El árbol de Millumarka

PABLO CINGOLANI -.
A Mario Murillo

Desde donde escribo, veo al árbol de mi destino, veo al árbol de Millumarka. La flora de Millumarka es escasa, es áspera; lo vegetal cede ante el dominio de la piedra. Por eso, aludo en singular: el árbol de Millumarka. Hoy caminaba hacia él, decidido a embarcarme en algo así como una “microgeografía”, mezclando y batiendo en mi cabeza, licuada por los UV, a Los Kjarkas con Menocchio, el molinero filósofo de El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg. 

A mi regreso a casa, busco información en Gracias Google y —todo está inventado, gracias también a Dios y a los Apus— encuentro en un blog llamado “carnaval zombi” (me cae simpático el nombre) que la tal microgeografía existe y según los zombis en algazara se define así: “se refiere a la rama de la Geografía que estudia un lugar especifico, usando para ello una pequeña escala, amplificando el lente de la mirada analítica, hasta poder observar los microdetalles de la realidad social, espacial y cultural en interacción”. ¡Gulp! Luego los señores zombis del blog aclaran que “la cuestión de la escala no es sobre aspectos microscópicos del espacio a secas, sino hasta el límite del espacio social o el espacio geográfico, es decir hasta que el espacio deja de ser social para ser uno físico”. Esto permite, según los susodichos groguis, y termino con definiciones, “ganar en profundidad, agudeza y claridad de la visión”. ¿Y ahora con tanta data que hago con el árbol de Millumarka?

Dice el Mauricio Mamani Pocoata en su imprescindible libro sobre toponimias altiplánicas que “millu” en idioma aymara es alumbre, es sulfato, es el color beige, es una clase de “qullpa”, un salitre. La qullpa es mineral muy utilizado por los yatiris (sabios de los Andes), ya que mezclado con orín, forma una espuma jabonosa que sirve para adivinar. La espuma, según Mamani Pocoata, va “interpretando los ríos, cerros, lagos y caminos para concluir que en algún lugar determinado se ha asustado o se ha caído el enfermo”. “Marka” es pueblo, comunidad, un lugar. ¡Qué evocadoras pueden ser las palabras!

Millumarka, allí donde se encuentra el árbol de mi destino, la Millumarka de mi microgeografía, la que veo desde mi ventana, es un sitio, un paraje, una comarca, que rezuma salitre —cuando caminas hacia allí, es tal el resplandor salino que te quema los ojos. Pero, a la vez, uno puede suponer que por allí, las peñas, las vertientes, tanta wak´a que anda por ahí, tanto que se oculta por las quebradas, puede asustarte, puede quitarte el alma, hacerte perder el “ajayu”. 

Por eso mismo, Millumarka es un lugar extraño. Donde no vive nadie. Salvo el Elías y su mujer, que son viejitos y tienen unas vacas. Mucho tiempo me pregunté quien vivía en la única casa que hay en Millumarka, y un día me lo encontré al Elías, bajando por el río de Huacallani, y así supe que era él quien moraba, y la mujer que pastaba las vacas, su compañera. 

Un día, con un amigo al que le conté todas estas historias, nos fascinábamos sintiendo que Elías y su mujer vivían allí en su soledad cósmica —en los cerros de salitre o dónde se pierden las almas— y nosotros dos, y todos ustedes que leen, y el resto de la humanidad que no sabe de Elías, no. 

Entonces, ahora me pregunto, ahora qué sé de microgeografías, ¿en cuál realidad lo meto al Elías, en qué interacción, si él es el Rey Solitario de la Montaña y el espacio social, el sistema, se ve tan pequeño —la ciudad de La Paz se desparrama abajo y a lo lejos—, Babilonia se ve tan distante de todo desde Millumarka? Pienso en Menocchio, pienso en Elías: el también tendrá su idea del mundo —aunque el mundo que está debajo, el mundo que no es el mundo de los cerros, no sepa de Elías, y le importe un carajo que ande trepado allí con sus vacas, sus peñas que roban almas, su salitre, allí en Millumarka.

El microdetalle, al decir de los zombis, a anotar es éste: aunque ni el mismo lo sepa, Elías me cuida el árbol, es el guardián y protector del árbol de Millumarka, él es quien vela por el árbol de mi destino. Si ves al mundo desde su exclusiva sombra, si ves al mundo mientras se agitan sus hojas, el mundo es tremendamente bello, el mundo es sublime y glorioso. 

Al norte, brillan las tierras rojas, las tierras ocres y las catedrales colgantes y sus orantes que penan eternamente, rumbo a Chiaraque. Al oeste, está Ayma y unos cerros marmolados, tallados a puro viento, donde podrías construir una nueva Minas Tirith. Al sur, como un tapiz verde e inusitado, Río Abajo estalla, aquí y allá, y se pierde la mirada. Hacia el este, subes al abra, al abra de Millumarka: debajo está la comunidad de Chojo, ocho casas. Si sigues bajando, llegas a la apacible Huajchilla, uno de los corazones rioabajeños. Si subes, no hay nada que te impida el hallazgo: el Illimani, la montaña más sagrada, se está ahí… 

Tres horas de caminata desde donde enchufo el aparatito en el cual escribo, me separan del árbol de Millumarka. Una ardua hora más de trepada y alcanzas el abra, una arañada más al cerro y lo ves, encantándote: te electriza el hielo, te ensimisma el blanco que algunos juran desaparecerá para siempre. Puede que el clima cambie pero lo que no debería cambiar es nuestra temperatura espiritual.

Son extraños los misterios —me aseguran los Kjarkas. Es extraño, ahora que es de noche, saber que Elías está allí, cuidando al árbol de Millumarka. Son extraños los árboles. Es extraño el mundo. Es extraño el destino.

Pablo Cingolani
Río Abajo

Publicar un comentario

1 Comentarios

  1. Me gusta fotografiar árboles, lo encuentro extraños y misteriosos... y por ello fabulosos.
    Buen texto. Saludos!

    ResponderEliminar