La cofradía de las putas que no fueron / del Atlas Desmemoriado del Partido de Lanús - Parte II


EDUARDO MOLARO -.

Sabido es que en la antigua Babilonia las mujeres debían dedicar su desfloración a la Diosa Ishtar.
La prostitución consagrada era una institución ineludible y las damas que llegaban al matrimonio en estado virginal ofendían a La Diosa. Por tal motivo debían ofertarse en las puertas de la ciudad para que un viajero hiciera uso de una hospitalidad concupiscente a cambio de 1 Dracma.
De más está decir que la guita recaudada iba a parar a las arcas del templo de Ishtar. A tal efecto había sacerdotes que oficiaban de cafishios espirituales a la hora de administrar lo recaudado.
Aquella medida fue bastante exitosa y por ello se implementó que toda mujer debía hacerlo (sea virgen o no) una vez al año. Cumplimentado dicho trámite, podían regresar a su casa al encuentro de su sacramentalmente cornudo marido.
Sin embargo, un dato melancólico: Había mujeres que por no ser muy favorecidas por la belleza debían pasar días e incluso semanas a la espera de un viajante que las poseyera. 
Esto me recuerda a las pobres queridas de los sultanes que, una vez caídos en desgracia éstos (o al envejecer ellas) las damas pasaban de los harenes a dar inmediatamente con sus huesos y sus almas al Palacio Topkapi, o "Palacio de las Lágrimas".
En Lanús había un lugar parecido al templo de la Diosa Ishtar, pero cuyo objeto social lejos estaba de consagrar castidades a deidades exigentes.
Al parecer, en la calle Tucumán, se había formado una asociación bajo el nombre ¨Novias abandonadas ¨ y sus integrantes se reunían cada jueves a vociferar contra los hombres y a llorar por el amor perdido.
Sin embargo una de las novias perjudicadas abrazó una idea: Instalar en su propia casa un burdel donde las damas que se atrevieran a hacerlo atendieran a los hombres a cambio de una monetaria transacción. 
Fue así que fundaron el mitológico burdel ¨Las hijas de la perfidia¨, cuyo domicilio ha sido históricamente ignorado por multitudes.
Se cuenta que las damas en cuestión hicieron correr la voz y no faltaron candidatos que quisieran despuntar el vicio. Sin embargo, vaya a saber por qué extraño designio, los afiebrados y potenciales clientes nunca encontraban la casa buscada. 
Nuestras fuentes nos indicaron que originalmente en esa casa había 14 mujeres de entre 25 y 36 años. A los seis meses sólo quedaban ocho mujeres dispuestas a recibir con los brazos abiertos ( entre otras cosas ) al hombre dispuesto a pagar por algo parecido al amor.
Sin embargo nadie llegaba. Acaso el timbre sonaba en la puerta y alguna dama corría ilusionada al encuentro de ese postergado primer cliente, pero nunca había nadie o – en el mejor de los casos – se topaban con un testigo de Jehová entregando bibliografía o un cartero, siempre homosexual, dejando la factura de la electricidad. 
El Poeta Edmundo Morales, hombre menos dispuesto a las tareas laborales que a los encuentros venéreos, se obsesionó con la idea de encontrar aquel paraíso perdido. Se dice que consultó a nigromantes, taxistas y buchones de la cana para obtener algún dato sobre ese mítico domicilio.
Y alguien le pasó una dirección.
Aquella tarde se puso las mejores pilchas, se perfumó con una doble ración de Tulipán Negro y apuntó hacia la dirección obtenida.
Cuando las sombras le iban ganando la batalla a las tibias luces del crepúsculo, Morales llegó a un villorio inexpresivo, donde ni siquiera los perros vagabundos reparaban en su presencia.
Al llegar a la puerta indicada, Edmundo golpeó dos veces. La puerta se abrió sola y el poeta no dudó en ingresar. Caminó tres pasos por un oscuro pasillo y se introdujo en la primera habitación. Allí había un chino gordo y fétido desplumando a un gallo, pero el chino ni siquiera lo miró. En otra habitación encontró a un anciano escuchando un partido por radio y en otra sala apenas vislumbró la silueta de un joven cortándose las venas. 
Ante un escenario tan poco prometedor, el poeta siguió pasillo adelante hasta dar con una puerta. Salió de aquella edificación por esa puerta posterior y al hacerlo comprobó que estaba justo en la vereda de su propia casa.
Tiempo después, su amigo El brujo Maciel le explicó que aquel paraíso existía, pero que merced a las oscuras artes de los Hechiceros de La Calle Oyuelas, pesaba sobre el lupanar una secreta maldición. 
No obstante, y desoyendo las alarmantes advertencias del brujo Maciel, los muchachos de la barra poética de la calle Ituzaingó siguieron buscando. 
Y las damas los seguían esperando. Y cada día pintaban sus labios, maquillaban sus mejillas y miraban hacia la puerta esperando lo que nunca llegaba.
Y una tarde, mientras las pocas y avejentadas mujeres que quedaban jugaban una partida de canasta para combatir el tedio, el timbre sonó desganadamente. Cuenta la historia que tras la puerta había un señor alto, pálido y de mirada penetrante. Vestía elegantemente y en su meñique brillaba un anillo escarlata.
- Yo vengo a poseerlas a todas – anunció el misterioso personaje.
Dicen que el pago por el trato carnal que no hubo fue una muerte sin mayores sufrimientos y un largo viaje hacia el inframundo lanusense (acaso ubicado en La Carbonilla) guiado por este oscuro personaje, Anubis Perséfones, el sicario preferido de los Hechiceros de la calle Oyuelas.
Los mitógrafos menos optimistas aseguran que aún allí, en el Inframundo, las damas se encuentran condenadas a ser seducidas y abandonadas antes de consumar el acto amoroso.
Morales y sus amigos, prefieren seguir creyendo que un día entre los días un ángel piadoso y putañero las liberará para siempre se ese sino trágico, consagrando su acto liberador con una redentora orgía. 
Y en tren de seguir creyendo, ellos se imaginan como invitados al festín.

Eduardo Molaro - Septiembre 2015

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2 Comentarios

  1. Melancólico capítulo del Atlas Desmemoriado II. Un tremendo gusto volver a encontrar a los personajes de siempre. Ya sabe que uno se malacostumbra.

    Muy bueno, querido amigo.

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