Hey, Hey, My, My: una historia



PABLO CINGOLANI -.

Cuando uno mismo no puede convencerse
es porque ha perdido la gracia.
Héctor Tizón: El hombre que llegó a un pueblo.
 
A Jorge Lucero Villalba
 
 
Un día, visité Nueva York.
 
Tenía 17 años, era 1980, fui con mi viejo. Nos alojamos en un hotel de mierda a la vuelta de Times Square, cuando Times Square, la calle 42 y la mismísima Broadway eran otra mierda, llena de prostíbulos, cafishos y dealers.
 
Nueva York, para mí a esos años, era música. En el Lincoln Center, fuimos a un concierto de Herbie Hancock: me sorprendió con un free jazz, durísimo, tremendo. Ron Carter tocó el contrabajo. No me acuerdo del baterista. Yo esperaba ver al Hancock funky, eléctrico, demoledor: me encontré con un Hancock acústico, virtuosísimo pero enigmático como es todo el free jazz que, gracias a los Apus, dejé de escuchar cuando empecé a vivir en Bolivia.
 
En Liberty Park, frente al mar o al estuario de Hudson, que se yo, fui a la presentación “americana” de A cor do som. ¿Quién se acuerda de A cor do som? Yo sí: eran bahianos, tropicalísimos y rockeros. A su guitarrista, Pepeu Gomes, lo comparaban con Jimi. Hendrix. Le decían eso: que era el Hendrix brasileño.
 
Auspiciados por una marca de jeans made in USA, los tipos se rajaron en un concierto gratuito, en un escenario circense donde, al fondo, estaba, muda, la Estatua de la Libertad. Era tan irreal esa tocada que nos terminamos abrazando con Pepeu y el resto de los músicos ya que yo era el único terráqueo que los conocía en ese páramo estrafalario para unos músicos como ellos.
 
Luego, acompañé a mi padre a sus cuestiones en lugares tan absurdos como Detroit –que se estaba quebrando en mil pedazos por el cierre de sus fábricas de automóviles, ¡se venía Ronald Wilson Reagan pero, aún, nadie lo sabía!- y Kalamazoo, Michigan: tres versiones del mismo EE.UU, potente y decadente. Luego, volvimos a NYC, al mismo hotel de mierda, donde una mucama neurótica no paraba de putear en lenguas y Times Square, y sus transas y sus putas, a la vuelta.
 
Era momento de actuar… ¡Y comprar discos!, antes de que nos fuéramos. Con espíritu George Benson, me fui a caminar por la dichosa Broadway, hasta encontrar una buena disquería. Había seiscientas. En una de ellas, cualquiera, encontré un disco que no conocíamos (aún) en Argentina: Rust Never Sleeps, algo así como El oxido nunca descansa, en el idioma que hablamos. Lo pagué sin respirar –aunque recuerdo que los discos costaban baratísimos con relación a los precios que se pagaban en Argentina. Además, sabía que estaba comprando. Era el último disco que había grabado Neil Young.
 
* * *
 
 
Neil Young. Crosby, Stills, Nash and Young. ¿Se acuerdan? Algunos, supongo. No importa. Era el súper grupo del folk-rock hecho en América del Norte. Como decir, salvando todas las argumentaciones absurdas,  Atahualpa Yupanqui, Larralde, Cafrune y Mercedes Sosa, una versión tucumana de Joni Mitchell trasmutada, y lo digo porque la Joni, tan canadiense como Young, muchas veces se sumaba al cuarteto.
 
La cosa es que, al margen de lo famosos que fueron CSN&Y, quien suscribe, tenía un amarre especial con Neil Young. Era con otro disco del susodicho. Un disco que se titulaba Comes a Time, Llega un Momento. Folk-rock puro y duro. Casi nada frente a montañas musicales como el Yes de Tormato y mucho menos frente a la avalancha del punk o The Clash. Pero a mí, me encantaba.
 
Ya lo conté bastantes veces en tantos otros textos, incluyendo –honor- en la Enciclopedia del Rock: cuando editamos nuestra primera experiencia publicada con el Negro Marcos González Cezer, alias también “el rumano”, alter ego mío por aquellos tiempos de la dictadura, tiempos rebeldes para nosotros, rebeldes y absolutamente rockeros (recuerdo ahora que escribo, con qué prolijidad armábamos la revista en su casa de la calle ¡Mozart!) y también con mi hermano Juan Esteban –ahora, trosko de alma-, con el Alemán –Jorge Lucero Villalba, hoy destacado y conmovedor artista plástico- que aportaba sus dibujos, etc., etc., cuando hicimos esa publicación, ya mítica en nuestros corazones, elegimos un nombre, a propuesta mía: Llega un momento. El nombre de un folk-rock memorable que bautizaba también el disco de Neil Young.
 
De esos días, recuerdo esto (este texto se trata de eso: de recordar): tres temas, que gastaban y gastaban la púa.
 
Uno: Sucio y desprolijo, de Pappo´s Blues 3. Todas las mañanas son iguales, me chupa un huevo todo, yo quiero ser como yo quiera: filosofía popular del gran Norberto Napolitano, el más grande de todos los rockeros argentos.
 
Dos: Escalera al cielo, de Led Zeppelin 4. En realidad, escuchaba todo el lado 1 de ese disco maravilloso y me acuerdo uno por uno, todos los temas: Perro Negro, Rock and Roll, La Batalla de Evermore, Escalera al Cielo.
 
En La Batalla de Evermore, cantaba la maravillosa Sandy Denny, contrapunteando con la voz de Robert Plant, y me acuerdo que, a la vez, lo contrapunteaba con otro disco que tenía, La hermosa hija del Verdugo, de la Increíble Orquesta de Cuerdas, más conocida como la Incredible String Band, un grupazo que hacía folk inglés y celta y donde cantaba otra voz maravillosa, la de Licorice, y que empujaba esa música que después volvió famosa a otra cantante, también maravillosa, como Enya. (Ahora, aprovecho este texto, para dejar sentado el último hallazgo de Lucero, que vuelve a honrar al folk inglés: Nancy Elizabeth, así nomás: es una resurrección inesperada de la Denny, en especial. Es imperdible escucharla…)
 
Tres, el tercer tema que escuchaba a cada rato que podía: Llega un momento del ya referido músico canadiense.
 
* * *
 
El oxido nunca descansa. La cosa es que volví al Buenos Aires de la furia con el disco bajo el sobaco (y con un dedal de hash escondido). ¿Cómo describir lo que escuché cuando la púa lo arañó por primera vez? Esto no sé si lo robé a Conrad o es mío: las palabras sólo nos aproximan a la grandeza. Diré: escuchabas la voz de Young como si viniera del principio de los tiempos y desde el fin del mundo, desde el último rincón del Yukón, desde debajo de un tempano, buscando horadarlo y salir a la luz. Y lo lograba: esa voz acuchillada, esa voz de arpones que raspan madera, esa voz de hielo picado, revuelto, esa voz desgarradora, esa voz invencible, lo lograba, acompañado del sonido rítmico, feroz y metálico de la guitarra, su guitarra, sincopado hasta el desvanecimiento y la epifanía en cada rasguido, como tambores de guerra llamando al combate, como un himno, una ofrenda, un tributo. De hecho, My, My, Hey, Hey era todo eso y fue revistiéndose, cada vez más con el paso de los años, de ese fervor y esa unción que atesoran los himnos y la música convocada a resistir, a perdurar, a no agotarse jamás.
 
De hecho, todo esto que aluvionalmente escribo, nace de ese motivo: la recreación en español, en el idioma que hablamos, de Hey Hey My My, pero no su versión acústica a la que aludía antes (que se titula al revés. My, My, Hey, Hey), sino su versión eléctrica, la que cerraba el mismo disco.
 
¿Cómo describir lo que fue escuchar eso? Diré: imaginen cien mil elefantes caminando, todos juntos, sobre un campo inmenso de piedras que, por el peso de las bestias, se resquebrajan, estallan, suenan. Imaginen que a esos mismos elefantes, alguien, digamos un Leary zoólogo y febril, les hubiera suministrado una buena dosis de LSD antes de que empezaran a marchar: los elefantes comienzan a delirar frenéticos mientras caminan. Sueñan, se alucinan, lo ven a Buda saltando, bailando rock and roll.
 
En el viaje lisérgico, imaginan los paquidermos una montaña inmensa, un volcán, un mole de nieve y fuego tan colosal como ellos: hacia allí se dirigen, locos, enardecidos, convencidos, victoriosos, llenos de gracia tumultuosa. Cuando arriban al volcán de magma ardiente y humos voraces, en medio de todo el desconcierto de una naturaleza arrebatada, los elefantes, con sus trompas, empiezan a arrojar lava a los cielos.
 
Así suena la versión eléctrica que Neil Young y su banda, Crazy Horse, Caballo Loco, interpretan en el último surco de ese disco inolvidable.
 
* * *
 
Resulta, y ahora sí, el detonante real de este escrito: de esa tempestad de sensaciones hay una versión que interpreta La Renga, el grupo del irremplazable Chizzo Nápoli, pilar fundamental del llamado “rock chabón” argentino, junto a… ¡Pappo!
 
Es una versión clásica, ortodoxa de la original, hasta respeta la letra. Pappo, el inmortal Pappo, se divierte en la ocasión y aporta el memorable y eterno sonido de su guitarra para salvar ciertas inconsistencias de la interpretación de Nápoli. Pero vale, la versión vale. A partir de mi reencuentro de décadas con el Negro Marcos, el tuvo a bien enviarme una serie de grabaciones de Pappo colgadas en You Tube y de ahí, peregrinando el sitio de videos, encontré esta segunda versión en castellano del himno rockero de Young.
 
La primera recreación, hay que decirlo, es más copada, zarpada, zafada, aguerrida, que la argentina: es la versión mexicana de Alex Lora, el fundador de esa máquina demoledora de hacer buen rock que se llama El T.R.I., tan mexicano como el guacamole o Lázaro Cárdenas.
 
Sobre el punto, y permítase una digresión muy personal: creo que el rock en castellano, ontológicamente, forma parte de la construcción de nuestros imaginarios sociales, forma parte de lo que llamamos “identidad nacional”, precisamente, por el hecho de su “castellanización”. No puede el rock en español ser considerado una alienación o una forma de penetración cultural imperialista.
 
El momento de ebullición mundial –Vietnam, descolonización de África, Che Guevara, nuestro Che Guevara, París 68, y un largo etcétera- catapulta la emergencia del rock en sus países de origen como un fenómeno global, asociado, a su manera, a esa misma rebeldía que sacudía al mundo de la guerra fría. En nuestros países –desde Tlatelolco al Cordobazo-, la rebeldía era la misma y la llegada del rock anglosajón a nuestras caletas no hizo más que reforzar aquello pero con el prerrequisito sintomático que lo hizo perdurable: se componía y se cantaba en el idioma que hablamos. 
 
No es casualidad que ambos, Pappo y Lora, sean naves insignias, capitanes de tormenta, guerreros invencibles en la fragua de un rock and roll en castellano. Basta escuchar el primer disco de Pappo´s Blues y entender que no es azaroso un tema tan potente y tan esclarecedor como A dónde está la libertad, grabado en 1971, en medio de una dictadura que un año después asesinaría cobardemente a 16 guerrilleros dentro de una base naval ubicada en Trelew.
 
Digo, para cerrar esta digresión, que –en el caso argento, que lo tengo más a mano, porque lo viví y siguiendo el ideario expresado por Perón, el líder político más profundo que tuvo la Argentina, ya que no sólo fue un ex militar político, sino un escritor y un filósofo-, el rock vino a participar en esa ontología, esa  “auto” conciencia que nos afirmaría hacia adentro, como pueblo, como comunidad organizada, pero que, a la vez, constituiría la plataforma desde donde encarar dos procesos simultáneos, complementarios y convergentes: la integración continental y la relación con lo que Perón llamó –¡en 1974!- como “el mundialismo”.
 
El llamado rock nacional o –y no es casual- “rock argentino”, a su manera, plasma esta visión de Perón, como una realización artística y espiritual del ser nacional argentino; como una “realidad efectiva” -diríamos aludiendo a una estrofa de la llamada Marcha de los Muchachos Peronistas, himno de combate del movimiento político creado por el general-filósofo-, como una manifestación genuina y arraigada de cultura popular, cumpliendo a la vez, las condiciones que plantease el propio Perón como prueba de su fortaleza: sirvió de lazo con el resto de América Latina (pienso en Charly García y, ¿por qué no? En Soda Stereo y en Cerati) y es una  forma creativa y sustantiva de relacionamiento con el mundo, especialmente con los centros de origen de esa música popularizada como rock. No me disgrego más. Ya está anotado: la próxima debería escribir un ensayo titulado, simplemente: Perón y el rock nacional argentino.
 
* * *
 
 
Volviendo. Cuando señalé que la versión del T.R.I. de Hey, Hey, My, My me gustaba más que la de mis paisanos es por esto: porque Lora preambula el tema con un discurso que, además de ser desopilante -de un humor guarro y descarnado, humor callejero, de taberna, de botellas que se derraman y vuelan por los aires viciados de acidez, sensualidad y tabaco-, es a la vez, toda una declaración de principios: “… que el disco, que la salsa, que el heavy mierda…”, aúlla el mexica, y la tienen que escuchar en CD porque las versiones que encontré en el You Tube, están cortadas.
 
Es emocionante. Lora, digo. Te conmueve su honestidad. A mí me trae recuerdos de una expedición que hicimos el 2003 hasta el Hito 26 del límite entre Bolivia y Perú -donde la cordillera de Apolobamba empieza a derramarse sobre la Amazonía-, y se me ocurrió comprar una de esas grabadoritas que en Achacachi valían 50 pesos y llevarla, en la mochila, con nosotros, para que nos acompañe: al Negro, al Pancho y “El último Leco”, los demás expedicionarios.
 
No le tenía fe a la grabadorita: pensaba que se iba a reventar de precaria sin acaso usarla por el mero baqueteo de estar aprisionada, pero no sólo se bancó 28 días de ir y venir montañas, sino que también, como radio que era, nos informó de la masacre de Warisata, cuando el neoliberalismo agonizaba en Bolivia, el 2003. Y aparte, nos brindó esas músicas, estas músicas.
 
Recuerdo que había grabado un par de casetes para cargar conmigo. Uno, con el dichoso rock argentino: Spinetta, García, Fito, Lebón, Pappo (sólo un blues: Desconfío de la vida). Suavito, como para liberar tensiones, tras el “endurance” diario. El otro casete era un menjunje mágico de temas elegidos, aleatoriamente, por mi alma: de Wara a los Rolling Stones, de Djavan y Caetano Veloso a Bad Company y Led Zeppelin, y para rematarla, las dos versiones de Hey, Hey, My, My: la del T.R.I. y la de Neil Young, el discurso de váyanse todos al carajo con los cien mil elefantes topándose con el volcán y enviando lava al infinito.
 
Era increíble la potencia de la mezcla: siempre recordaré esa travesía delirante entre esas montañas que horrorizaron a Woodroffe (el jefe de la comisión peruana de demarcación de los límites; el jefe de la comisión boliviana fue el mismísimo Fawcett que se fascinaba, como nosotros, con los mismos cerros y quebradas) fusionado con todos esos sonidos.
 
Un día, baqueteados en grado sumo, llegamos a Lagunillas, una comunidad indígena y campamento del área de naturaleza protegida de Apolobamba. Hacía casi un mes que el altiplano norte estaba absoluta e inquebrantablemente bloqueado por sus habitantes, en guerra contra el gobierno de entonces de Bolivia. Ni un alfiler podía ser transportado ni trasladarse: o te movías a pie o no te movías. O caminabas o caminabas, mi amor. Veníamos desde Sunchullí, la mina maldita, y habíamos faldeado y “apacheteado” al mismísimo Akamani, el padre de todas las montañas kallawayas, sumamente sagrado, sumamente bondadoso, sumamente malvado, como son todos los dioses verdaderos.
 
¡Salvados!, hubiera dicho Rimbaud, al ver Lagunillas a la distancia, como nosotros la vimos. De llegada, lo primero que preguntamos, recuerdo, es sí había cerveza en el pueblo. Había. Invitamos al arriero que nos acompañó con sus llamas desde Pelechuco a la fiesta. Era un chango. Celebramos: habíamos llegado a algún lugar –hasta el fin del mundo es un lugar.
 
No recuerdo su nombre –aunque lo tengo anotado en mi bitácora. Llamémoslo Ismael en este escrito, ¿por qué no? Resulta que el Ismael, nacido y criado entre las montañas mágicas de los Andes, compartió con nosotros la alegría de estar juntos, las cervezas con las cuales brindamos y regamos esa alegría y esa amistad, los chistes que no paró nunca de contar 28 días y esa noche “El último Leco”, y toda esa música que ya cité.
 
Cuando la farra acabó, durmió con nosotros, se despertó igualmente y desayunó lo que fue que encontramos para desayunar: papas, charque y más cerveza para curar el ckaki, la resaca. Luego, nuestros senderos se bifurcaban, a lo Borges. Nosotros seguiríamos hasta Camata, a ver de qué manera podíamos eludir los cercos de los indios en rebelión y volver a casa. El, haría lo mismo, pero en dirección inversa.
 
Al momento de la despedida, habiendo visto sus ojos y sus oídos esa noche de músicas lejanas pero que son tan próximas si hay sensibilidades dispuestas –porque la emoción artística y libertaria son lo mismo y seducen igual en cualquier parte del planeta-, le pagué por sus llamas, le di comida (y coca y lejía y cigarros y alcohol) para su viaje de vuelta y le dije:
-Ah, me olvidaba, Ismael: tengo un regalo para vos…-y salí corriendo al campamento a buscarlo.
Volví y le entregué en sus manos de piedra arisca, de piedra bondadosa, los dos casetes.
-Tomá. Son tuyos.
-¿Y ustedes que van a escuchar- me dijo, con temor, como intuyendo zozobra. No lo voy a hermosear, le respondí, algo así:
-¿Eso qué importa? Lo importante, porque sé que te gustaron estas músicas, es que las escuches vos. Andá tranquilo, y escuchalas, y cuando las escuchés, acordate de nosotros y listo…
Ismael se regresó por donde habíamos llegado. Con esos dos casetes en sus alforjas. Y así fue como Hey, Hey, My, My, llegó a Pelechuco –de Nueva York al corazón de Apolobamba, la villa de Santiago de Pelechuco- y retumbó entre las piedras y las nieves de la más hermosa de todas las cordilleras, y así también, es como termina esta historia.
 
Aunque no: esta historia termina y comienza, en verdad, en la lírica –diría Indio- de otro de los temas incluidos en ese disco abrumador, en ese disco redentor, que es El oxido nunca descansa, porqué, hay que decirlo así: él la cantó primero, antes que yo la viviera: la historia, esta historia, digo.
 
Se trata de Ride My Llama, un huayno-rock compuesto e interpretado por el mismísimo Neil Young que afirma, contra todos los necios que habitan este mundo: It's old but it's good. ¡Es antiguo pero es bueno!
 
Como las montañas, como el folk, como la vida plena. Ahora sí, terminó esta historia. Ahora sí, me puedo ir a dormir, porque ya la escribí.

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