Esa visita que le ofrecí

ROBERTO BURGOS-CANTOR -.

Cierto respeto a la felicidad del pasado lo hace a uno cauteloso cuando de revisitar un territorio de dicha del pasado se trata. No es fácil discernir de qué zona surge ese deseo donde el azar, guiño casual, despierta algo que se desconoce. ¿Lealtad, gratitud, curiosidad, verificación, reto al olvido?

De esas visitaciones se trae algo. Entusiasmos. Enamoramientos. Contriciones. Desconsuelos. Conocimientos agregados. Moderaciones. Otras preguntas. Alegrías. Tristezas sin redención.

Ocurre con los libros, las películas, las mujeres, los hombres, las casas, una calle, un templo, un paisaje. Un parque. Una pintura de Varo o de Magritte. Un Botero. Una canción.

Hace pocas noches me sucedió. Había estado en Mulholland drive, una inolvidable cinta de Lynch, y nombre de la tienda de Fernando y Marta. Allí se consiguen todas las películas que hay que ver en la vida. Y algunas de las que para expiar, por ni siquiera tener la defensa del sueño, se invoca a la ceguera. Perdón, viejo Argos. Un nombre me hizo detener el ánimo mirón. Dos personas de Carl Theodor Dreyer. Pregunté si ese director era el mismo de una Juana de Arco que quienes la miran una vez la cargan por siempre en el sitio sin nombre que reserva el ser humano para conservar la belleza indestructible y el horror sin perdón. La respuesta fue afirmativa (pido excusas por la expresión militar: ¡afirmativo mi sargento!).

Ya en casa, indeciso daba vueltas sin atreverme a poner la cinta. Usted lector, y yo, sabemos de esas necedades de la vanidad: Para qué escribe más ese autor después de Pedro Páramo. Jamás supimos cómo sería. Ya leí Cien años de soledad, no tengo que leer más a ese autor. Pues no sabe de lo que se pierde. Y si oí la canción vallenata Sin ti, para qué más. ¡Ay compadre! Oiga Ausencia y Bella cascada, destilados de lo que queda del alma, ¡hombe!

Pero así vamos. Aferrados a dogmas de tres centavos. Temerosos de disponernos a los ofrecimientos del mundo, el demonio y la carne. Cobardes de la revelación.

Saqué arrestos y en pocos fotogramas estaba entregado a los riesgos del cine. Un espacio. Actores de inolvidable verdad. Suspensos sin estropicios de abrupta evidencia. Y las convulsiones de la vida mostrando su permanencia sin tiempos. Allí: filme sostenido por el milagro de las imágenes y el poder de las palabras y ese gesto de los actores que ofrece la forma del alma.

Me di cuenta que sería un ejercicio para los buceadores ver buen cine. Yo no había respirado durante minutos y minutos. Volvía transformado a este lado de la pantalla.

Conmovedora historia de amor que muestra aquello que lo daña. Su indefensión ante los monstruos del viejo castillo. El error que hemos cometido en volver ese fuego de libertad sin forma en sacramento o contrato. La eterna desconfianza en nosotros mismos nos obliga a ponerle cadenas a aquello que muere de aprisionamiento.

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