Un ángel, un lirio y una trompeta

Pablo Cingolani 
A Álvaro Zavaleta Reyles

Se prohíbe la salida. No te vayas. Me enchufo el antibiótico del ocaso. Sé que me estoy matando. Hablo de memoria con los fantasmas de las estaciones de micro. Ahí están Michel, el negro Luís, Jorgito. Cómete las piedras. Cómete el gas de la memoria. Me estafan con la mención de los cazadores de tesoros arqueológicos. Les invito polvo de otros andenes. El prestigio hiede. La vereda de la noche con burbujas y la mujer del verdugo invitándonos a su lecho a comerle sus pechos lisérgicos como si fuera la hamburguesa que nos debe la vida antes de subir al patíbulo. La pasarela del vicio más antiguo. ¿Acaso no matan a los perros con rabia? ¿Acaso no se sufre? Quiero vivir. Quiero pronunciar las mismas palabras: ¿por qué no puedo? Las bambalinas del adiós al mundo. Los buenos y viejos tiempos. Lo que nunca más regresará. Cuando nos asaltó la mañana en el segundo piso y nos sedujo la ausencia y quedamos solos casi para siempre. Entiendan bien: casi para siempre. Vimos esas pinturas que denotaban peligro. Brillos del fragor de los jinetes. Vimos el hierro de la locomotora a Cayena. Rojos de la amenaza que insiste. La navidad que comimos de la mano de dios parturiento, dios bueno, dios bondadoso, repartiendo veneno en sobres de papel manteca sin mirar la cara del que compra, hastiados del olor a pavo horneado y el feliz 25 de la burguesía. A todo eso lo llamábamos "necesidad" -eso que nos golpeaba a las puertas del cuerpo y se convertía en una taquicardia sin proporciones, sin límites; eso que nos hacía correr por la avenida a conseguir más vino o cualquier cosa para apagar la venganza de nuestras gargantas- y nos reíamos a carcajadas aunque nos sintiésemos como una ballena y a punto de estrellarse contra un iceberg. Me sentía bien y no andaba desgarrándome en papeles. Los psicólogos dicen que la comunicación posee una raíz placentera. Éramos una versión libre de un tema de rock: un rasguido que no cesaba de venerar a la virgencita de los bares. Éramos tan jóvenes y tan hermosos. Decíamos que había un hueco en nuestros corazones -un hueco como el volcán de tenerife- y que allí -acariciando suaves praderas y ojos de miel en noches interminables- podíamos guardar un ángel, un lirio y una trompeta. Se cicatriza el humo en el hemisferio menos ventajoso. Un comic de la violencia energética. La batalla por el control de los polos. Un relato fantástico. Excelente pimienta de los valles de aluvión mezclado con el jugo que te procures. Comprando la verdad con tarjeta de crédito. Piezas de hotel y ataúdes para tus amigos. Pornografía y discos de los stones. El calendario de la estafa. Eso que creíamos era la vida. Y era la vida. Se termina mi cigarro. Fumo mis dedos de tabaco. Fumaría mi sombra si lograse comprimirla como para que la llama de mi lumbre sirva para encenderla. El prestigio hiede.

Pablo Cingolani
La Paz, 1994
De La canción de la lluvia

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