Ella y la nada



PABLO CINGOLANI -.
Quien no viaja, no conoce el valor de los hombres, asegura un antiguo proverbio moro. Uno de los viajeros más entrañables para quien escribe, es una viajera: Ella Maillart. Había nacido en Ginebra en 1903, en el seno de una familia burguesa. Campeona de esquí, de jockey, de navegación a vela, alguien la bautizó como “la vagabunda de los mares”, antes que emprendiera el primero de sus viajes por Asia que signaría su destino y la cambiaría para siempre.
1914 había marcado el inicio de la Gran Guerra; 1917 fue la hora de la Revolución Bolchevique: eran años de cambios espectaculares, de zozobra, de inquietud, de derrumbe, de construcción, de experimentación, años que conmoverían al mundo como nunca antes, años donde todos los valores y principios fueron puestos a prueba: no como ahora.
En medio de ese torbellino de lucidez y creatividad  –Isadora Duncan bailando entre las ruinas de San Petesburgo-, mientras la casta europea veía amenazadas las nuevas bastillas de su poder, Ella eligió Asia. Más no el Asia romántica (la de Tagore, la de Michaux, la de Malraux) sino el Asia hostil, el Asia brava, la de los desiertos (la de Marco Polo y algunos otros pocos que se habían atrevido).
Puede parecer una fuga hacia delante pero era todo lo contrario: era dirigirse hacia el centro de la tormenta. El centro de Asia, el continente milenario, era el escenario de una de las tensiones más colosales de la historia humana: la que oponía a las tribus nómades (las mismas que habían guerreado contra el Alejandro histórico) contra el poder nacido de los soviets encarnado en la figura de ese kan resucitado pero que había echado sus raíces en esa Europa devastada por el miedo y la incertidumbre: Stalin. Hacía allí encaminó sus pasos, la valiente Maillart: nunca más sería la misma.
En su primer viaje, Ella llegaría hasta los confines del territorio soviético, junto a la frontera china: ¡Qué no daría por ir más lejos, llegar al corazón de lo desconocido!, anotó en su diario. Tres años después, se atrevería, pero partiendo a la inversa, desde Pekín y para realizar un viaje inverosímil, fuera de los anales: cruzar la China, internarse en el Sinkiang –el Turkestán chino, en plena rebelión de las tribus- y luego arribar a Cachemira, en la India, atravesando las montañas más altas de la Tierra: el Pamir y el Karakorum, contrafuertes de los Himalayas. Toda una hazaña.
Al partir, escribió: “estoy a punto de volver la espalda a la civilización y todo lo que comporta de tesoros artísticos, refinamiento y comodidad: camas, bañera, periódicos llenos del mundo entero, sillones, correspondencia personal, fruta, cirujanos, ropa limpia y medias finas”. Toda una declaración de principios.
Al volver, tras haber concretado su colosal travesía, se embarcó en Karachi en un avión de Air France. De arribada, por la ventana de la nave, ve hacia el norte “el enorme enjambre de luces que es París al anochecer”. Anotó en el final de su libro más famoso, Oasis prohibidos: “De pronto comprendo algo: siento ahora, con toda la fuerza de mis sentidos y de mi intelecto, que París no es nada, ni Francia, ni Europa, ni los blancos… Una sola cosa cuenta a favor y en contra de todos los particularismos, el magnífico engranaje que se llama mundo”. Sin lugar a dudas, otra declaración de principios.

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