Tres claves olvidadas (I)

ROBERTO BURGOS CANTOR -.

Por estos tiempos en los cuales la propensión, de la que hacemos gala, a las disputas sin fin se muestra incansable, enloquecida, tal vez valga la pena rescatar la razón para soportar el fastidio. Este surge de sentirse atrapado en el lastre de un tiempo que se resiste a la renovación, a tomar los riesgos de resolver problemas con persuasivo examen, sin amenazas ni más muertes. ¿Por qué nos costará tanto pasar del estado de tragedia al estado de búsquedas razonables de comunidad que se fortalece con sus diferencias?

Pareciera que el horror amansó o destruyó la virtud y volviéramos siempre a su cruento gesto.

Leía una de las memorias de guerras, la de los Mil días, y me quedó una visión que vuelve en los días aciagos. Una de las columnas de combatientes llamada El Conto avanzaba en fila por la cordillera. Eran guerreros descalzos o de cotizas acabadas, con restos de ropa de trabajo y armas pesadas y rústicas que a lo mejor causaban más daño por las infecciones que producían que por la eficacia de las municiones o del corte. Eran hileras de miles de hombres iluminados por alguna idea vaga que les incendiaba el cerebro y les deformaba la sensibilidad : Dios, el Partido, el enemigo, y esa noción de patria tan vacía. A lo mejor la crueldad de un hado perverso los convenció de un disparate: las palabras que valen la pena son aquellas que no se entienden y hay que matarse por ellas.

Una mujer descalza traía, apretado al pecho, un envoltorio de trapos. Había alcanzado a la columna y avanzaba, observaba el rostro de la soldadesca sin marcialidad, y preguntaba por un nombre. Después de dos horas y veinte minutos estaba más allá de la mitad de la fila que avanzaba con pasos desordenados y, un delirio creciente en el corazón. Entonces vio a su hombre y lo llamó, con el bautizo completo: Trinidad de Jesús Cristiano. Él, apenas si se sobresaltó y la miró con fastidio. No le habló. La mujer desenvolvió el rollo y dejó a la vista un recién nacido, adormilado por falta de vida. Tu hijo, afirmó ella, como si fuera necesario. La mano del hombre, tan sucia como el rostro, le recibió, o ¿le arrancó? la criatura. La sostenía por una de las piernas y la tuvo al aire, frente a sus ojos. Con un movimiento de relámpago desenvainó el machete y quedó en el aire la sangre sin fuerza cuando lo troceó por la mitad. ¡Para estorbo. Hijuepuerca! Y siguió la marcha. La mujer, incrédula, se derrumbaba poco a poco.

Desde entonces he pensado en la ternura valiente de las mujeres y, la brutalidad sin compasión de los varones. Esas memorias podrían ser la base de una literatura de llanuras ardientes y lomas frías, reveladoras de la anomalía, del Tolima grande. Lo que buscan desde Eduardo Santa, los Pardo, Leal, Santamaría, los Ruíz.

Acaso el desprecio enconado de los ilustres se ejercía convirtiendo a unos seres humildes y laboriosos en monstruos. Ignorancia enseñada.

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