Cuestión de fe

PABLO CINGOLANI -.

Era tan pero tan fanático de Led Zeppelin que cuando la imprevista inundación del 81 se llevó su casa –y la mitad del pueblo donde vivía, a orillas del afluente de un río demasiado río como el Paraná-,  cuando vio venir la crecida –cuando la oyó venir en realidad- pensó en salvar también sus libros, pero sintiendo que el agua arreciaba y se le venía encima, enloquecida, se dijo así mismo que al carajo con Rimbaud y compañía, agarró los discos, su campera de añares idos, venidos y vividos, una plata que tenía encanutada en un frasco de Nesquik, y se largó presuroso rumbo a la barranca.

Un minuto y medio después, vio cómo ese pulpo de líquidos temibles y turbulentos, arrastrando árboles tan altos como las pagodas de Birmania y gruesos chanchos que lloraban a moco partido su cruel destino, se llevaba no sólo a Rilke y al Espantapájaros –que amaba- del irremplazable Oliverio, vio cómo también se llevaba la casa de Leonardo, su vecino; se llevaba la casa de la familia Otero, un laburante formoseño con ocho hijos de la misma mujer, Elvira, su esposa; se llevaba todo o la mitad de todo.

Leonardo, trabajador eventual, artista de naipes y un borracho de mérito, solía dormir interminables resacas, sin aviso, pero por suerte, o gracias a Ceferino, su santo favorito, había viajado a Rosario, al entierro de su tía, Lucrecia Macías de Gómez, y no estaba en su catre para enredarse en el camalotal y la furia de la naturaleza.

Dos minutos después de haber abandonado su morada, mientras seguía observando cómo las aguas arrasaban con todo o la mitad de todo – su Los heraldos negros de Vallejo (regalo de Inés, su amiga montonera, edición peruana), el gato de Miguel Taboada, las plantas de tomate que cuidaba junto a un sauce, que resistía, resistía, resistió, hasta que también se lo llevó la corriente-, mientras el mundo se licuaba y se volvía líquido, la vista se le nublaba, pensó: suerte que agarré Led Zeppelin II, suerte que lo tengo conmigo, ¿imaginate no escuchar nunca más Moby Dick o Whole Lotta Love? Le dolió verlo al gatito de Miguel navegando, sin remedio, hacia la eternidad.

Miguel Taboada era un santiagueño que le caía bien cuando en el bar del pueblo, vino de pingüino de por medio, hablaba y hablaba de quebrachales milenarios y su belleza y su encanto y sobre incendios furtivos en el monte que lo habían hecho huir de puro miedo, temor a que los pirómanos –o esos que saqueaban la madera de su tierra- también lo quemen a él. Le caía aún mejor cuando tocaba vidalas, con su guitarra y una nostalgia tan profunda, que conmovía, y en secreto, en el fondo de su alma zeppeliana, lo hacía llorar. Cuando eso pasaba, lo llamaba a Romualdo, el mozo, y le decía, con cariño: querido, traé otro vino, que Miguel tiene sed.

Tres minutos después, su casa hundida, cuando el apocalipsis fluvial ya era irreversible, tuvo ganas de ilusionarse creyendo que sus libros de Whitman y de Holderin serían recibidos, como botellas arrojadas al mar, por manos amigas, en Montevideo o en Dublín, pero después se dijo, con sinceridad real: son huevadas.

Toda esa poesía del mundo se enredará con las algas de la Antártida y se irán juntas al fondo del océano helado, como quería Isidoro Ducasse. Atragantará a un calamar y luego el intoxicado molusco se envenenará por efecto de esa tinta ajena. Arribará, agónica, a una playa volcánica de la isla de Santa Elena, y ni el mismísimo fantasma de Napoleón, sabrá de ellas. Siguen siendo huevadas, se insistió, en sus pensamientos.

Volvió a tratar de encontrar visualmente al gato de Taboada, a la distancia: la distancia era una hecatombe de aguas en danza mortal, ningún chamán sería capaz de conjurar eso, menos que menos su deseo de ver felinos. Volvió a apretar para sí los discos de Led Zeppelin. Se preguntó, tan íntimo: ¿qué sería la vida sin volver a estremecerse escuchando Desde que te estoy amando? Toda la fuerza, imparable como el río, de ese blues, le devolvió la fe.

Saludó de tripas corazón al gatito –que, en su camino hacia la eternidad, ya andaba cerca a San Lorenzo, donde el Sargento Cabral, el mejor soldado de San Martín, ofrendó su vida por la patria- y se despidió con una reverencia de lo que había sido su casa, de la hornalla donde calentaba la caldera para los mates y de todo o de la mitad de todo.

Buscaría a Ricardo, su amigo del alma, allá en Mendoza: el también disfrutaba con fervor esos discos, tomarían ginebra, con hielo, sin hielo, comerían un asado, con mucha achura, chimichurri y pasión. ¡La vida sigue!, exclamó: igual que la música, The song remains the sameLa canción sigue siendo la misma: nada puede detenerla. La poesía está en todas partes, sólo es cuestión de buscarla. No lloró por Neruda ni pensó en más nada. Simplemente, se marchó.

Unas montañas, que no conocía y que menos sabía que eran invencibles, secretamente, lo esperaban. Stairway to heavenEscalera al cieloLed Zeppelin IV. Ya las había escuchado cien mil veces: ya las viviría.

Pablo Cingolani
Río Abajo, 19 de julio de 2016

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