Crónicas acuáticas de Xochimilco

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -. 

Primero abordar el Metro de Ciudad de México hasta la estación Tasqueña. Después recorrer el Tren Ligero de principio a fin, ojalá ocupando algún asientito, pues su velocidad no es precisamente la de una bala. A modo de compensación se tiene la posibilidad de contemplar el paisaje urbano del sur de la ciudad –talleres, bodegas, pasajes, comercios, casas pequeñas que por momentos parecieran querer entrometerse en la misma vía- y lo que va quedando del antiguo bosque de pino, acote, madroño, cedro, ahuehuete, eucalipto, nopales, alcanfor y tepozán, por donde se internaba el antiguo tranvía dado de baja por la modernidad. El trayecto se completa con una caminata de media hora -o un viaje en taxi de diez minutos- por angostas calles interiores con viviendas con ampliaciones improvisadas y comercio local.

Eso al menos en la teoría. En la práctica se da una cosa muy distinta: al pretender realizar un recorrido representativo por el canal y las islas o chinampas de la delegación de Xochimilco, se deben sortear varios escollos, con el riesgo de fracasar en el intento. Apenas se pone un pie fuera de los muros de la estación, aparecen decenas de centinelas coreando el camino que los visitantes deben seguir si desean llegar al embarcadero, pero sin especificar de qué embarcadero se trata. “Hay muchos –nos aclara María Candelaria, vecina del sector-, pero el más importante, con más atractivos y que vale la pena visitar es Nativitas”. Nos confidencia que la mayoría de los que vocean en las esquinas se encuentran coludidos con quienes ubican sus trajineras –embarcaciones que recorren las aguas sólo con la ayuda de un palo de madera a modo de remo- en canales más pequeños para cobrar más de la cuenta (existen tarifas oficiales que no son respetadas) y hacer recorridos fraudulentos a desprevenidos turistas. 

Siguiendo los consejos de María Candelaria, abordamos un taxi en la siguiente esquina para reanudar la marcha. El frontis, cruzado por una franja de cemento con una inscripción dentro de ésta, no da lugar a confusiones: embarcadero Nativitas. A nuestra llegada, un adolescente de pelo corto, fornido y de voz aflautada nos invita a seguirle los pasos. Dejando atrás el calor, puestos de chucherías y comida, bandas de mariachis y restaurantes criollos, atravesando un viejo puente de madera en forma de arco, llegamos hasta unos escalones que limitan con la naciente agua gredosa. Allí nos espera Saúl y su trajinera (en realidad no es de él, sino que sólo la guía). Tras un acuerdo razonable, subimos a una colorida embarcación y nos ubicamos en una larga banca de madera puesta en un extremo, frente a un mesón también de madera, y comenzamos el deslizamiento por el canal. Desde los costados aparecen trajineras más pequeñas, con sus partes centrales humeando, que nos ofrecen alimentos preparados en el momento, además de refrescos, bebidas alcohólicas, adornos, serenatas, arreglos florales y dulces. Ambiente propicio para oír la voz de nuestro guía junto a una helada cerveza condimentada con limón y diferentes tipos de ajíes de la zona. Primero nos habló con timidez, luego con más seguridad y finalmente, alentado por nuestro entusiasmo, a sus anchas.


Saúl ha convivido desde siempre con el canal. De pequeños, a él y a sus hermanos los adultos los lanzaban a sus profundidades para que solitos salieran a flote. Y Saúl lo consiguió. Aún más, tuvo que pasar por otro duro aprendizaje, derivado del trauma de su abuelo a los reclutamientos forzados del ejército en la época de la Revolución Mexicana. Decidió proteger a sus nietos con el mismo sistema que a él lo librara de un combate que no le pertenecía. Ante cualquier amenaza de guerra, conflicto o asalto, la instrucción era lanzarse de piquero al canal e internarse dentro de sus túneles subterráneos hasta que pasara el peligro. “Ahora no queda nada de esos túneles, pero estaban justo aquí, debajo de la laguna –nos comenta Saúl, apuntando con su dedo hacia el agua para enfatizar el relato-. Uno podía salir por el otro lado sin que lo vieran”.

A medida que nos adentramos por el canal, le consultamos por la legendaria Isla de las Muñecas, principal motivación nuestra para conocer Xochimilco, ignorantes del resto de sus tesoros ocultos. “En realidad, lo que vamos a ver son maquetas de esa isla –cuenta Saúl-. La verdadera está a dos horas y media de acá, pero hay que cruzar una rampa. De ese lado, la profundidad del agua es mayor desde el terremoto del 86. Por eso el avance es más lento”. Nos dice que algunos guías de trajineras les aseguran a los turistas que el recorrido es por la auténtica Isla de las Muñecas, cuando no se trata más que de una de las cuatro maquetas existentes. “Lo mismo pasa con algunos programas de televisión que no quieren hacer el viaje largo y graban por aquí nomás y después lo presentan como la verdadera isla –agrega Saúl-. Hasta hacen efectos sobrenaturales de mentira. Yo los he visto. Una vez, en un documental, me usaron de extra. Pero salgo con un sombrero y una manta, no se me ve la cara… ja, ja, ja”.  

La historia –desdibujada por la leyenda- se remonta a los años cincuenta. Despechado por la huida de su novia con otro hombre, Julián Santa Ana Becerra decidió instalarse en una chinampa de su propiedad para vivir como ermitaño, dedicándose a la oración y al cultivo de cereales, hortalizas y flores. De vez en cuando, hablando lo justo y necesario, visitaba el pueblo acompañado de un carretón para vender sus productos. Aparte de su silencio, llamaba la atención en quienes lo divisaban la predilección de Santa Ana por recoger muñecas de la basura. Cuando dejó de ir al pueblo, la venta de productos la continuó su sobrino Anastasio Santa Ana. Al mostrarse este último más afable, la gente decidió preguntarle el motivo por el cual su tío recolectaba muñecas viejas. Anastasio les contó que cuando Julián recién había llegado a la isla se produjo el ahogo de una joven en la orilla del canal. Para evitar las voces, pasos y lamentos que según el ermitaño comenzaron a oírse en el lugar, decidió recurrir a las muñecas como amuletos protectores. Tenía su muñeca favorita, “La moneca” o Agustina, la misma que aún se encuentra repleta de ofrendas por los milagros y favores que ha concedido a los visitantes que depositan su esperanza en ella.  Sin embargo, a pesar de las cientos de muñecas repartidas por la isla, Julián Santa Ana nunca dejó de oír voces y aseguraba que una sirena deseaba llevárselo con ella a las profundidades de Xochimilco. En 2001, mientras pescaba en el mismo sector donde había perecido la joven años atrás, en el momento en que su sobrino se alejó para ver a los animales, Julián sufrió un ataque cardiaco que lo lanzó de bruces al canal. Cuando Anastasio regresó, el ermitaño ya estaba muerto.

Intentamos hacer el recorrido a la isla, pero no estamos ni en el momento ni en el lugar indicado. 1 de enero, diez de la mañana. El responsable de mover las palancas de la rampa no se encuentra en su puesto para complacer a estos molestos turistas del sur. Ni siquiera los ajolotes –anfibios característicos de la zona, en peligro de extinción y, según Saúl, de excelente sabor si se les prepara asados al palo- salieron a saludarnos. Sólo un par de patos blancos confianzudos aleteaban, a modo de burla, alrededor nuestro. Lo comentamos y Saúl rememora: “Hubo un pato salvaje, grandote y negro, que en noches con neblinas pasaba volando por las cabezas de la gente. Viera el susto que les daba a los turistas. Podía ser que lo hiciera para asustar de verdad o porque las luces de las velas de los mesones le llamaban la atención. Muchos turistas juraban que era un brujo de capa negra que salía y volvía al agua. Yo no les decía nada. Lo mismo el zumbido de algunos insectos que dicen que son almas en pena en medio de silencio. Tampoco digo nada. El que quiera creer, que crea. Yo igual he visto cosas, pero pocas, apenas un monje con capucha detrás de los árboles”.

Para Saúl, no todos los días son iguales de coloridos en Xochimilco. La mayor de las veces la provincia carcome el lugar y el carnaval queda en la trastienda. Muchos se desilusionan y se van. Dejan casas recién adquiridas, a muy alto precio, en el absoluto abandono. Desde el canal se las admira lujosas, confortables, mini mansiones. A otros, en cambio, la tranquilidad los atrae. Como a un antiguo cliente de Saúl, un hombre mayor, que acostumbraba a pasear con su esposa por los canales durante los atardeceres. Cierto día, el anciano llegó sólo. Saúl se disponía a retirarse a su casa a descansar, por lo que le sugirió que ocupara a otro guía. El hombre insistió en que fuese él. Saúl accedió por los años compartidos y el afecto recíproco. Iniciaron un paseo por los mismos senderos recorridos tantas veces por él y la pareja. El hombre le pedía en todo momento a Saúl que le relatara cuanta anécdota se le viniera a la cabeza. Lo importante era que no se quedara callado, que no hubiera silencios incómodos. Saúl recuerda ese día nublado, tal vez con un poco de llovizna y con una tremenda incertidumbre de lo que realmente ocurría. La explicación coincidió con el arribo al embarcadero de la trajinera: la esposa de su pasajero acababa de morir y él decidió recorrer esos lugares como una manera de homenajearla, recordarla y despedirla. Sabía que Saúl no le fallaría. “Las noches de Navidad y Año Nuevo son iguales de tristes que esta historia –dice Saúl fijándose en nuestros rostros apesadumbrados-. Vienen pocas personas, la mayoría gente mayor, sola, sin parientes ni amigos. Allí Xochimilco se pone diferente y todo el canal queda a disposición de ellas”.

Saúl nos cuenta de un grupo de jueces que en determinadas fechas del año lo contrata para recorrer el canal durante las noches. Él sólo debe preocuparse de conducir en silencio, hasta el amanecer. “Dicen que lo hacen para relajarse, liberar tensiones y todo eso. Acá se sube todo tipo de gente”.

Alguna gente que puro pregunta leseras, dirá Saúl sobre nosotros con el paso de los años. Claro, si es que nos recuerda. Nosotros, en cambio, a él sí lo recordaremos en esta crónica.    


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2 Comentarios

  1. Excelente crónica , estimado Claudio.

    Un abrazo

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  2. Anónimo11/1/16

    al fin y al cabo Xochimilco es una cienaga: su fauna es interesante

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