Olida

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES .-


Durante una tertulia en un colegio religioso de Montevideo, el escritor Mario Levrero dio con el amor de su vida confundiendo la espalda de una mujer con la cercanía de una estufa. Un antiguo ballenero recordaba a una novia de juventud con el aroma de las hierbas que flanquean los senderos que desembocan en las arenas de la playa de Horcón (no precisó qué tipo de hierba, pero presumo que similares a las que crecen en el valle, a golpes de sol y de agua). Primero medio en el Instituto Nacional, un desastre en rendimiento escolar y todo por culpa de la fragante pintura de ojos de la profesora de física y su asignatura llena de fórmulas excesivas, problemas de tiempo y distancia entre su falda, muslos y rodillas. He seguido mi camino de hombre perro (no me agrado, evito los espejos y acostumbro en avanzar por las tinieblas) calibrando la emanación corporal por cada uno de sus poros. Aunque decir corporal es impreciso. También juegan en esto un rol importante las cremas, las lociones, las aguas de colonia, los perfumes, el algodón, las toallitas húmedas, los cosméticos y todo ese cuantuay escondido en carteras, bolsos y el botiquín del baño (dejo en suspenso la sensación de sacar dinero del interior de su cartera, porque daría para largo), umbral de ingreso al predecible pero no menos gustoso juego de fondo: su cuerpo, receptáculo promiscuo de todos los aromas de la urbe desde las ocho de la mañana (cuando no se queda dormida) hasta su regreso tipo siete y media de la tarde. Tendida en la cama o en el sillón del living, con las cortinas corridas si es demasiado la luz que entra de afuera, le pido que se concentre en lo que quiera -la televisión, el equipo musical, el videojuego, el celular, una llamada, el marido, los hijos, la vida misma- y voy despojándola una a una de sus prendas, catándolas durante unos segundos sobre mi rostro y lanzándolas al aire tras cada estremecimiento. Si no hay reparos sino silencio o respiración entrecortada, mis fosas nasales hacen seguimiento a su fragancia única (fruto de una larga jornada de trabajo, de vitrineo y compras, trámites varios, una caminata de media hora sin encontrar taxi o colectivo), desde el remolino dulcemente grasiento de su cabellera desordena hasta la última aspereza del tobillo que tanto le molesta al pisar, pero que termina causándole cosquillas.

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