Astillas de una carta

PABLO CINGOLANI -.

Una carta es un muelle. O llegas o te vas. Jamás te puedes quedar.

Aparecimos por Susques de casualidad, de puro azar, de soberano pedo. Aventurarse en la puna a pata, sin más tracción que tus pies y más armas que tu voluntad, es una temeridad. Pero esos años, si no la ensayas con vehemencia, subrayando el lado absurdo de las circunstancias, apostando hondo a la convicción que vas a llegar a algún lado y que si ese sitio no aparece, surgirá otro y que si no vas ni vienes a ninguna parte, bien también, dime: ¿cuándo la emprendes?

Estábamos en San Antonio de los Cobres, los borceguíes baqueteados, la salvadora mochila al hombro y el más puro deseo de irnos de allí. Ni soga para ahorcarse había, menos mote, comida, charque; menos que menos un sorbo de algo para calentar el espíritu. Lo único que sí había y mucho, demasiado, en cantidades abrumantes, eran frío y viento.

Había tanto viento que si te trenzabas bonito y te despeñabas, a lo mejor salías volando. Había tanto frío que dos chamarras del duvet más fino apenas te calentaban el cuero. Eran las cinco de la tarde cuando un lugareño ensilló su camioneta roja y dijo que si así lo deseábamos, subiéramos. Era una decisión casi crepuscular y, una cosa lleva a la otra, el destino al cual nos conduciría era otra correspondencia: una encrucijada.

El hombre, un buen hombre al fin y al cabo que auxiliaba a unos forasteros sin rumbo, sin dinero y sin nada más que el ansia de recorrer esas distancias, enrumbaría hacia Lipán, hacia Purmamarca, hacia la ruta 9, la Santa Carretera Panamericana.

Nosotros vamos para el otro lado, le aseguré, como quien sabe que bajará por un ascensor, abrirá una puerta, llegará hasta la esquina y en un kiosko bien iluminado y mejor surtido comprará cigarrillos marca Camel. Ese otro lado, fui más específico, se llama Chile.

El hombre, un buen hombre te insisto, aclaró que Chile efectivamente quedaba para ese lado –ese lado era el oeste, un infinito naranja y azul elusivos y donde el sol quería comenzar a perderse, a dormirse, sumergiéndose en el océano- pero para llegar hasta Chile, acotó, había que atravesar tres desiertos, tres salares, dos cordilleras y quién sabe qué más habrá por ahí, por esos arenales del demonio, ya nadie va, ni mi abuelo se acuerda, mi amigo, ¿por qué no se vienen conmigo y yo les invito empanadas y vino donde mi comadre Estefi, allá en Purmamarca?

No, mi hermano, proseguí con la vana seguridad del que va a proveerse de cigarros: muchas gracias por el vino y por las empanadas pero nosotros queremos llegar al mar, vos no te preocupes, nosotros vamos a llegar, por favor nos llevás hasta ese encrucijada de caminos que decís y nosotros, vemos. Bueno, concedió. Bueno, fuimos. Nos apeamos en la bendita encrucijada (hacia el este, el camino a Lipán; hacia el oeste, cien metros cien de una prueba de asfalto; hacia el sur, Cobres, de dónde veníamos; hacia el norte, más desierto, acaso Susques, Bolivia, etc., ¿acaso importaba?), y serenados por la correspondencia crepuscular baudelariana, respiramos fuerte, y cuando la camioneta se perdió en la lejanía, la única certeza que teníamos era que estábamos solos en el medio de la puna, solos -casi de noche- en el medio de la nada.

De la nada, no: en el medio de todo el frío y de todo el viento que te puedas imaginar.

Debería anotar, abundando en los detalles: daba miedo. Pero faltaría a la verdad y por eso lo dejo ahí, al miedo, en algún lugar entre San Antonio de los Cobres y Susques, ahí quedó el muy obstinado, ahí quedó curtiéndose eternamente entre el frío feroz y el viento desalmado que asolaba la puna.

Susques: pueblo mítico.

Susques: nuestra estúpida manía de ver al mundo desde la seguridad sin redención de las ciudades, dicta que eso que llamamos así, simplemente Susques, es un poblacho situado entre el olvido y más allá del olvido. Allí queda, para todos nosotros, Susques. Sin embargo, la historia siempre desmiente a esa modernidad de neones que asesinan la sensibilidad.

No hay memoria ni tampoco recuerdos, sólo testimonios que concede la arqueología y la imaginación amarrada a algunos libros, pocos, casi ninguno, si los lees, si tienes el empecinamiento de leerlos, claro.

En esos textos, que leí de niño, cuando la lectura provoca eso que en etología se llama primera impresión –una foca bebé, huérfana, mira a los ojos, siente el olor, de un pescador ebrio y noruego que la alzó con ternura en una playa de ripios y abandonada de Groenlandia y, de forma instantánea y mágica, la foca wawa lo considera su padre y su madre, eso es imprinting o impronta-, en esas ávidas primeras páginas leídas en la niñez acerca de osados aventureros, arqueólogos o arrieros o ingenieros constructores de ferrocarriles, sentí, como un imán, que alguna vez debía llegar a Susques, el pueblo mágico en el corazón de la puna de Jujuy.

Y siguiendo al impulso y la fiebre que desata la literatura en tanto vivencia e invención, recorriendo el instinto que electriza tus huesos y catapulta tu sangre y te arroja más allá del libro, dejando que mi piel fluya de la lectura infantil hasta el más recóndito e imposible de los parajes, de la geografía, del delirio y la gloria, de la inmensidad abrasadora del ser que busca, el zen y el blues de los caminos que se alargan y estiran como arroyos o volcanes en tu alma, llegué, llegamos a Susques.

Era noche cerrada. Era ese mismo día de los crepúsculos y las encrucijadas o ya era otro día: nunca lo sabré. Lo único que sé es que pedí, imploré, clamé, por algo caliente y me dieron en mano propia y con esa elegancia que sólo sobrevive en el fin del mundo, un té que hervía como los geiseres del Tatio y que me hirvió en las manos y me devolvió la fe no sólo por ese pequeño y grandioso gesto de fraternidad humana –¿Así que tenés frío, amiguito? Rubio: tomate un té- sino que calentó el fervor que también y en buena hora acunaba por la puna, por esa supuesta distancia que se desnudaba y se mostraba estéril, por los extremos delirantes del viaje, cualquier viaje, y además y de yapa, por ese mundo que amanecía, ese mundo que, sorbo a sorbo, se inoculaba en mi alma.

La puna, más allá de nuestras (putas) ideas sobre la puna. La puna, en medio de la noche cómplice, más acá y más cerca que todas tus (putas, putísimas) ideas sobre el mundo, sobre el mundo que rodea a la puna y la carga de hostilidad.

Rastros de una historia, astillas de una carta. Hablamos con los gendarmes –dos- y con una autoridad del pueblo sobre la vida, el destino y nuestra presencia en ese Susques olvidado, más allá del olvido. Acudió la botella que nunca falta cuando la conversa se enciende: los de estos lados del mundo, somos así. Somos fiesteros, celebradores permanentes de la vida, de la única que conocemos.

Trago va, trago viene, me lanzo y les cuento: amo a Susques, compañeros. Amo a Susques porque amo la historia. Amo a Susques porque amo la historia desde que era un niño, allá enjaulado entre los edificios grises de Buenos Aires. Y Susques baila como duende dentro de esa historia que es mi historia, ¿me siguen? Sí, me responde grave don Anastasio, uno de los mandamases del pueblo. Sí, me asegura con un destello de pasión inocultable don Anastasio, autoridad político-administrativa de esa comarca de la lejana y tan presente República Argentina.

Ya amaneció y una doñita –amada ella- trae pan, recién horneado, recién sagrado, como para matizar una amanecida a puro mate, aguardiente y confesiones de la travesía. Mientras comemos, mientras masticamos bocado a bocado el cuerpo de Jesús –en estos lugares tan desolados, Él siempre está, irremediablemente-, Anastasio me lanza un dardo de amor al medio de mi ansiedad histórica, me devela el tesoro. Siempre hay un tesoro escondido en cualquier rincón perdido de los Andes. Siempre.

Anastasio me apura, ferviente: sabe, Pablo, tenemos unos papeles, unos papeles antiguos, que usted debería ver, si es que se queda con nosotros y no se va pa Chile, como dijo que iba. ¿Chile? ¿Quién dijo que voy a Chile? Anastasio: si vos me vas a mostrar papeles viejos, yo me quedo. Todos reímos.

Para el buscador de historias, no hay nada más atrapante que un manojo de papeles amarillentos, carcomidos por el tiempo, abrillantados por el olvido. Para el nativo, para el oriundo, para el lugareño, no hay nada más grato que alguien que llega desde otra galaxia, le importen esos papeles.

Eso sí, no son gratis, es poniendo: te los brindan si previamente has develado tu alma, has demostrado que no sos uno que busca su tesis o prestigio o vainas. Que no sos un miserable conquistador, disfrazado de palabras difíciles, dentro de esa modernidad que flagela la comunión y se devora todo rito, para empezar el encuentro, la fertilidad de los encuentros, entre vos que venís vagabundeando desde Saturno o de Buenos Aires, da lo mismo, y ellos, los de Susques, los que se están en ese rincón olvidado que los mapas y las estadísticas sólo lo tratan así: como un lugar perdido en medio de una geografía hostil y donde nunca pasa nada más que el frío y el viento y un proyecto de carretera interoceánica que viene desde ningún lugar y va hasta ninguna parte. Por esos lados, se llama Jama.

No voy a dorar la píldora en un texto tan de tripas abiertas como éste, ¿para qué? Fuimos con Anastasio, mañana radiante, cielo puneño a full, alegría compartida, a buscar los papeles. Estaban en un baúl que alguna mula habrá cargado para traer congrio desde Antofagasta o vaya uno a saber qué cargó esa petaca de cuero -¿violines franciscanos para los indios musiqueros del Chaco?, ¿seda y añil de Manila?, ¿periódicos de Londres para saber si elevó la cotización del salitre?, ¿latas de sardinas para matar el hambre de los mineros de Pirquitas?-, lo real es que el baúl estaba ahí, olvidado como estaba Susques. Anastasio, solemne, me ordenó con cariño entrañable: Abrilo vos. Y leé. ¿De verdad?, le dije. Sí, me contestó: leé todo lo que vos quieras.

Lo que sigue son extractos que transcribí en mi bitácora, de puño y letra apasionada, de una carta que –supongo- olvidó enviar el que fuera gobernador del Territorio Nacional de los Andes, don Brígido Zavaleta –el mismo apellido que el René, el mismo apellido que mi hermano Álvaro Zavaleta Reyles-, fechada en San Antonio de los Cobres –vamos y venimos sobre los mismos caminos, vamos y venimos y volvemos sobre las mismas heridas-, el tan lejano 3 de abril de 1910. Su destinatario: un tal Quiroga, que vaya Dios a saber quién será, aunque por el tono de la misiva, sabría ser un amigo del señor Zavaleta. Copio de mi libreta de apuntes, en homenaje a ese viaje, cualquier viaje, todos los viajes:

“La verdad es que en Buenos Aires no sólo no se enteran, ni siquiera se imaginan lo que son estas soledades despobladas que tenemos también, a bien, llamarlas patria. Pregúntese Quiroga: ¿La puna de Atacama es patria? ¿San Antonio de los Cobres es la patria? ¿Patria de quien? ¿De ellos? ¿De los porteños que creen que Catamarca es una provincia del Perú? ¿De esos afiebrados por la electricidad y por el cinematógrafo? ¿De estos carcamanes que me mandan y que cómodamente se pasean en sus carromatos por la ciudad y el puerto sin saber que aquí, sucede, a veces hay tanto viento que no se puede ni caminar, ni siquiera doblar la esquina?”.

Zavaleta gobernó los Andes casi una década. Fue un milico decidido. Supo hacer. Un autor lo comparó con Pericles, el símbolo de la gloria griega. Las comparaciones suelen ser peligrosas. Leyéndolo a Zavaleta uno puede sentir que el hombre sentía compromiso por su trabajo y por la región. Que era genuino. En esa clarificación, y en esos años tan tempranos, propuso la creación de un parque para la defensa de la fauna puneña. En 1904, el Perito Moreno donó una superficie de tierra para que sirviera de base a la creación del que después sería el primer parque nacional argentino, el Parque Nacional Nahuel Huapí, en la cordillera patagónica. Este hecho recién se verificó en 1934. En el medio, Brígido Zavaleta instó al gobierno nacional la creación de un parque nacional puñeno. No procedieron, no le hicieron caso. Ahora, hay en la puna de Atacama, tres áreas naturales protegidas por el Estado: Laguna Pozuelos, el parque Nacional Los Cardones y la reserva de Laguna Blanca, en las provincias de Jujuy, Salta y Catamarca respectivamente, entre las cuales se repartió, en 1943, el antiguo Territorio de los Andes. A Moreno lo recuerda el más famoso glaciar del orbe, monumentos, una tumba bellísima en la isla Centinela, en la inmensidad azul del lago que tanto amó, el Nahuel Haupí, y eso es justo. A don Brígido, apenas lo recuerda alguna calle polvorienta y nada más. Zavaleta dixit. Zavaleta sigue:

“Sabe, Quiroga, no sé que será la patria para ellos pero le aseguro que si se enterasen de todo el viento que hay por estos lados, de todo el frío que arrecia, de toda la soledad que abunda, de todos los padecimientos que traen la distancia, el que aúlla y el que azota, y semejante desolación que apena fuerte a todo aquel que habita estos parajes y más aún aquel que se anime por estos lados; si ellos supieran Quiroga de tanto padecer, le digo con franqueza: no se si ellos creyesen que esto también es la patria”.

Confieso, treinta años después de haber copiado, letra a letra, estas palabras, que me embarga la misma emoción que sentí esa mañana gloriosa, sonriente, que viví en ese Susques, bajo la atenta mirada de don Anastasio. Ese día, esa vez, Susques dejó de ser un mito para instalarse, glorioso y gozoso, en el centro de mi corazón. Sigo con la carta de Zavaleta, dice así:

“Patria para ellos, Quiroga, son los banquetes que se dan a nombre de ella, de la patria, más ahora con el famoso centenario; patria son los perfumes que derraman sobre sus putas, franceses ellos y francesas ellas, claro; patria es la cama donde se las montan, creyéndose muy argentinos y muy machos. A ver, digamé, pero digamé con el corazón en la mano, usted que vio lo que es esto, usted que anduvo estos eriales del diablo, usted que no se corrió cuando le dije vaya usted, vaya usted hasta Arizaro y lo trae al loco ese, ¿se acuerda? Y usted fue y lo trajo y lo salvó, y bien salvado, porque si usted no lo traía, se moría, se moría de frío y de angustia, se moría el loco de mierda ese… digamé, Quiroga: ¿usted cree que ellos saben que esto también es la patria, que Arizaro es la patria, que Susques es la patria? Yo digo una cosa, Quiroga, y a ver si me entiende: yo digo que esta patria no es de ellos, esta patria de viento y piedra y arena no es la de ellos, esta patria es nuestra, esta patria…”.

El texto se volvió ilegible. Mis notas terminaron ahí. Recuerdo que –esto es obvio-, me intrigó la historia de ese loco, según Zavaleta, el loco de la carta que Quiroga, el tal Quiroga, había rescatado de Arizaro, el salar de Arizaro. Lo consulté a mi guía, mi benefactor, mi amigo de Susques, don Anastasio.

¿El loco? –me escudriñaba. El loco de la carta debía ser otro loco como vos que quería llegar a Chile, y se jodió en el camino y perdió la huella y lo agarró el viento blanco y si no fuera por Quiroga, por ese Quiroga, el amigo del gobernador, se jodía así nomás, y se hubiera quedado tieso, puro pellejo reseco, entre los volcanes y el viento de la pampa…

Esa misma noche –aquí no importa cómo- dimos con Chile, llegamos a San Pedro de Atacama, otra arena, otro pisco, el mismo sueño: el mar y un muelle, como una carta, donde llegas o te vas pero jamás, jamás de los jamases, te puedes quedar.


Pablo Cingolani
Río Abajo, 22 de mayo de 2016

Publicado originalmente en blog Sugiero Leer
http://sugieroleer.blogspot.cl/2016/05/astillas-de-una-carta.html

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1 Comentarios

  1. Extraordinario, querido amigo. Lectura pública de esa soledad puneña.

    Un fuerte abrazo

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