Salman Rushdie en Nicaragua


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Siete años después de la revolución de 1979, Rushdie llega a Nicaragua. Invitado de honor con privilegios. Sin embargo, y a pesar de sus simpatías ideológicas, traza un retrato que prefigura lo que vendrá. Ni lo dice ni intenta hacerlo, pero es una lectura hacia atrás con vista al futuro. Siete años después, las preguntas se acumulan más que las respuestas. El novelista traza con maestría periodística su trashumar por una región todavía en llamas. The Jaguar Smile, a Nicaraguan Journey, muestra la realidad de una larga ilusión, donde la poesía –pueblo de poetas- convive a diario con la muerte; la sonrisa con la crueldad. El título viene de una tonada popular en la que una muchacha monta en un jaguar. Cuando regresan, ella está dentro de la boca del animal y la bestia sonríe. Muchas las interpretaciones posibles, hasta la conocida de que el jaguar es el imperio, los Estados Unidos, que va a devorar a la joven revolución sandinista.

Escribía en La Paz, en agosto de 2015, un posible inicio de este artículo que decía: “De fondo una estatua ecuestre de Tacho, tirano padre, pero con una característica: tiene el rostro cambiado; es una estatua de Mussolini, vendida, seguro, como chatarra cuando terminó colgado de las patas al lado de Clara Petacci, su amante. Siete años de revolución. Entonces. Hoy la revolución cuelga como el Duce, de cabeza, sin zapatos.” Rescato una impresión primera: Rushdie se encuentra en zona de fantasmas, buenos y malos, de demonios y héroes que al estilo de la Ilíada conviven y manejan los destinos de los vivos. Dice el autor: “Encontré que para hablar de los vivos en Nicaragua, era necesario comenzar con los muertos.” “Sandino vive”, está escrito en las paredes. Escrito en la sangre, tanto que solo la imagen de su sombrero despierta la lírica popular. La historia se resume en un objeto de alas anchas que cubría excesivo la cabeza del líder, aquel que soberbio reclamaba pagar diez centavos por cabeza de americano. Vaya valor, el del coraje, y el del precio.

El drama de no anotar lo leído para un texto posterior está en que quedan impresiones generales; se pierde la sal de la lectura, los detalles. De pronto sucumbimos, poco a poco, ante un mal de nombre germánico y olvidamos, aunque a veces quisiéramos olvidar, páginas, horas, clamores y silencios. Me ha ocurrido con esta crónica rushdiana, escrita en un alto de la redacción de Los versos satánicos. En algún lugar, el escritor hindú conversa con Sergio Ramírez, novelista en posición de poder entonces y toca un punto fundamental en la tragedia latinoamericana: la libertad de prensa, que a la corta es libertad de opinión. Se preocupa Rushdie de que el sandinismo vencedor coaccione y castigue la disidencia. Ramírez señala la necesidad de hacerlo. Nicaragua vive bajo acecho, lo conquistado puede ser perdido. Hoy, Sergio Ramírez anuncia que de aquella revolución no queda nada. Me gustaría que se adentrara en los vericuetos de tal desmoronamiento, no solo de los económicos y la corrupción del dinero, sino del error de intentar levantar algo nuevo, y mejor, dentro de márgenes que contradicen el derecho esencial de ser libres. Sobre todo en un pueblo de poetas. Se remarca en la crónica que allí el guerrillero, el tendero, el aprendiz de mecánico son poetas. Los ministros lo son, también Daniel Ortega, presidente… y su esposa.

Máscaras. Máscaras sangrantes con un hoyo de bala en la frente. El FSLN iba, muchas veces, al combate con los rostros cubiertos de máscaras rosadas. Dice Rushdie: “Una cultura de máscaras es una que entiende mucho acerca del proceso de metamorfosis.” ¿Tuvo Nicaragua que transformarse en un Gregorio Samsa, que es una manera de llevar la cara cubierta, y esperar? En nuestro continente la espera viene cuajada de sangre. Rictus de dolor escondidos bajo un trapo para que no se vea que nos van derrotando… Kafkiano no, real.

Aparece Ernesto Cardenal, poeta de la revolución. Solentiname, Solentiname, reproducía el cassette en casa de Pilar Crespo. A pocos años de la toma de Managua oíamos en sesiones regadas de chicha, instrucciones en música de cómo armar y desarmar una ametralladora. Versos del estallido, del obús, de la granada, tan caros a Apollinaire, a Shklovsky. Leía a Cardenal, El estrecho dudoso, el fervor de los españoles queriendo hallar en el lago Cocibolca la entrada del mar hacia Cipango. En La sonrisa del jaguar, este poeta sacerdote se arrodilla ante Wojtila, Juan Pablo II, para ser regañado por sus ideas. El poeta llora; el cura se mantiene de rodillas. Conversan Rushdie y Cardenal en el opulento baño de Hope Somoza: Neruda, Cuba. El hindú menciona a Armando Valladares, poeta preso en “la isla”. A pesar de que criticaron a Rushdie de conformismo y simpatía por el régimen, creo que toca puntos importantes de conflicto. No ceja.

Preciosa lectura. Plena de interrogantes. Abundante en color. En Nicaragua está la muerte, pero la muerte es amiga. Y el sombrero de Sandino hace de paraguas en la tormenta.

07/10/15
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Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 12/10/2015

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