Generación post-grunge

EMANUEL MORDACINI .- 


En abril de 2000 me publicaron una carta en una revista de rock (La García, ya desaparecida, bautizada así en honor al Dios Charly). Voy a transcribirla textual, sin correcciones de ningún tipo (el texto presenta muchos errores de sintaxis; por entonces recién ingresaba en mi veintena y poco sabía acerca de reglas gramaticales y estilos literarios). Pues bien, aquí está:

Tengo veintiún años y leyendo la sección correo pude notar que hay personas que atacan a un determinado grupo o solista por el único motivo de hacer un estilo diferente de música o por interesarse por otras ramas del arte. De esta manera, hay gente que acusa a músicos excelentes de ser putos, ortivas y amargos porque hacen películas o cantan canciones de amor. Gente como Fabián Nicastro, cuya carta salió en el nro. 25, tienen serios problemas de neuronas, son mediocres y tienen la cabeza más vacía que Valeria Mazza. Pelotudos como ese le hacen muy mal al rock con sus palabras insulsas e intolerantes. Un músico debe tener la mente abierta para incorporar distintas experiencias. Grupos de muy buen nivel como The Beatles, Green Day, Metallica, Eddie Vedder, Bush, Rage against the Machine, Fabulosos Cadillacs, Caballeros de la Quema o Attaque77 participaron en películas. Y con respecto a las canciones de amor; ¡Qué puta tiene que ver! ¡Las canciones de amor son excelentes! No hay nada de malo en plasmar en una canción los daños que provoca un amor no correspondido o el sufrimiento que causa la lejanía de la mujer amada. Eso es creatividad y sensibilidad, y un rocker debe ser creativo y sensible. ¡La puta madre, si hasta Los Redondos hablan de amor en sus canciones, y me vienen a decir que AMOR es una mala palabra! El rock es mucho más que armar quilombo, romper vidrieras o tomar cerveza en la esquina. Capos como Cobain, Lennon o Morrison demostraron tener mente y corazón abiertos. Frases como “Cerati es puto porque hace películas o canciones de amor” deberían desaparecer del vocabulario rocker. El respeto ante todo. Bueno, la revista está muy buena, me gustó el informe sobre punk y traten de poner más notas sobre bandas internacionales. Aguanten Quentin Tarantino y el rock alternativo. Los que quieran (especialmente chicas), pueden escribirme.

Emanuel Mordacini.
Calle XXX. Nro. 000  C.P. 000
Las Rosas. Santa Fe.

Respuesta de La García:

No es para enojarse tanto, Ema, pero la verdad es que tenés razón; el amor y el arte son dos cosas re-rockeras. Aguante el amor y aguante el arte.

El asunto es que la misiva tuvo más éxito del esperado, y de pronto me encontré saturado por correspondencia de chicas que me escribían desde todas partes de Argentina. Yo estallaba de felicidad, aquello era para mí algo desconocido. Por primera vez era consciente del poder de la palabra escrita, de las cosas que se podían movilizar tan solo amontonando letras y dándoles un sentido. Me sentía importante, valioso, invencible. Las cartas llegaban a mi puerta una tras otra, y en mi casa no salían de su asombro. La loca de mi vieja, fiel a su costumbre, no dejaba de sospechar y reprocharme cosas:

-Emanuel ¿De dónde vienen todas esas cartas? ¿Quién te las escribe? No andes escribiendo cosas por ahí, Emanuel, sabés bien que no me gusta.

Mi vieja; siempre cercenando mi felicidad con su esquizofrenia desatada, siempre cagándome la vida de una forma u otra.

Las cartas seguían llegando; recibía alrededor de ocho o nueve por día, y el estupor de la parentela era mayúsculo; no me daban los ojos y las manos para leer y contestar a todas ellas. De hecho, tuve que dejar muchas sin responder para ocuparme sólo de aquellas que más lograron conmoverme: las de Débora, por ejemplo, una conductora radial de Bahía Blanca, y las de Gabriel, un muchacho de Reconquista, pero ya hablaremos de ellos más adelante. Como les decía; las benditas cartas continuaron arribando a mi puerta, y ese intercambio epistolar enloquecido acabó por colmar la paciencia de toda mi familia. Recibir correspondencia un puñado de veces a la semana puede resultar agradable, pero tener al cartero golpeando tus puertas todos los putos días es algo muy diferente. Como sea, fue imposible detener aquello, y a mi familia (y sobre todo a mi vieja) no le quedó más remedio que resignarse y soportar la situación de la mejor manera posible.

Por entonces yo estaba obsesionado con el rock alternativo en general y con una banda en particular: Bush; y todas las cartas (tanto las que recibía como las que contestaba) giraban en torno a ese género musical y a esa banda. Dos años antes de todo esto, promediando 1998, conocía a Gavin Rossdale y los suyos a través del videoclip de la canción Swallowed, visto durante una de mis tantas mañanas pegado a MTV. Yo, que andaba por los diecinueve y venía de una adolescencia marcada por el grunge y la devoción por Nirvana, terminé flasheado, obnubilado por la corrupción de esa voz empecinada en enloquecerme desde aquella canción tan rabiosa como sexy. Swallowed claramente sonaba a Nirvana, pero era otra cosa. La melodía latía en mi cabeza, pulverizaba mi cerebro con su oscura letanía de acordes distorsionados. Era sonido Seattle pero distinto; más trabajado, más profundo, más elegante. Averigüé lo que pude acerca del grupo valiéndome de MTV y unas cuantas revistas especializadas; supe que eran ingleses y muy odiados por la crítica. Fue insuficiente; quería más de ellos, mucho más de aquella voz parecida a la de Kurt pero a la vez tan diferente. Razorblade Suitcase (1996) se llama el disco que incluye Swallowed, y yo logré comprarlo luego de arduas negociaciones con las disquería del pueblo. Exploté de alegría, corrí hasta mi casa y puse la canción a todo volumen: esa voz, la melodía, la distorsión, el nervio, la rabia, la sensualidad; todo estaba allí. Disco difícil, me costó asimilarlo a la primera escucha, pero una vez que logré penetrar en su universo me fue imposible detenerme; Bush se convertía en mi banda favorita, la que ocupaba el lugar que Nirvana había dejado vacante. Ese álbum (que resultó ser el segundo de la banda) cimentó mi fanatismo y me arrastró a completar una discografía por entonces incipiente. Sixteen Stone (1994) y The Science of Things (1999) se agregaron a mi lista; ambos muy buenos discos, pero sin la crudeza ni la oscuridad de Razorblade Suitcase. Por esos días muchos de los pibes del pueblo que escuchaban Nirvana terminaron decantándose por el  nü-metal tan en boga a fines de los noventa, representado por engendros como Korn o Limp Bizkit, solo unos pocos permanecimos fieles al legado grunge cuando el movimiento se extinguía irremediablemente.

Aquí es preciso detenerse para hablar un poco de las circunstancias que acompañaron la aparición de un álbum tan representativo de su época, como injustamente vapuleado. Post-grunge fue la denominación (un tanto despectiva) que la industria comenzó a utilizar para referirse a todas las bandas del movimiento que surgieron luego del suicidio de Cobain. Desastrosas algunas, otras notables, a las bandas post-grunge las unía una característica común: estar atravesadas por un género de vanguardia que parecía haber llegado a su punto de saturación. Sixteen Stone, el primer álbum de Bush, salió al mercado en noviembre de 1994, siete meses después de aquel fatídico cinco de abril en que Kurt Cobain se destapaba la cabeza de un escopetazo, y enseguida se convirtió en un éxito de ventas a caballo de canciones como Glycerine, Comedown o Machinehead, verdaderos clásicos a estas alturas. Comenzaba la era post-grunge y las bandas proliferaban como cucarachas. De todas ellas, Bush no solo fue la iniciadora, sino también la más genuina y denostada. Sixteen Stone estaba en la cima de los charts, pero no dejaba de ser un disco inofensivo, nada que pudiera indignar a las inexpugnables sectas pro-Cobain. Pero con Razorblade Suitcase fue diferente. Para finales de 1996 el mundo estaba harto del grunge y el post-grunge había devenido en una suerte de parodia. El panorama musical se dividía entre descafeinadas boys bands onda Backstreet Boys y el gélido brit-pop que nos llegaba cada vez con más fuerza desde la Inglaterra profunda. En ese orden de cosas es que aparece el segundo trabajo de Bush. Grabado por Steve Albini, productor mimado de la escena alternativa y responsable (entre otros trabajos) de In Utero (1993), de Nirvana, el disco generó desde un principio tantos rechazos como adhesiones. La marca Albini (acoples, suciedad sonora, distorsiones exasperantes) no deja de sentirse a lo largo de las trece canciones que integran el álbum, y con esta jugada Gavin Rossdale y sus huestes se meten adrede en un lugar difícil. Y aquí entramos en el siempre pantanoso terreno de las comparaciones; si bien In Utero y Razorblade Suitcase se parecen, musicalmente no tienen nada que ver, aunque pueda resultar contradictorio. Razorblade Suitcase fue, a su manera, un disco maldito; no solo no alcanzó las ventas esperadas, sino que enemistó a Bush con buena parte de la crítica y el público; se los acusó de profanar el legado grunge y de valerse de un cadáver para cimentar su estrellato. Entrevistado al respecto, Rossdale opinaba lo siguiente:

Cuando empezamos había una intención de nuestra parte de encontrar un sonido similar al de Pixies, Polly Harvey y algo del espíritu de Nirvana, pero sinceramente creo que siempre se exageró mucho, había varios grupos a los cuales se podía haber acusado; cuando salieron Smashing Pumpkins intentaban sonar mucho más a Jane's Addiction que nosotros a Nirvana, lo que pasa es que Jane's Addiction nunca alcanzó el status mítico que tuvo Nirvana al matarse Kurt, es irónico, recuerdo haber leído entrevistas en las que Kurt decía sentirse parte del grupo más odiado del planeta, y entonces ocurre la tragedia; te pegas un tiro y pasas a ser un mito, por eso, si te pareces mínimamente a ellos, la cagaste, especialmente si vendes millones de discos.

Lo cierto es que Nirvana los persiguió como una maldición durante toda su carrera como banda. Además, hay que decirlo, el ego desmedido del cantante tampoco ayudó demasiado a revertir la situación; a escasos meses de salido el disco Rossdale posaba en cueros en la portada de la Rolling Stone e iniciaba un romance con Gwen Stefani, por entonces vocalista de No Doubt. Pero no es mi intención centrarme en estas vicisitudes (intrascendentes, a mi entender), volvamos, entonces, a mi nota en La García y a sus resonancias.

Conocí a Gabriel al día siguiente de recibir su carta. Por entonces yo estudiaba en Reconquista y viajaba desde Las Rosas tres veces a la semana. Gabriel me había contado algunas cosas: le gustaba el rock & roll puro y duro y tenía una banda llamada La Esquina junto a dos amigos. Era unos años más joven que yo; andaba por los dieciocho, sus compañeros de banda eran todavía más jóvenes; Chichón, el bajista, tenía dieciséis, y Pulga, el baterista, catorce. Me aparecí en su casa una fría tarde de julio; Gabriel vivía en una mansión resplandeciente, tenía un hermoso automóvil y unos padres multimillonarios que le daban todos los gustos. Congeniamos al instante, no hubo tiempos muertos ni palabras perdidas. Gabriel sabía de cine, de libros, de televisión, de cultura general, pero su fuerte era la música. Conocí su habitación; impecable, tapizada de posters y banderines. Tenía una guitarra Fender Stratocaster color negra, unos parlantes y un par de distorsionadores. Me permitió tocar su viola (toco muy bien, y esto es algo que nunca dije) y me enseñó sus discos, sus revistas (de rock) y sus libros (nada interesante para recordar, a excepción de las Crónicas del Ángel Gris, de Dolina). Yo le conté algunas cosas: mis films preferidos, mis lecturas (pocas, en ese momento no conocía a Ballard ni a Henry Miller, y apenas si había leído a Bukowski), mis dos bandas fetiche: Nirvana y Bush.

-¿Bush? ¿Algo que ver con el presidente yanqui? -preguntó.

-¡No, dejáte de joder! -respondí.

Le expliqué que el nombre provenía de cierto distrito londinense llamado  Shepherd's Bush.

-Convengamos que el nombre suena raro, al menos acá en Latinoamérica -inquirió.

-En realidad, nunca lo había pensado -concluí.

Una de las agrupaciones preferidas de Gabriel era Fun People, la banda hardcore-gay-antifascista-autogestionada lideraba por Nekro, el niño-hombre de voz aflautada y rastas castañas. Yo nunca los había escuchado, pero sabía que habían grabado un disco con Steve Albini; The Art(e) of Romance (1999), así que me interesé en el asunto. Ese fue el comienzo de una relación musicalmente fructífera, aunque no demasiado larga. Continué visitando a Gabriel todas las semanas, y nuestro vínculo se estrechó lo suficiente como para permitirnos ciertas libertades. Él me prestó The Art(e) of Romance y yo le presté The Science of Things, álbum donde Bush coquetea abiertamente con la música electrónica. Días después Gabriel me dio su veredicto: el disco lo había descolocado.

-Me costó asimilarlo -explicó.

Prestarle The Science of Things fue una provocación, un intento desmesurado y gratuito por quebrar su resistencia. Gabriel era hijo de la distorsión y de los sonidos puros y despojados. ¿Entonces por qué le había facilitado un disco experimental e inclasificable lleno de sofisticación y aires espaciales? ¿Por qué no había utilizado Sixteen Stone como piedra basal de nuestra naciente hermandad rockera? Pese a todo, a Gabriel no le disgustó la banda (ni el disco), y me pidió más de los muchachos grunge de Inglaterra. Entonces sí; hice que escuchara Razorblade Suitcase y contemplé extasiado como Gabriel se rendía ante el sortilegio de la voz de Gavin Rossdale; la misma que me había enamorado, la misma que la crítica se empeñaba en arrastrar una y otra vez por el fango. Gabriel visitó Las Rosas un puñado de veces; bebimos, nos drogamos y fuimos a un par de recitales amateurs que se hicieron en el pueblo. Nuestra amistad se prolongó por un año y poco más. Sin embargo, para inicios de 2002, prácticamente habíamos dejado de hablarnos. Con respecto a Fun People y The Arte(e) of Romance, bueno, el disco no me pareció gran cosa, tendría que volver a escucharlo para revivir algunas canciones, hay una que me pareció hermosa en su momento, y que recuerdo vagamente; se llama Si pudiera. Hace poco busqué a Gabriel en Facebook; el tipo ahora es odontólogo y está casado con una rubia preciosa; en la foto de perfil se los ve a ambos en una playa del Caribe. No le pedí amistad. Sinceramente, no creo que me recuerde.

De las más de treinta chicas que me escribieron, Débora fue la única a la que le abrí mi corazón y mi cabeza. La primera vez que la leí me sentí atravesado, como si una descarga fulminante me recorriera el cuerpo de extremo a extremo. Sus cartas eran intensas, atrevidas, apasionadas. Débora era oriunda de Bahía Blanca, tenía diecinueve años, estudiaba Comunicación Social y conducía un programa de radio en una FM local llamado El Ritual de las Percantas. Era culta, desaforada y de escritura avasallante; usaba siempre tinta verde o roja y rellenaba con dibujitos los márgenes de las hojas: nenas de rostro encendido, flores, serpientes, corazoncitos y calaveras. Recuerdo perfectamente el inicio de su primera carta:

No te conozco, pero tus palabras me enamoraron, me conmoviste, Emanuel, y no puedo dejar de imaginarte…    

Yo tampoco pude dejar de imaginarla a partir de entonces y sus cartas se volvieron para mí una angustiante necesidad; leerla me hacía bien y acrecentaba la fascinación que sentía por ella. Escribirle era una verdadera fiesta; me dejaba ir a través de mis letras, me derramaba sobre el papel sin prejuicios ni pudores, me volcaba en Débora más allá de toda prudencia. Las confesiones fluían como un caudal desbocado, nada podía detenerme, cada carta era un nuevo horizonte, un renacer al mundo, una osadía, una invitación. La entrega era recíproca; Débora no cesaba de abrirse a mí como una flor sedienta de caricias. Nuestra relación fue platónica desde un principio; carecíamos de imágenes a las cuales aferrarnos y suplíamos esa falta con un impertinente manejo de las palabras. Abandoné mi cerebro a su hechizo, armé mi Débora ideal misiva a misiva, me volví adicto a la hipnótica melodía de sus letras. Cada carta era una explosión de colores y fantasías; un universo desmesurado y sensual comprimido dentro de un sobre; era imposible no dejarse arrastrar por el embrujo atroz de su voz imaginaria. Débora; la única, la irrepetible, la sirena lasciva de los arrabales de Bahía Blanca. Sus palabras lograban pintarla mucho mejor que cualquier fotografía; ella podía describirse con el descaro y la precisión de una geisha literaria. Despacio fue corporizándose en mi pensamiento, despacio fui adaptándola a mis ideas.

Para que me imagines un poco, Emanuel, mido 1,60 metros, peso 50 kg., tengo ojos color miel (algunos amigos dicen que son grisáceos), el pelo rojizo y muy enrulado, como Nicole Kidman en 1990, como Keri Russell, como Connie Nielsen en El abogado del Diablo, ¿Viste esos bucles muy brillantes, muy lujuriosos y muy indomables? Bueno, así es mi pelo ¿Podés imaginarme? Y tengo los labios finitos como colibríes, y los cachetes rosados, y el cutis blanco con pecas chiquitas desparramadas debajo de los ojos, soy pequeña y poco voluptuosa, tengo la piel pálida porque sinceramente no me gusta demasiado exponerme al sol, de hecho, odio el verano; me lastima, me intimida, prefiero la primavera y el otoño, el invierno tampoco me agrada mucho, me siento triste en invierno, como si mi alma se congelara y de repente todo careciera de sentido ¿Lográs entenderme? Por lo que me decís en tus cartas, somos bastante parecidos, por eso te cuento todas estas cosas, me hace bien escribirte, Emanuel, sos tan distinto, tan profundo, tan oscuro, te imagino y automáticamente me asalta una estrofa de la canción Mediterráneo, de Serrat: “A fuerza de desventuras, tu alma es profunda y oscura…”; quiero seguir recibiendo cartas tuyas, quiero seguir sintiéndome parte de tus cosas, conozco a tu grupo favorito, escuché un par de canciones, y sí; suenan bastante a Nirvana, pero es una buena banda, no como la basura que se escucha hoy día, quiero saber más de vos, Ema, y sueño con que algún días nos conozcamos ¿No sería lindo? Esta soy yo, Débora; loca, sensible, pasional, desconcertante; nunca dejes de escribirme, me llenás el corazón, Emanuel, me apabullás y me excitás; toda tu locura me resulta adorable.

Cuando cumplimos un mes de cartearnos Débora me envió un cassette con una grabación de su programa de radio. Al escucharla por primera vez nuevamente me sentí atravesado; tenía la voz estridente, acelerada, rica en matices e inflexiones, casi una proyección de las metáforas desquiciadas que poblaban sus cartas. Me emborraché de su hablar de Pitonisa, dejé que los sonidos de Débora se adueñaran de mis sentidos. El Ritual de las Percantas no resultó nada de otro mundo, apenas un típico magazine rockero-humorístico para especial lucimiento de sus tres conductoras, cada una de las cuales parecía representar un estilo definido de música; una de las chicas era más bien rolinga, otra gótica, y Débora tiraba más para el lado del rock clásico. Y ahí estaba yo, gastando la cinta de ese cassette que me había llegado desde el recóndito sur argentino, escuchando a Débora, fluctuando entre la idealización y la añoranza. Ella me pidió algo a cambio y yo no lo dudé; en un TDK virgen grabé Razorblade Suitcase y lo envié a Bahía Blanca acompañado de una extensa carta. Quería que Débora se empapara del universo rabioso de mi disco de cabecera, que sintiera a Bush como los sentía yo, que el aguardentoso vozarrón de Gavin Rossdale la violara y corrompiera de una buena vez y para siempre. Aquél intercambio constituía una forma de intimidad que iba mucho más allá de nuestro propio ser físico, se trataba de un erotismo erigido a base de música y de palabras, de ambigüedades y retorcidas sutilezas. Lo que le proponía era ni más ni menos que un tour de force por los tortuosos senderos del disco que más me había fascinado en mucho tiempo. Imaginaba a Débora sola en su apartamento, tirada en la cama semidesnuda, dejándose atrapar por aquel desconcertante vendaval de sonidos; los bucles rojizos cayendo sobre sus hombros, el cuerpo pequeño e incitante, la piel blanca salpicada de pecas, las mejillas sonrosadas, los ojos encendidos y voraces. Esas canciones constituían ahora el nexo entre nuestras mentes afiebradas y divagantes. Débora se desintegraba una y otra vez absorbida por los acordes, como una mártir musical en procura de la redención eterna. Las canciones recorrían su cuerpo como hormigas hambrientas; así la imaginaba, así intentaba adivinarla. Esas canciones; las mías, las de Razorblade Suitcase. Desde la consabida Swallowed (I miss the one that i love a lot…) hasta la monumental Greedy fly (I am poison crazy lush / built these hands to lift me up, / we are servants to our formulaic ways…), desde el erotismo autodestructivo de Mouth (All your mental armor / drags me down / nothing hurts/ like your mouth) hasta la melancolía suicida de baladas como Bonedriven (A thousand lamps / won't lift the dark / rest of our lives / might have already passed…) y Straight no chaser (There's nothing like losing you…), desde las hipnóticas Cold contagious (truth of the scars / and the darkness of your faith..) y Distant voices (cos i’m gonna find my way / to the sun/  if i destroy myself / i can shine on…) hasta la nirvanesca Insect kin (All the pain in her fatal charm, / all the pain in her arms…). Débora gozaba en mi cabeza, agitando su cabellera al ritmo descontrolado de la música; así la imaginaba, así la necesitaba; loca, desbordada, llena de vida y atormentada por sus demonios; un hada mutante de bucles rojos, ojos cristalinos y pechos pálidos sostenidos por breteles azabaches. Desde el hemisferio del mundo que me correspondía contemplaba a mi Débora imaginaria danzar lujuriosamente al son de las canciones que yo había elegido para ella. Sonaba History (History moans, / mouth of father…) con su descarnada base de batería y la veía contonearse cual anárquica odalisca, acribillada salvajemente por los desgarrados fraseos de Rossdale. Y seguían A tendency to start fires (Instinct, / bared bones, /light it up, / take it home…) y Personal Holloway (she's blue in the face again / paracetamol / sleep the darkness all away….) encadenadas a la despojada y engañosamente sosegada Synapse (Hell is where the heart is…), precipitándose hacia un climax furioso apenas atenuado por la letárgica Communicator (This mortal soil around me / mortal feeling i have found…). Y así, canción a canción, Débora asimilaba a Bush y a su disco maldito, y yo me volvía parte de su universo de la misma manera en que ella se había vuelto parte del mío; a la distancia, a través de nuestras aficiones compartidas. Continuamos carteándonos por un tiempo hasta que todo se desvaneció y no supe más de ella. Nunca me envió una foto, yo tampoco lo hice. La busqué en Facebook en varias ocasiones, pero no encontré nada (mejor dicho, encontré muchas Débora, pero no a la mía). Me queda el recuerdo de sus letras, y su voz en una cinta gastada.

La gran mayoría de los que me escribieron en aquella oportunidad compartían un rasgo común: habían nacido entre finales de los 70 y principios de los 80; como yo, como Gabriel, como Débora, como tantos otros. Escuchábamos Nirvana, Pearl Jam y Soundgarden, lucíamos enmarañadas melenas, usábamos jeans gastados, camisas a cuadros y zapatillas de lona, estábamos solos y tristes y  arrastrábamos con orgullo nuestra melancolía, pero aun así no nos sentíamos de todo identificados. Existía cierta distancia entre el grunge y nosotros, cierto anacronismo que no hacía más que dificultar la pertenencia. Cuando Nevermind explotó en 1991 yo tenía doce años y mataba horas en el videoclub de mi pueblo, cuando escuché Smells like teen spirit por primera vez corría 1995 y contaba dieciséis primaveras; en el medio de todo esto hay un gran espacio vacío. Kurt Cobain era nuestro ídolo, pero nunca lo habíamos escuchado de primera mano: su voz nos llegaba desde un abismo insalvable. Ahora rondamos los cuarenta y notamos que aquel pasado dice mucho de nuestro presente. Somos la generación post-grunge, los que debimos conformarnos con los resabios de un movimiento al que habíamos llegado tarde. Todas aquellas cartas se han perdido para siempre; no sé si las quemó mi vieja en alguno de sus ataques de locura, no sé si las extravié en alguna de mis mudanzas, a estas alturas los hechos se me confunden un poco. Confieso que me costó terriblemente escribir estas crónicas; fue desempolvar mis viejas revistas de rock y sumergirme de lleno en una etapa especialmente feliz de mi vida. Fue, también, reencontrarme con mi juventud y con la promesa de lo que pude haber sido. Y al volver a leer esas revistas (La García, Rocksound, Madhouse), al meterme de nuevo en esos artículos y reseñas me encontré invadido por una lacerante sensación de hastío. Porque esa y solo esa es la palabra: HASTÍO. Revisando esas viejas publicaciones arribé a una conclusión ineludible: ya no soy el muchacho que escribió aquella carta. Ahora puedo gritarlo a los cuatro vientos: me asquea el rock y toda su impostada hermandad; me entristece, me agota y me desespera. A pasado mucho tiempo, y de aquellos días rebeldes de principios de siglo solo quedan cenizas. Regresé a Bush estas últimas semanas a través de la escucha de The sea of memories, su (opaco) disco de 2011, y descubrí que mi fascinación por ellos permanece intacta. De este trabajo se desprende una canción tan absorbente como extrañamente melancólica, que consiguió enamorarme como en su momento lo hizo Swallowed; la canción se llama The sound of winter. Gavin Rossdale (voz y guitarra), Nigel Pulsford (guitarra), Dave Parsons (bajo) y Robin Goodridge (batería) son los integrantes de mi banda favorita, los únicos sobrevivientes de una época que recuerdo con tanto amor como espanto.               

        

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