Carta a Sánchez-Ostiz


PABLO CINGOLANI -.

Y a Sydney, siempre a Sydney

Estuve muchas veces en Chile, mi patria trasandina. Más la primera vez que cruce la cordillera, fue un año durísimo, extraño y duro, muy duro, donde casi los militares de un lado y el otro lado de los Andes, casi se hacen guerrita, cometen fraticidio, enlodan pueblos, provocan hecatombe. Fue el año 1978 y fui con mis padres.

Andá a saber porqué a mis viejos –sensatos, reformistas, ciudadanos, “buena gente” en suma- se les ocurrió vacacionar en Chile justo el año del conflicto por las islas del Beagle. No sé. La cosa fue que mi padre, Alberto, agarró su carro –ni me acuerdo qué marca era: todas las ciudades son iguales, todos los automóviles, son peor- y nos mandamos por Mendoza, por el Cristo Redentor, hasta Santiago, primero Santiago y ver aún La Moneda marcada con los estragos del bombardeo criminal, y luego Zapallar, una playa, y un nombre bonito para una playa, por eso me acuerdo, por eso lo anoto.

Pero lo más destacado para recordar de ese viaje, de ese viaje inicial, era el pueblo de Chile, que obviamente estaba por todas partes. Y contra lo que decía la propaganda infame de la dictadura argentina ese año durísimo –hubo además de conflicto de límites, mundial de futbol, recrudeció la represión contra las guerrillas-, el pueblo de Chile ni nos odiaba, ni quería guerra, ni eran malos, ni anti-argentinos, ni nada: eran hermanos. Eso sentí. Eso sigo sintiendo.

Más ese viaje, ese primer viaje, ese viaje que hice en calidad de hijo y por ende, gozando de cierta holgura en lo económico, me permitió hacer algo que a mí me gustaba hacer de niño, de adolescente, de chango: ir a los museos, a las bibliotecas, a las hemerotecas. Cuando tenía 11, 12 años, amaba tan profundamente las hemerotecas como luego amé las arenas de los desiertos o la nieve de las montañas. Cuento todo esto para enmarcar el hecho de que en ese viaje fui al Museo Nacional de Historia Natural de Chile.

Tengo una clase rara de enfermedad bibliófila. Tengo una perpetua ansia por los textos de geografía, hoy además diríamos de geografía literaria –literatura de viajes, crónicas, etc.-, pero en el lejano año de 1978 – el año que los militares genocidas asesinaron a la “Gaby”, a la Norma Arrostito, mujer y montonera-, era simple y pura necesidad de leer geografía, leer libros de geografía. Herodoto vive. Never more.

Fray Mauro transfigurado. Me encantaba viajar mentalmente por Borneo o por las islas Malvinas o por Cochabamba- siempre lo dije, y hasta hoy: Cochabamba me sonaba a una música extraña. Quería ir.

La cosa, la cosa es que vamos llegando a donde quería llegar con estas palabras: sucede que en ese viaje a Chile, fui al museo y por dos pesos (¿dos escudos?) adquirí un librito maravilloso: Claudio Gay: La isla de Juan Fernández, seguido de Carlos Muñoz Pizarro: El archipiélago de Juan Fernández y la conservación de sus recursos naturales renovables. El primer estudio es de 1832, el otro, casi profético, es de 1969!!! El libro lo edito el MNHN el año 74, en su propia imprenta. El 11 de septiembre de 1973, Nixon, Kissinger, la ITT, la CIA y algunos más habían reventado al gobierno de la UP e inmolado al compañero Chicho, al presidente Salvador Allende.

El año 1974, aclara la obra, fue el año del centenario del fallecimiento de don Claudio Gay y el IV centenario del descubrimiento del archipiélago de Juan Fernández. Bingo, dos veces bingo! La segunda vez, querido Miguel, es por tu libro sobre Juan Fernández!!!

Simón Rodríguez, Claudio Gay, Ignacio Domeyko, Francisco Pascasio Moreno, Martín Cárdenas, Daniel Campos, Percy Baptista, Raimondi, Rondon, Possuelo.

Se me olvidan los nombres de tantos otros, de nuestros naturalistas, nuestros exploradores, mis ídolos. Los amo a todos, por igual. Así sean chilenos, argentinos, peruanos, bolivianos, brasileños. Son América. Son el mundo. Son vos y son yo, pero todo junto. Todo junto a Alvar Núñez Cabeza de Vaca o a Percy Harrison Fawcett, incluso a ese hombre llamado Cristóbal Colón. Si se pudiera, me gustaría tomarme un brandy con Colón, hablar con él.

Saber que has escrito sobre Juan Fernández, me provoca todo esto. Uno va por la vida, sin esperar ninguna recompensa. La vida misma es la recompensa. Por eso, Soriano me encanta y me halaga. Por eso, te escribí. Pero ahora sé también que te escribo por una isla. ¡Por una isla, my brother! Si es que hay vida, si es que latimos, si es que vivimos la vida en suma, es por eso: por una isla. Todos somos islas. Y vale la trama, y vale el archipiélago. Vale que las islas se vuelvan texto, se vuelvan textura, se vuelvan destino, hálito, tapiz, se vuelvan mundo. Vale que juntemos nuestras islas.

Mi isla, por si acaso, se llama Pelechuco.

Se llama Pelechuco, que es ninguna isla –es un rincón de los Andes, un territorio hostil pero más amable que ningún otro- pero que, literariamente hablando, lo volví ínsula, lo escribí como isla, como vos a Juan Fernández, como Chatwin reescribió Australia –la súper isla- en Los trazos de la canción.

Islands, Robert Fripp, King Crimson
Cuba, la isla Juana, Santa Clara, el Che Guevara
Gargiulo, Marcelo Salvador Gargiulo, editor de Siwa, una heroica publicación de geografías literarias, editada en Buenos Aires (no es isla, jamás lo será), que dedica su arte y su afán a esto mismo: a las islas, a los vientos, a lo que a nadie le importa pero a nosotros sí.

Si voy a España, te llevaré el librito de marras sobre la isla de mister Selkirk, sobre la isla de mi amado Robinson Crusoe, que vino a mis manos en Santiago de Chile, yo pisaré sus calles nuevamente, aquel año, aquel fatídico año y feliz año de 1978.

Con un abrazo,

Pablo Cingolani
Río Abajo, 9 de septiembre de 2015


PD: sufro la insufrible abstinencia de dejar de fumar tras treinta añosos años de hacerlo. Y, en este trance, las palabras vuelan, las palabras se me escapan y a la mayoría, no puedo agarrarlas. Mi mente vuela, mis dedos se oxidan. Ramón, siempre Ramón, como Sydney, siempre Sydney. Y vivan las islas, todas las islas, como tu isla, eso celebro aquí, eso, eso nomás: una isla.

Imagen: Presidio de la isla Juan Fernández. Grabado de Claudio Gay, 1832.

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