El chip de las Islas Kuriles

PABLO CINGOLANI -.
para Fernando Mayorga

Ese día, el Creador del Mundo, estaría aburrido. O ebrio. Deliciosamente ebrio. Sólo así se explica lo inexplicable que son las montañas. El mar, por ejemplo, tiene sentido: rellena todo lo que no es suelo, tierra. Sólo un tipo como el Conde de Lautremont pudo devanarse los sesos metiendo su cuchara en esa sopa alucinante que es el océano, y revolviendo sus cantos con pulpos monstruosos, delirando con percebes que hablan y ninguna sirena. La llanura es como el mar: vasta, vastísima, y plana, planísima, y también tiene sentido: allí se han hecho la mayoría de las casas, bancos y bibliotecas, se han fundado imperios, han desaparecido, se han vuelto a erigir. Si tiene muchos árboles encima, la llanura se vuelve selva; si no tiene ninguno es un desierto. Y cada uno de ellos, atesora, al fin, un sentido. Pero las montañas, no. Son insensatas, por donde se las mire. Desafían al sol, al cielo, y hubo una historia así, una pretensión así, y el Mandamás implacable de los judíos de los horizontales eriales del Cercano Oriente, la demolió con un rayo o un misil, porque nada podía desafiarlo.

Me lo imagino borracho o borracha. Al que las creó. Y me lo imagino, de pronto, con un cuchillo. Desde ya, un cuchillo inmenso, un cuchillo que hoy hasta es difícil de soñar. De pronto, con esa inspiración que acuna el vino más potente –el vino ya estaba creado; el vino es algo necesario para terminar de concebir algunas cosas, planes tan desmesurados como la creación de las montañas-, me imagino, por ejemplo, el diseño de las quebradas, la hechura de los huaycos. Son maravillosos: si uno penetra por los más angostos, puede atreverse a pasar por lugares donde las paredes, los pliegues, de los montes no están a mayor distancia que la que alcanzan los brazos extendidos –los brazos de un ser humano, se entiende. Incluso, puede haber menos espacio, y uno tiene que pasarlos de costado, como se entraba antes a los recitales de rock. La sensación de que la montaña fue rebanada, es decir fue cortada a cuchillo –con aquel cuchillo que ya dije- es total. Uno se siente una miga de la creación, un suspirito de la Madre Tierra, incluso tal cual: suspira cuando lo has dejado atrás porque si un sismo y ni siquiera eso: un viento hubiera arrastrado piedras, y arenisca, y todo lo que recubre al cerro, podrías haber quedado sepultado dentro del tajo, de esa inexplicable locura de la geología, de ese jugar ebrio del dios que armó los montes que se levantan, insensatos pero invencibles.

Digo invencibles –más allá de cualquier asociación con la práctica de la escalada, que no cabe en la contextura espiritual de este escrito-, porque recuerdo a Bolívar y su delirio en el Chimborazo, el volcán ecuatorial; esa relación entre montaña y potencia, montaña y deseo, montaña y victoria, es muy carnal, es muy vívida. Frente a las montañas, no hay muchas alternativas: o se sufren espantables, definitivamente hostiles, o se sienten invencibles.

Entonces, el Supremo que andaba libando, siguió con su faena a cuchillo y cortó aquí y partió allá, fue dibujando imposibles: abismos, peñascos, cumbres. Sin ansiedad pero también sin gobierno: las montañas desmienten eso. La insensatez inabarcable, el anarquismo puro, de los cerros sólo se explica por la pulsión artística de quien las irguió. Que el arte tenga sentido es justamente otro terreno conjetural y de disputa. Pero el arte existe, y seguirá existiendo –a menos que logren insertarnos a todos el chip ese que ya sabemos. ¿No les conté? Uno que los señores yanquis están haciendo en una isla fortificada y bajo siete llaves de Japón, en una de las islas Kuriles. También están estudiando variados métodos y procedimientos para demoler montañas, y extraerles más rápido sus jugos arcánicos y sus tesoros minerales. La minería a cielo abierto es, por ahora, un juego de niños, al lado de sus ocultos motivos. Ellos están creyéndose unos Súper Enanos –incluso están comprando todos los libros de alquimia existentes en los archivos alrededor del orbe- , soñando dominar a las montañas y conocer y manejar a su antojo todos sus secretos. Se sabe que todo lo que mueven allá arriba –en el espacio, y los planetas de la galaxia y más allá aún, digo- no es más que una tapadera de lo que están haciendo acá abajo, en lamankapacha. Pero bueno, también se sabe, que esas son cuestiones de los yanquis, y ellos verán y se verán, cualquier rato si siguen hurgando y hurgando, con un pie o un codo del Inkarrí, y ya veremos qué pasa. Siempre es así en estos azares de meterse a penetrar montañas, a revolver la tierra, a jugar a ser omnipotentes.

Cada vez que salgo a pasear con mi perra y con el gatito siento y pienso estas cosas. Dana y Valentín, que así se llaman, se paran con elegancia al borde del precipicio -y yo con ellos y con vértigo-, y se quedan mirando extáticos el paisaje de la montaña que rodea la casa donde vivimos. Cuando el viento sopla, uno puede intuir que quiere contarte algo, algo de la historia de ese dios ebrio, creativo y genial, que a cuchillo y muchas otras herramientas más –cinceles, gubias, martillos colosales- labró tanta maravilla. Tal vez alguien creerá que uno se imagina estas cosas –que el viento te hable, que los animales te contagien con su sentir extremo, despojado de cualquier atadura, cualquier miseria- o tal vez, no. La vida, en todo caso, no está hecha para demostrar teorías. La vida está dada, nos está dada, simplemente, para vivirla. Allí, y sólo allí, uno puede sentirse cortejado por el viento, seducido irremediablemente por el cerro, en comunión con todo lo que late y se refleja en las pupilas encendidas de la perra, en las pupilas en llamas del gatito.

La vida es ese cordón umbilical no cortado, no extraviado, no desmerecido nunca, con ellos: el viento, su aullido, las montañas, la perra, el gatito. Yo anoto, y seguido, “mi perra” y “mi gatito” por la simple razón que los quiero mucho, pero la referencia es general. Hablo de los animalitos que nos habitan y nos recuerdan que nosotros venimos también de allí. Somos parte de la naturaleza. No deberíamos olvidarlo. No deberíamos maltratar tanto nuestra genética. El chip que están queriendo fabricar un equipo de doce científicos en una de las islas Kuriles, al que le fuera inoculado, hará que crea que el mundo es sólo cemento, asfalto, acero, edificios y autopistas, automóviles y gasolineras, restaurantes y aparatos de televisión. Cuando uno quiera ver una montaña –luego de leer que cosa es en Wikipedia- podrá verla en esa misma televisión, en un documental de la National Geographic, y listo. Dicen que es un chip anti-psicosis pero esos son cuentos chinos.

Pablo Cingolani
Río Abajo, 15 de enero de 2011

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