El corazón de la montaña

PABLO CINGOLANI -.

Habito la montaña hace tanto tiempo que ya no me acuerdo. Tal vez por eso mismo, es que me impongo esta tarea: escribirlas. Lo hago también, supongo, porque a la vez he perdido la distancia, he extraviado ciertos límites, y siento algo así como si la montaña me hubiese secuestrado, me hubiese llevado con ella. Y en esta situación, no sólo no me acuerdo desde cuando me habitan, tampoco sé muy bien dónde estoy, si acaso estoy… ¿dónde estaré?

Me invade ese desasosiego que secuestra a la propia montaña cuando las nubes se confabulan, se tornan negras, negrísimas, y se sabe, se siente, se huele –la montaña lo sabe, uno lo sabe- que viene la tormenta.

No hay nada más terrorífico, créanme, que una tormenta en la montaña. El mundo se estremece. El mundo se suspende. El mundo deja de respirar, y cuando sucede, cuando el agua empieza a caer, uno siente que pueda que, al fin, suceda: que el mundo acabe, desaparezca, que la lluvia se lo lleve con él, lo oculte para siempre, y uno igual, junto con la montaña que se va, se cae, junto con el mundo.

Es miedo, miedo atávico, el que se experimenta ante tal despliegue de fuerzas incontrolables, fuerzas sin continente tan cargadas de potencia y de majestad, que uno no sabe: ¿cómo puede saber?

Ese drama exterior está tan desconectado de nuestra realidad psíquica que fuimos construyendo como especie, que frente a él, no tenemos nada que decir, tan sólo mecernos en ese temor mítico, reverencial, que nos sacude, nos atrapa, nos aplasta.

Sólo nos queda el silencio, escuchar la lluvia, intentar escuchar a la montaña. Y es ahí, ahí precisamente, donde me siento más perdido, más lejos de todo.

Sucede que escuchar a la montaña es algo que no tiene igual, pero cuidado: es a la vez glorioso y devastador, es a la vez bello y conmovedor pero carente de toda piedad y todo amparo… entonces, pasa, que uno no sabe qué hacer, uno no sabe cómo seguir: se queda congelado frente al silencio del mundo y su propio silencio. Se vuelve piedra, arena, nada. Se te licúa el ego por todos los poros: es la devastación absoluta, el sin sentido más pleno, la ausencia definitiva, la salida imposible.

Es allí, si no desertas, es allí, si no te vence el terror, es allí, si eres capaz de soportarlo, donde el vacío comienza a iluminarse con el hilo más frágil de todos: tu conexión, tu sensibilidad, tu vida nueva.

Entonces, sigues oyendo, sigues oyendo a la lluvia, sigues escuchando ese mar embravecido, incontenible, arrasador, pero en el medio del vértigo más alucinante, en mitad del destino, empiezas a escuchar el otro desenlace posible, empiezas a escucharlo.

Son los latidos del corazón de la montaña.

Allí, en esa ceremonia íntima y secreta, empieza otra historia –una historia de redenciones- que aquí no importa.


* * *


Atribuyen algunos a Aristóteles el decir que el corazón puro, elemental, de la montaña no tiene color alguno. Dicen que el griego que todo lo intuyó o lo supo, dijo: es pura esencia, el corazón de la montaña es pura esencia.

Abdullah, el más preclaro de los metalurgistas de la corte de Bagdad, se animo a refutar al filósofo y arguyó que el corazón de la montaña debía de ser blanco por la presencia de este color en la ceniza que desprenden las piedras cuando arden.

Lo más cierto es que nada sabemos de este género de pureza y sinceridad, menos sobre su color, digo yo. El corazón de la montaña es pura metáfora.


* * *


Con belleza y desgarro, anotó Saint Loup, un escalador memorable, refiriéndose a los Andes mendocinos: “la aventura que empieza a una jornada de distancia de todo lugar habitado, es ilimitada hasta la muerte”. Aquí es más fácil: las montañas te tocan con sus dedos de mica, te miran con sus ojos basálticos, te huelen, te besan.

Quiero que lo intenten y traten de aproximarse a eso que llamamos montaña. Hace años que trato lo mismo y todo me desmiente: a (casi) nadie le importan las montañas. Supongo que no es un problema de comunicación, es un inconveniente del sistema: según sus reglas y conveniencias, las montañas no sirven para un carajo, salvo para arrancarles minerales de sus entrañas, y algunas para practicar esquí.

A las montañas, platónicamente, si vamos a encuadrarlas en el pensamiento dominante, les cabe una marca, les ocupa un rol dentro del juego, están señaladas: las montañas son hostiles. Las montañas no sirven para nada, salvo por el dinero que llevan dentro. Hay que trepanarlas y romperlas hasta que nos brinden la última gota de jugo de molibdeno, hasta que no quede ni un gajo lamido de bismuto, hasta que nos tomemos todo el estaño, todo el cromo, todo el vanadio, cotizado en la bolsa de Nueva York donde no hay montañas, donde es peor: los rascacielos compiten con/tra ellas.

La sal de la tierra y la luz del mundo son los hijos primordiales de la metáfora del corazón de la montaña.

Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia o por ser justos, porque de ellos es el reino de los cielos, sentenció Cristo que escuchó, tal vez como ningún otro ser, a esa metáfora, a ese corazón de la montaña.

Aquí, en esta otra ceremonia íntima y secreta, empieza también otra historia que tampoco importa. Sólo que a vos, sí debería importarte.


Pablo Cingolani
Río Abajo, 19 de junio de 2016

Imagen: Montañas mendocinas (www.mendozapost.com)

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