Neruda y la persecución gozosa

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.


El historiador inglés Paul Johnson publicó, a fines de los ochenta, “Intelectuales”, libro donde acusa a estos consejeros laicos de la humanidad, surgidos a contar del siglo XVIII en adelante, de encontrarse dominados por la mitomanía, el egocentrismo y la doble careta (Rousseau, Marx, Sartre, Brecht, entre otros). Al revisar sus biografías con acuciosidad, destreza y malicia, Johnson va tomando nota de conductas asociales, desprecio hacia el prójimo, mujeres humilladas y, pese a una militancia izquierdista, nula sintonía por la clase trabajadora. Si bien para el autor conservador no todos los novelistas, poetas, cuentistas, dramaturgos, guionistas o filósofos caben dentro de la definición de “intelectual”, la ágil lectura de su obra entrega una suerte de receta para desenmascararlos a través de preguntas referentes al cuidado con que examinaron las evidencias y respetaron la verdad y sobre cómo aplicaron los principios que pregonaban en su vida privada.

Aunque el poeta chileno Pablo Neruda no calce dentro del molde que entrega Paul Johnson –aún más: precisamente el antiintelectualismo y el desprecio a las abstracciones que presumió en vida, tienden a exonerar al vate de cualquier cargo al respecto-, de todos modos la reciente película “Neruda” del director Pablo Larraín Matte (“Tony Manero”, “Post mortem”, “No” y “El Club”), protagonizada por Luis Gnecco en el rol del escritor, me trajo a la memoria las ideas johnsonianas, en especial por la permanente tensión entre el deber ser de una figura pública, popular, emblemática y prácticamente santificada, y lo que realmente fue, un hombre de carne y hueso, cuya extensa biografía revela que no vivió, precisamente, como un monje del marxismo internacional. Sin embargo, sólo se trata de un punto de partida, puesto que la obra de Larraín no pretende ser un trabajo documental, sino más bien una fuente inagotable de ideas, sugerencias e interrogantes en las casi dos horas de proyección.  

“Neruda” desarrolla una etapa de la vida del Premio Nobel, hasta ahora escuchada en pasillos y sobremesas y, por lo tanto, para nada desconocida, pero que no había sido ficcionada. Las imágenes van cincelando un Neruda vividor, mujeriego, gozador, burgués, ególatra y egoísta, características alejadas del poeta sencillo, proletario, disciplinado, a lo más juguetón, imagen promovida con insistencia por la militancia comunista (y que por lo demás cuenta con su propia versión, una más cómoda y respetuosa, en la película del mismo nombre estrenada el año pasado, protagonizada por José Secall y dirigida Manuel Basoalto). Pero si lo que se quiere es tomar la realidad como una mera excusa para fantasear, elucubrar, discutir y remecerse en la butaca, la balanza se carga para el lado de Larraín, quien ha llegado a ser acusado, de manera delirante, de elaborar un discurso desde la elite para enlodar al cantor del pueblo. A partir de un hecho histórico cierto, como fue la persecución del gobierno del radical Gabriel González Videla (Alfredo Castro) al entonces senador del Partido Comunista, Pablo Neruda, el director -de la mano de su guionista Guillermo Calderón y de un equipo de lujo- va entregando con cuanto recurso cinematográfico tenga a su haber -diálogos alternados, saltos de imagen, juegos temporales, juegos de luces y sombras, ambientaciones cuidadas, grandes exteriores naturales, personajes discursivos y, en ocasiones, chilenísimos-, una historia de idas y vueltas, donde se mezclan los estilos desde la comedia, el cine negro, la sátira, el western, el biopics, la crónica de época, el costumbrismo, el thriller político y uno que otro toque onírico. Hubo momentos en que me figuraba estar presenciando una especie de cadencioso baile cinematográfico, de diferentes ritmos y tiempos, a semejanza del que disfrutaban con lascivia las parejas de mediados de los cuarenta (sobre todo en burdeles), en las fiestocas recreadas en varios pasajes del film. Durante este transitar, no deja de llamar la atención la gran cantidad de actores secundarios con que cuenta la película, algunos con apariciones breves pero memorables como Michael Silva (Álvaro Jara, sobrio guardaespaldas de Neruda), Amparo Noguera (mesera comunista que encara al poeta mientras disfruta de una distendida sobremesa), Jaime Vadell (Arturo Alessandri Palma), Roberto Farías (cantante travesti del burdel) y Marcelo Alonso (hacendado Pepe Rodríguez).

Sin embargo, en un rol tan o más preponderante que el propio Neruda, se encuentra Óscar Peluchonneau (Gael García Bernal), un jocoso detective de vestir impecable, sombrero fedora, traje recortado y bigote, supuestamente hijo ilegítimo de uno de los fundadores de la Policía de Investigaciones de quien heredó su nombre (a la fuerza y tras “convencer a la burocracia”, según su propio decir), quien es a su vez el narrador (la voz en off) de la historia. Peluchonneau da rienda a un discurso alambicado, de momento resentido, en otro tenso, extrañamente poético, siempre informado, elucubrado, teórico, pero casi nunca acercado. Mezcla entre héroe bienintencionado, sabueso aplicado, petulante sin atributos y antihéroe torpe al estilo del Inspector Closeau de “La Pantera Rosa” (definido por unos peones del sur, cuando se encuentra más cerca de dar con su presa, como “medio leso, medio huevón”), Peluchonneau va siendo derrotado en cada uno de los intentos por atrapar a Neruda, en forma muchas veces hasta ridícula (la escena del policía motorizado por los caminos campestres es de antología), sin abandonar jamás la misión que le encomendara el mismísimo Presidente González Videla y, como lo reconoce el mismo, el gobierno de Estados Unidos, aún saltándose a su superior jerárquico, el Director General de Investigaciones (Cristian Campos). En más de una ocasión, Larraín sugiere la idea de que este policía podría tratarse de una invención más de Pablo Neruda en sus ansias de otorgarle a la cacería –un tanto floja, sin mucha emoción, deslucida, demasiado chilena- la grandilocuencia que un personaje de la talla de él, gigantesco en lo físico y creativo, con prestigio mundial, requiere, de manera de hacerla coincidir con las declaraciones del pintor Pablo Picasso en Francia sobre la despiadada persecución política de la que es víctima su amigo y tocayo. Divertido, el poeta se da el lujo de dejar en cada escondite que abandona una novela editada por la colección El Séptimo Círculo (aquella dirigida por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares), en alusión a su gusto por las novelas policiales (recurso utilizado por sus detractores en el mundillo literario para cuestionar su capacidad “intelectual”, otro punto más a favor de Neruda que a lo aleja del dedo acusador johnsoniano), para que Peluchonneau, cada vez más desconcertado, les vaya dando lectura sin comprenderlas demasiado, lo mismo que con fragmentos de su futura obra “Canto General”. Lo curioso es que quienes acompañan al poeta en su huida acaban sufriendo por él los contratiempos del transitar de un escondite a otro, aunque nunca demasiado (Peluchonneau es amable inclusive con quienes le mienten o lo insultan en los interrogatorios) partiendo por su propia esposa, la aristócrata argentina Delia del Carril (quien realmente pareciera disfrutar de lo que ocurre una vez que comprende la lógica nerudiana), los estoicos militantes del Partido Comunista (víctimas de una represión durísima y, por si fuera poco, de las extravagancias de su militante más ilustre), así como sus amigos y escritores que van quedando en el camino. 


“Neruda”, de Pablo Larraín -película esperpéntica, híbrida, discursiva- tiene el mérito de agregar un capítulo más a la particularísima obra de Pablo Larraín y, al hacerlo, deja tras de sí un reguero de jugadas arriesgadas cuyo conjunto constituyen una valiosa apuesta cinematográfica.





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