Carta encontrada en la biblioteca pública de Calama



PABLO CINGOLANI -.

San Pedro de Atacama, 2 de febrero de 1850

Querida Raquel:

Aquí me tienes escribiéndote desde este condenado desierto. Es más árido y más condenado que esa puta California, por la cual te abandoné como el orate que fui. Al principio, todo iba bien, todo y para todos, pero luego empezó el zafarrancho y se fue el mundo al carajo, como suele ser en estos casos. ¿Te imaginas? No te imaginas. Pero bueno, haz el intento: trata de ver con tus bellos ojos color esmeralda a un enjambre de enajenados –nosotros y los otros, todos los demás- detrás de ese maldito oro. 

Oro, oro y más oro y luego otro enjambre, esta vez de tiburones y de hienas, cayendo sobre nosotros y los otros, todos los demás. Entre los demás, estaba Torres. Severo Torres, se llamaba el muy condenado. Era joven y audaz, como deben ser todos los jóvenes. Acudió, limpiecito, a buscar el maldito oro desde la maldita Sudamérica, donde ahora me encuentro. ¿Tú te estarás preguntando que carajos hago aquí, en este desierto más desolado aún que la perra California? Pues me vine detrás del joven Torres, el muy audaz, el muy ladrón. Al principio, fuimos uña y carne enfrentando a los escualos y a los lobos pero cuando me descuidé –una noche de copas tras que había hallado una pepita del tamaño de un huevo de avestruz-, el muy hijo de puta, me la robó. ¡A mí, a Stevens, a tu fiel Stevens! 

Yo, Stevens. ¡Capitán de mil tormentas, descubridor de hielos, conocedor de todos los mares, vino el señor Torres y me hurta mi sueldo de toda una vida de azares y consecuencias! Pensaba vender el tal oro, comprar una finca con álamos en North Caroline e invitarte a vivir juntos allí, mi adorada y bella Raquel. ¿Sabes? El clima de Nueva York es una verdadera mierda, la ciudad se ha llenado de malandras, de barracudas y de murciélagos, y soñaba con sacarte de allí y partir hacia lo apacible y lo sincero. ¡Maldito el momento que me crucé con Torres! 

Me contó su historia. Había nacido en Buenos Aires. Un puerto en un país llamado Argentina. Confederación Argentina, para ser más precisos (debo serlo, mira como me va, de lo contrario). Su familia, dijo, acumulaba campos de ganado tan grandes como todo Ohio. El, creció, libre de acechanzas y, por eso, se había vuelto poeta. Por motivos que aún no termino de comprender, había huido de su país, cruzado la cordillera y llegado a Chile, otro país de este inmenso sur del mundo. Allí, se enteró que en la maldita California había aparecido el maldito oro. ¿Acaso tú necesitabas del oro, le pregunté, si como me cuentas tu familia tiene tanta tierra como cuatro Massachusetts juntos? 

No, me dijo el muy cabrón, pero ¿sabes, Stevens? El oro, la búsqueda del oro, tiene también su lado poético y yo –me miró fijo a los ojos, mis ojos que han visto istmos y ballenas por ocho océanos- yo, mi querido Stevens, necesito inspiración. 

Y yo, Stevens, que sobreviví seis años olvidado en una isla de caníbales en medio de los mares de Sumatra, ¡le creí, mi Raquel querida, le creí como un niño cree en los Magos Reyes! Eso, ahora que lo pienso, te demuestra una cosa, una cosa para entenderla entera y de una buena vez: la vida nunca está hecha del todo, nunca terminas de ver, nunca terminas de saber, nunca terminas de sorprenderte. Tal vez, por ello, es que estoy vivo.

La cosa es que me largué detrás del señor Torres, el muy caco, el muy audaz. Guardaba en la memoria los nombres de todos los puertos donde desembarqué en su búsqueda: Guayaquil, Paita, Chimbote, Callao [sic en el original]. 

En Guayaquil, nos demoramos tres semanas y aproveché para visitar con un nativo unas islas perdidas en el corazón del mar que estaban pobladas por millones de tortugas, ¡unas tortugas gigantes que deberías verlas! 

Cuando recalamos en Chimbote, no pudimos bajar a tierra: había ocurrido un sismo y las autoridades habían declarado una alerta sanitaria por un brote de cólera. 

Desde Callao, me corrí hasta Lima a tratar de encontrar a un amigo de antaño, mi colega el capitán Saldías, que fue parte de la armada de Cochrane. 

¿Te acuerdas del almirante, queridísima Raquel? ¿Te acuerdas esa catarata de whisky que bebimos con él junto con Kitty y el amigo maorí del lord, ese que nos mostró sus tatuajes y sus arpones y el tapiz que le obsequió un sultán yemení donde los envolvía? Saldías vivía en una casa de paltos y floripondios en un lugar llamado Barranco. Al principio, no me reconoció. Luego, algo debió hacer luz en su mente envejecida, y balbuceó: cachalotes, Cabo de Hornos, Stevens… 

Me estoy emocionando, ¿me estaré volviendo viejo?, el asunto no era Saldías, sino Torres, el muy traidor. ¡Por eso, estoy aquí!

[Una terrible mancha de color cobre impide la lectura. Sólo pueden leerse las frases y palabras que transcribo]

Resulta que Torres no era argentino, era boliviano….

Bolivia, otro de los países de este tremendo sur, este maldito sur…

Desembarqué en el puerto de Cobija….

El Prefecto me convidó un licor muy bueno, muy agradable al gusto, agua-ardiente le llamaba, decía que lo enviaban de un valle próximo, llamado Tupiza o Tarija, o de ambos, podríamos intentar producirlo en North Caroline…

Susques

Antofagasta de la Sierra

Rebelión de indios

[A continuación, a pesar de la continuidad de las manchas, ahora de color verde liquen, intento transcribir el final de la carta. Aquí va]

Entonces, así la vida, querida y mi muy bella Raquel. Si por mí fuera, iría hasta La Paz, a reclamar lo que me corresponde. Torres, el muy audaz, el muy cabrón, el muy decidido, el tan decidor de Torres, me las pagaría. Aunque, debo ser sincero. Ya te dije: la sinceridad es el único vicio con el cual colmar el vacío, tanto vacío, el vacío de los océanos, el vacío de los desiertos, el vacío del mundo. Y yo le debo a Torres algo más valioso que una pepita de oro, que una puta y maldita pepita de oro. 

Aquí descubrí los volcanes y la puna [sic, en el original]. Aquí, por ahora, me quedaré. En este condenado desierto. Más árido y más condenado que esa perra California, por la cual te abandoné como el demente que era. ¿Sabes, mi adorada Raquel? Bajo el volcán, bajo su sombra invicta, y bebiendo estos piscos [sic, en el original], compartiéndolos con todos estos indios [sic, en el original], me siento más fuerte, me siento más joven, me siento más libre. Y eso no lo voy a cambiar por nada, ni por todo el amor que te tuve, Raquel, ni por todo el amor que te tengo, mi deliciosa dama. 

Un día, recuerdo, te dije: vamos juntos, vamos por el oro, la maldita California nos esperaba. Tú me dijiste, anda tú, Stephen: Nueva York es mi patria. Te advertí: cuidado, Raquel, mi patria son los caminos, son los mares, son las aventuras que esos caminos y esos mares pueden procurarte. Vete, volverás, profetizaste como una sacerdotisa elusiva del templo de lo insensible.

Ya me ves: estoy aquí, en San Pedro de Atacama, una aldea perdida en medio de un desierto perdido en un país desconocido para mí llamado Bolivia, dicen que se llama así por Bolívar, el amigo del lord, ¿te acuerdas de él? ¿Te acuerdas de esa cena en su casa con ostras de la isla de Man y candelabros medievales y venado de York asado cuando su amigo maorí nos mostró sus heridas de sus peleas temibles contra los piratas malayos? ¿Te acuerdas, Raquel, que esa noche, entre sábanas de seda de Bombay, te dije a tu oído, que yo nunca me rendiría? Bueno, así la vida, querida y mi muy preciosa Raquel

Torres, el maldito Torres, el bendito Torres, andará con sus poemas y su pepita por La Paz o vaya a saberse dónde. Buen viaje, mi querido patán, mi silencio y mi voz, ¡yo que pensaba en recluirme en North Caroline! ¡Yo también necesitaba inspiración!

Bajo el volcán –los nativos me han dicho su nombre: lo llaman Lin-can-ca-bur, Lincancabur, dicen que eso significa nuestra montaña, la montaña del pueblo, la montaña de todos los que moran aquí, y ellos la adoran y la veneran y sienten que su destino está atado a esa montaña, al volcán-, bajo su extraordinaria presencia, me siento, otra vez, yo mismo, Stephen Stevens, el capitán de mil tormentas. La única diferencia es que antes eran de agua, y ahora, ahora en esta mi nueva patria, ahora, son de arena.

¿Y sabes qué, mi Raquel? Aquí, bajo el volcán, no hay dolor. No hay deudas, no hay codicia, no hay sufrimiento, no hay nada: sólo la libertad de sentirse pleno.

Si te animas, te estaré esperando siempre.

Tu Siempre Seguro Servidor

(Ex) Capitán Stephen Stevens

[Viene la firma de Stevens y una nota, de otro puño, que dice: enviar a Rachel Blake, 2nd. Street ≠ 67 New York City. Esperar a Cap. Nash, Puerto de Cobija, Bolivia]


Pablo Cingolani
Río Abajo, 9 de diciembre de 2016


Nota final: fui a Calama, por primera vez, por insistencia de mi amigo Alfonso Barrero Villanueva, a quien dedico el espíritu de este texto, que es el suyo propio. A él, le agradezco este hallazgo y también el de la gitana, que publiqué, hace ya demasiados años. También por Jaime Sáenz y el volcán del pueblo atacameño. El, sabe. North Caroline es un homenaje a James Taylor, que tanto me acompañó, que tanto me inspiró, siempre. Bajo el volcán, y esa insistencia, es Lowry, Malcolm Lowry, y su bendita gracia y su intrépido don, que también, ¿por qué no? me inspira y agradeceré siempre. El Popo, el Linca, el Kili, el Katantika, el Sajama, el Illimani: montañas sagradas todas. Sólo es cuestión de sentirlas. Sólo es cuestión, como dictan la historia y la carta del capitán Stevens: de encontrarlas. 

Imagen: Volcán Licancabur.

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3 Comentarios

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  2. Pablo, tus escritos son fuente de muchas de las energías recibidas y sentidas vivamente, recorriendo la memoria del mundo…
    http://alfonsobarrerov.blogspot.com/2010/03/jaime-saenz-jurjizada-y-george.html
    La Razón, Suplemento Literario “El Mal Pensante” La Paz, 3 de enero de 1999

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  3. Imposible sustraerse a la magia de este texto. "Tuve" que llevarla a tweet.

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