del árbitro, sino de que jugaron –como por lo demás reconocieron los mismos jugadores charrúas– para llegar a los penales, es decir a no perder. Argumentaba que muchas veces un árbitro, bien o mal, había expulsado a un jugador y eso no significaba automáticamente que su equipo perdiera. Para más remate, no hablamos de una selección de niños de pecho: los uruguayos han jugado, no ahora solamente, sino históricamente al límite del reglamento.

Estuve un día así, cuando de pronto recordé una conversación entre Adolfo Bioy Casares y Borges a propósito del Mundial de Chile de 1962. “¿Has oído en estos días la palabra seleccionado? El seleccionado argentino de fútbol… Linda selección de brutos”, decía Borges, a lo que Bioy contestaba que “el fútbol ha impuesto la pasión de sus multitudes de espectadores, que no entiende de generosidades”. Más tarde, en 1964 Bioy le contaba la historia de un árbitro uruguayo que le dio un gol a los argentinos, con lo que se desató una invasión de hinchas peruanos que deseaban castigar al árbitro, pero la policía lo protegió a costa de la vida de trescientas personas. El juez peruano que vio la causa dictaminó que el culpable de las muertes era el árbitro, “porque no tuvo en cuenta el sentimiento nacional del público”. Ante eso Borges respondió: “¿Para qué jugar, entonces? Deberían declarar que cada cual gana en su país”.


Si bien Borges y Bioy sitúan el fútbol como un fenómeno irracional muy cercano a la fe –uno cree en su equipo y cree que es el mejor–, a mí me parece que exalta los nacionalismos, porque precisamente la Copa América o la Copa del Mundo se trata de que un país sea mejor que el otro. Brasil es mejor que Argentina, Argentina mejor que Uruguay y Uruguay mejor que Chile, eso al menos dice la historia. Al igual que las repúblicas, cada selección va construyendo una historia, con héroes, con sus triunfos y también con tragedias. Los brasileños, los más ganadores en el fútbol mundial, se hicieron cargo de recordar su mayor tragedia futbolística, el Maracanazo. La recuerdan para no repetirla, aunque bueno, esto no les sirvió de mucho en la última edición de la Copa del Mundo.

Borges cree que la explicación para los nacionalismos es que los pueblos chicos son fatalmente nacionalistas: “Los escoceses y los irlandeses son nacionalistas; los ingleses, no”. Si aplicáramos este paradigma al fútbol, deberíamos decir que las selecciones pequeñas, con pocos o discretos triunfos internacionales, fomentarían el nacionalismo. El modo en que se canta nuestro himno patrio en todas las canchas, pero en particular en la última Copa América, es una prueba de ello, machacando cada estrofa, a todo pulmón, como si la vida del fútbol chileno se fuera en ese canto. Mientras que la hinchada argentina en el pasado Mundial tarareaba el suyo con oes, como quitándole el peso de la historia. Aquí hay una diferencia importante: cuando una selección tiene tradición, tiene una historia futbolística propia, lo que la hace independiente de la historia –y presente– de su país.

Publicado en revista Punto Final y en el blog del autor (09/07/2015)

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3 Comentarios

  1. Interesante perspectiva. Me he cansado de comentar en foros y redes sociales que la parte del Himno Nacional Argentino que se pone en los partido es puramente instrumental y por eso no se canta, recién por más envidia deportiva que por nacionalismo patrio se optó por tararear una parte.

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  2. Anónimo14/7/15

    Chile parece un país muy patriota. Por cómo cantaron el himno, daban temor!

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  3. crónica adecuada y atingente por cuanto aún permanece la fiebre futbolera... y por un buen rato...

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