La Chura Tierra


PABLO CINGOLANI -.
A Susana Bejarano Auad

Viví un año en Tarija, así que tengo toneladas de recuerdos y casi todos gratos. Viví un año en “la Chura” (la bella), y fue un año feliz, así que a las fotografías en el alma de la misma cepa, le agrego gratitud y una nostalgia sinceras. Es muy difícil, diría que casi imposible, no disfrutar de Tarija, no incorporarla al ADN de uno, no sentirla siempre adentro.

Expreso mi gratitud también a nombre de alguien que amo mucho, a nombre de mi perra: Dana. Resulta que Dana es NyC  (Nacida y Criada) altiplánica, y nunca había vivido en otro lugar que no fueran los extramuros de la hoyada. Su estar en Tarija le abrió las puertas a un mundo nuevo, a un mundo diferente de sensaciones y olores y hallazgos y búsquedas que narré en un texto que titulé Dana entomóloga –que forma parte de un libro que nunca se publicó, mis Aguafuertes Tarijeñas-, un relato que le gustó mucho a mi amigo y poeta Humberto A’kabal.

Viví una especie de año sabático seducido por la ciudad del Guadalquivir, y eso, desde ya, explica y/o potencia variadas cuestiones, entre ellas mi devoción por el sitio. Tener la ocasión de vivir a pleno, sin preocupaciones ordinarias, en un lugar de tantos atributos, hace que esos encantos  se energicen y te energicen y que, como escribí también esos días que memoro, tu estar no sea un estar cualquiera, sino un “estar intenso”, un estar profundo e inspirador, un estar donde esa palabra tan cruel como es economía, naufragaba, se diluía en agua de arroyo y era reemplazada por otra, más amable y más deseable aún: estética.

Te rodeaba por todas partes: la pérgola florida de jazmines de la casa de “Pincel”; la hiedra que cubría media vivienda y trepaba por el muro buscando la loma de San Juan y a la luna que se colaba entre sus hojas de un verde que imantaba; el rumor de una acequia sumergida, un zanjón extraño y que atravesaba un patio y te obsequiaba ese sonido del agua que es inmemorial y que por eso te sacude tan hondo; caminar hasta el Rincón de la Victoria, caminar entre los molles y entre las piedras, buscando las aguas más claras del río, las de sus nacientes, dejando atrás y arriba el atalaya albanés del “Motete” y otro recuerdo querido pero más añejo: cuando estuvimos allí, muchos años atrás, con el “Gordo” para grabar unas tomas panorámicas de todo ese ensueño; caminar hasta Coimata, hacia las pozas, un día cualquiera, y sentir que eras el dueño de todo el sol y de todos los churquis del camino y que esa era la mejor recompensa que la vida podía ofrecerte, que nada nunca jamás se le compararía en ese aquí y ahora que uno sentía perpetuo; ir a la tienda de la vuelta de la casa y con sólo unas monedas cambiar una botella de vino vacía por una llena –nobleza obliga y es útil que se anote: en Tarija, el vino costaba menos que las gaseosas de fábrica- y luego sentarse a escribir, a cualquier hora, gozando de su compañía y de las butifarras y el queso de chancho que las señoras de San Lorenzo te ponían en las manos y luego vos volvías ilusionado por la carretera como si trajeses un tesoro en tus alforjas y en verdad lo portabas y lo saboreabas como tal, porque la comida popular y tradicional no sólo es un manjar, es un tesoro cultural y en Tarija, eso es ley; y todo era así, y siempre fue así, y así por un año.

Y si no se me aburren y así lo desean, puedo seguir contando: caminar hasta Erquis, Tomatitas y sus cangrejos adentro, buscando la casa de campo del poeta, aquel que escribió “ya sólo soy un árbol” (en su inmortal Amancayas), y buscarlo entre los zapallos gigantes que se arrastran a la vera de la senda y “la vida de la humilde y encorvada higuera”, a la cual el también cantó, y sentirlo en esos andares fragantes entre árboles que podríamos bautizar uno a uno y casas del pueblo donde abrazar a cada quien que mora por allí, por esos lados donde decir paraíso suena a redundancia o quizás a error porque toda esa belleza, toda esa armonía, está aquí debajo nomás, está en la tierra de uno que es también de todos si uno la sabe mirar, la sabe sentir y la sabe, sobre todo, querer; y volver de la campiña e ir de nuevo a la vuelta de la esquina pero esta vez hasta ver las paredes añosas y proletarias de la morada del otro poeta, el poeta-músico, el poeta-comunista, y llenarse de cueca las venas y luego seguir pateando unas casas más y conseguir queso de cabra, tan fresco, tan rico, que hasta ahora se me hace… ¡agua la boca! y luego ir al mercado a llenar la bolsa con ajos en escabeche y todas las frutas de la Tierra y antes de regresar, pasar de vuelta por la tienda y cambiar una vacía por una llena o si no fiame, que luego te la traigo, y todo era así, y siempre fue así, y así por un año.

De mis amigos chapacos, de mis comadres, no voy a hablar: llenarían un libro las tardes y las noches compartidas y además son recuerdos íntimos, son de uno nomás. Tan sólo diré que ya volveré a abrazarlos, ya volveré a caminar por Tarija, y a modo de evocarlos a todos, y de volver a sentir la vida que caminé por allá, anoto estos versos de los más puros, cristalinos y transparentes que he sentido jamás, y que creo, por muchos motivos, también rezuman la esencia de La Chura y dicen así y eternamente: “Caminé todo aquel día,/ caminé diez largos años;/ y aún me encuentro en el camino,/ caminando, caminando…”. (De camino, Octavio Campero Echazú)
Si te animas, en Tarija, la vida se siente más.

Pablo Cingolani
Río Abajo

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