Extraña morada


PABLO CINGOLANI -.

En extraños lugares moro, decía un verso, creo que de la Pizarnik. He vivido en raras moradas. Una casa donde habían metido una bomba por motivos políticos, y no había muebles pero sí tumultos de ratones y no teníamos ni platos –nos los regaló la Rossina, otra habitante de lo que algunos llamaban, con cariño, “el gueto”. El loft de Rudy, artista plástico, casi en el cielo, donde convivíamos con caballos de diseño y de calesita o la versión original de La Divina Comedia, ilustrada por Doré, que hoy hubiera deseado robármela, y donde una noche nos alzamos una borrachera de tequila con un camarógrafo polaco y terminamos hablando en lenguas hasta que amanecimos, al otro día, en el Beni. Un departamento que rompió caños antiguos y simplemente se inundó y fue rebautizado como Venecia y listo. Unos cuartos con un agujero donde te inclinabas a hacer lo fisiológico y cuando lo hacías veías una bandera de Bolivia donde estaba estampada la imagen de Melgarejo y ahora que lo recuerdo, me vuelvo a cagar ¡pero de risa! Raras moradas todas, pero en verdad, ninguna se compara a la que actualmente habito y voy a explicar por qué.

El motivo esencial de la extrañeza de mi morada presente es que aquí no hay ruido, todo es silencio, un silencio tan absoluto a veces que todo pareciese estar suspendido, ido, congelado. Para algunos que nos visitan, la situación se torna temible, inquietante. No escuchar nada de nada se contradice con la parafernalia urbana a la cual nos han condenado, y llegar a un lugar donde reina el silencio, los perturba, los cuestiona seguramente, los incomoda. Habito ese silencio hace años y aunque entiendo el desasosiego de los otros, lo que no sé es porque no se animan a disfrutarlo, así sea por algunas horas, cuando acuden hasta aquí. Por eso, mucha gente ha llegado, pero son pocos los que vuelven. Son pocos los que se animan a volver. Tal vez sea otra cosa, o la combinación de ambas: frente a la casa, se alza la imponente mole de la Wak´a Negra, que en La Paz es conocida popularmente como la Muela del Diablo, y como su nombre colonial e impuesto delata, es un sitio infernal, cargado y maldito para los que adoran a Dios Nuestro Señor.

Para ellos, lo que para mí es wak´a y es sagrada, es la Casa del Diablo, una colosal salamanca, con una mítica cueva donde las leyendas urbanas paceñas ubican los ritos y los pactos de los músicos celebres como los Wara e incluso los mismísimos y cochabambinos Kjarkas, tal y como les pasaba a los bluesmen negros en las carreteras de Alabama o de Luisiana. Esta última historia le sorprendió mucho a mi amigo Gabo, guitarrista él, cuando se la conté, tanto que hizo una reverencia al santuario y luego lo challamos con unas cuantas cervezas, en una quinta que frecuentamos en Lipari, al sur de la mole de piedra y su diablesca caverna. Pero no todos son como él, como Gabo, y supongo, que la combinación sin psicosis del silencio total y de la presencia de la montaña sacra, los devasta y no quieren saber nada con esta extraña morada desde la cual escribo.

De mi ventana, se abren los impresionantes desfiladeros arcillosos que bajan abruptamente hasta el lecho del río. Antes, los arrieros que iban en busca de fruta e incluso de vinos y aguardientes a las haciendas de más abajo, usaban la playa del río para trasladarse con sus recuas de mulas. Hoy, por encima, hay un camino y unos puentes que te llevan hasta la mismísima Tahuapalca, las cuatro palcas, donde empieza a alzarse la montaña más sagrada de todas: el Illimani.

Estoy, por ende, habitando en el centro de todo un dispositivo mágico, diseñado entre las coordenadas de esta geografía sagrada que voy cartografiando: la Wak´a Negra es la wak´a menor en consonancia y reflejo con la wak´a mayor que es el Tata Illimani.

Todos estos lugares tienen, a la vez, una historia trágica, una historia de destrucción masiva y arrasamiento, con mucha mortandad de gentes, incendios, saqueos, ruinas. Fue cuando tuvo lugar el llamado Alzamiento General de Indios, en 1781. Resulta que por aquí tenían sus casas de campo, sus viñedos, sus bodegas, sus caballos de montar, sus baúles, sus tapices y sus lujos algunos de los más encumbrados funcionarios de la colonia española. Sin ir más lejos, el propio oidor Díez de Medina, quien luego de capturarlo, juzgaría, condenaría y descuartizaría a Julián Apasa, Túpac Katari. Él era el dueño y señor de caballos en Huayhuasi –donde ahora se han vuelto a criar equinos pero donde nunca más se plantó una viña-, según se supo por su testamento. En su diario de memorias de la sublevación indígena, cuenta con derroche de detalles cómo fue la destrucción de Río Abajo, hacienda por hacienda, casa por casa, muro por muro, piedra sobre piedra, por parte de los indios. Lo que no cuenta es como ellos, los coloniales, luego contraatacaron y fueron comunidad por comunidad, casa por casa, muro por muro, piedra sobre piedra, a aniquilar a los rebeldes y a castigarlos a todos.

Aunque el escarmiento fue ejemplar, treinta años después, la rebeldía renació entre las polleras y las mantas de colores de una mujer. Simona Manzaneda se llamaba. Nació un poco más abajo de aquí, en un pueblo viejo que se llama Mecapaca (el municipio actual donde vivo se llama así), pero pocos lo recuerdan. Simona, fiel a su raza, era samiri, caminante, e iba y venía con sus dineros para apoyar a los de la patria cuando volvieron a librar otra guerra contra los españoles que, esta vez sí, los echó de estos lados. Mecapaca, sin dudas, es otro lugar extraño y uno la siente a Simona andando por los cerros, escondiéndose por las quebradas, bregando y bregando, luchando y luchando.

Todos los colores, todos los colores de los cerros, todos son ella, todos son Simona.

Voy a que, por aquí, hay almas y almitas por todas partes. Recuerdo cuando una mujer campesina me vio entrando, ya de atardecida y celaje, al bosquecillo de Mallasa, que se sitúa un poco más al norte de mi morada. Me advirtió: no entres, caballero, ya se va a hacer de noche. Y yo le pregunté por qué no era conveniente que lo haga. Y me respondió: porque hay duendes, y te pueden hacer daño. Demás está decir que no me metí en el bosque.

El mismo misterio envuelve el derrumbe tremendo que está afuera de la casa, enfrentado a ella, del otro lado del abismo del río. Esto lo conté en otro texto pero igual lo vuelvo a contar: es tan impresionante el derrumbe que a mí siempre me intrigó saber cómo y cuando había sucedido, y si alguien de los que viven aquí, se recordaba alguna cosa. Un día, ya no recuerdo quién ni las circunstancias, uno me contó esta historia. Había una anciana que vivía enfrente, del otro lado del río y entre los árboles y que pastoreaba ovejas, entre Lipari y Jupapina, que así se llama el pueblo de indios donde vivo. Un día, en sus afanes, la señora encontró en su camino a una serpiente y no tuvo mejor idea que matarla. Luego, se le cayó la montaña encima. Fin del cuento. Amo a Hemingway.

La serpiente es el animal mítico por excelencia de los Andes. Los grandes líderes de las insurrecciones indígenas del siglo XVIII usaron su nombre para la guerra. Túpac Amaru y Tupac Katari significan eso: La Gran Serpiente. Por eso, si has llegado hasta aquí, si sigues leyendo este texto, debo decirte que nunca mates a ninguna víbora, serpiente, culebra, ofidio, venenoso o no, con plumas o sin plumas, parlante o mudo, que se cruce en tu camino. Puedes provocar, como la vieja de las ovejas –como la vieja de las chivas, del diario del Che-, cataclismos espantosos y calamidades en secuencia, efecto mariposa, efecto butterfly andino, mediante. De eso escribía el malogrado Manuel Scorza, y por eso a mí me encantó cuando lo leí la primera vez, hace tanto tiempo ya y allá en Buenos Aires, cuando nunca sospechaba que iba a terminar viviendo entre la trama de alguna de sus novelas. Me crucé una vez con una culebra, casi llegando de arribada a la Wak´a Negra. Fue increíble, porque nos miramos, juro que nos miramos los ojos, antes que el reptilito desapareciera entre las piedras. Mis amigos amautas, cuando los consulté, sobre el significado del hallazgo, se sorprendieron y se conmovieron. Me dijeron algo así: esas cosas ya no pasan por aquí, Pablo, y sólo te pueden pasar a vos que andas siempre por esas montañas…caminando, caminando, caminando.

Vivir aquí no es fácil, si aludimos a la supuesta comodidad urbana, pero es más difícil para mí vivir en la ciudad donde ya no hay más almas ni duendes ni serpientes con las que puedas cruzarte y sentir como lo sagrado te roza y te acaricia, como puedes desmentir a cada rato la locura que domina al resto, y cómo puedes convertir la vida en un ritual de perpetuo agradecimiento a lo que te brinda y te halaga cada vez, cada mañana, que abres los ojos con devoción y alegría.


Fotografía: Río Abajo, La Paz - Pablo Cingolani

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2 Comentarios

  1. Yo no me cansaría del silencio y si te pudiera visitar lo haría y regresaría de ser posible.
    Excelente escrito... me siento íntimamente identificada con tu última afirmación y también me siento inspirada a intentar prolongar mis silencios.

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  2. Te visitaré para darte un fuerte abrazo, para compartir vinos y anécdotas, y para disfrutar de ese silencio que hasta en estas montañas sureñas ya parece extinto.

    Hermoso texto que podríamos definir como un himno a la vida, Abrazos, querido Pablo.

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