Recuerdos de la Lickana



PABLO CINGOLANI -.
Tito Saire, Señor de Cuarzos. Tito Saire, el último atacameño. Tito Saire, el mejor cateador del mundo. Evocarlo es evocar mundos perdidos, mundos olvidados, mundos que alguna vez sangraron, parieron, tuvieron vida. ¿Acaso eso no es escribir? ¿Acaso también de eso trata o debería tratar la literatura?
Rompiendo vanos siete silencios, vuelvo a revivir a Tito Saire, montaraz de arenas, Tito Saire, mago de las cordilleras, Tito Saire, el último hombre que soñaba con piedras, sólo con piedras, y esta restitución –que supongo fértil, anhelo feliz-, no sólo lo restituye a él, y su presencia ensombrecida en San Pedro de Atacama, sino que atiza esos mundos que se eluden, esfumados en la noche del tiempo, sacrificados al puñal de la codicia, sumergidos en el mar lacerante del olvido.
Pero extraer del fango de la memoria a Tito Saire también me restituye a mí, que lo escribo, buscando en ese más allá de uno que es la escritura, que alguna estrella vuelva a encenderse en el camino, alguna ilusión resista y recrudezca y despierten, una vez más, esos cencerros que claman y gritan que aún seguimos vivos.
San Pedro de Atacama, a principios de los 90s del siglo pasado, no era como ahora: un centro turístico, lleno de hoteles, de camas mullidas, de observatorios espaciales y de comodidades. San Pedro de Atacama era lo que había sido siempre: un puñado de seres, un rejunte de almas, arrinconados en un oasis prodigioso situado entre el desierto y la cordillera.
Era chango: había estudiado historia. Sabía de la existencia del padre Le Paige y su museo y las momias intocadas y también -residiendo en La Paz- había visto en el Museo Nacional de Arqueología de Bolivia –gracias a la gentileza del finado y amigo Freddy Arce- las tabletas para el consumo de alucinógenos que enlazaban a las culturas del desierto con la gran civilización de Tiwanaku. También sabía de las políticas de “chilenización” forzada contra los pueblos indígenas que había impulsado Pinochet.
Aquella vez, Eduardo M., un jujeño de la capital provincial, tenía una empresa de “export-import” (un eufemismo que solía encubrir, esos días, actividades de contrabando) y si no hubiera sido por él y sus afanes, andá a saber dónde andaría. Resulta que tuve la idea de lanzarme a un viajecito delirante, una travesía imposible (para mí): cruzar el paso de Jama caminando. Eduardo, aparte de sus trajines, era un tipo culto: amigo de Tizón, recitaba impecablemente a Borges mientras fumaba y manejaba por los desiertos helados más altos del orbe. Me recogió, de milagro, como solía ser todo en la puna y en mi vida aquellos años, en Susques. Atravesamos Jama, la inmensidad profunda y sin atenuantes de Jama, en su camioneta color turquesa, y gracias a sus efectivos y evidentes buenos contactos con las gendarmerías de ambos países, terminó dejándome, sano y salvo, en San Pedro. Allí, en una pascana, me presentó a Tito Saire. Un hombre solo que comía marraqueta con sardinas. Eduardo aseguró, desde la puerta, a punto de marcharse rumbo a Iquique: este hombre, Pablo, tiene un tesoro. Son sus historias.
Cuando nos quedamos solos, uno con otro, nos miramos a los ojos un largo momento. Los míos son azules, ¿y qué vería Tito Saire allí adentro? ¿El recuerdo del mar? ¿Lapislázuli? Los suyos, sus ojos, eran tan negros que se confundían con la penumbra del boliche, negros halcones, portadores de una vista privilegiada, capaz de “ver” a decenas de kilómetros. Ya lo anoté: Tito Saire, el mejor cateador del mundo. No tuve mejor idea para romper el hielo que decirle:
‒ ¿Te molesta si fumo?
Me miro como si le hablase en nepalí. Luego, disparó:
‒ A mí, lo único que me molesta es la falta de audacia. Mirá pibe (sic, lo dijo así), si vos llegaste hasta aquí, y con el amigo Eduardo, por algo debe ser. Así que nada, si querís fumar, fuma. Si querís, hablar, habla de una vez. Si no, hablo yo. A mí me gusta hablar, ¿sabés?, aunque por estos lados, ya no hablo mucho, ¿con quién voy a hablar? Ya hablé con todos, todo lo que había hablar, hablé con los cactus todo lo que había que hablar, hablé hasta con el fuego, noche cerrada, una vez, tras que me atraparon los vientos Toconao al sur… -respiró profundo y sentenció: mejor vos fumá, que yo hablo.
Nunca en mi vida, recibí una bienvenida tan auspiciosa.
Nosotros, los que nacimos en la llanura, carecemos de algo esencial, constitutivo, forjador del ser-estar en las montañas: cultura minera. Ese reino natural nos está vedado. Hoy, como casi todo, minería es mala palabra. Ha mutado. Lo políticamente correcto la condena. Antes, ser minero era una especie de blasón, de estirpe, casi gloria. Ser minero era jugarse el pellejo, sacrificarse, no rendirse, ganar, perder, no rendirse. Dentro de la fauna de los mineros, el cateador era el león, era el puma de esos páramos donde el hombre sólo acudía si la audacia lo acompañaba. Ser minero era jugarse la vida en el intento, ser cateador era el que más se la jugaba. ¿Qué es un cateador? Pues el que busca, cata, caza a los minerales. Los huele, los ve, los oye, los siente, en suma: vive por ellos, su vida la teje así, mineralmente. Vida mineral, vida minera, vida de piedra: tan dura como ella, tan secreta y tan motivante como son las piedras, cualquiera de ellas, todas las piedras. Ellos saben hablar con ellas, ellos las reconocen, saben de sus azares, sus pesares, sus revelaciones. Saben de su eternidad y, por eso mismo, saben mejor que nadie de lo que es efímero: la vida misma. De ahí que un cateador, uno bueno, es también medio mago, medio alquimista, y también medio poeta, medio filósofo. Saire, Tito Saire, sin vueltas, era uno de ellos.
Sobre el tema, dos anotaciones imprescindibles. Una, la lectura del libro del padre Barba. Lleva por título: El arte de los metales. El que sabe leer, encontrará allí, belleza infinita y poesía inagotable. Fue escrito en Potosí en el mil seiscientos. El otro apunte: hubo otro cateador memorable. Se llamaba Diego Almeyda, hijo de lusitano, pero nacido en Copiapó, otra frontera y tan minera como la meca potosina, en 1780. Octavio Oriel Álvarez Gómez, insigne historiador regional, habla de él como si fuera un santo. Dice de Almeyda que “el mismo enseñaba a sus seguidores; que a caballo ninguna mina se ha descubierto; por eso el cateador ha de tener la planta tan dura como la pezuña de la mula que carga los alimentos y la esperanza” (Cf. Atacama de Plata). Catear rima con caminar. Y Tito Saire, el mejor cateador del mundo, caminaba, caminaba, caminó toda su vida.
‒Yo soy chileno. Soy boliviano. Soy argentino. Depende la suerte y depende de cuando me conviene. A veces, el viento me tiraba al otro lado del Sanjuanito [NdelR: forma cariñosa en que Saire refiere al río San Juan del Oro, límite entre Argentina y Bolivia, por los lados de El Angosto y Esmoruco] y allí tenía que elegir entre ser como vos o ser boliviano, por si aparecía la “cana” y me fregaba, aunque –la verdad sea dicha- por ahí no aparecía nadie, casi nadie, nunca. A ver, dime, ¿quién se atreve a estos desiertos del demonio?
Medito mientras Saire me cuenta y me cuenta y me sigue contando de sus andanzas: no escribimos para aproximarnos, echar luz, sobre lo que somos. Lo hacemos porque seguimos confiando, sigue latiendo en nosotros, esa luz, esa esperanza en torno a lo que deberíamos ser. No, el que escribe. Todos nosotros.
El cateador es una especie de Colón de la minería. Va y descubre la veta. Va y encuentra el yacimiento. Carece de los recursos para explotarlo, entonces acude a un pueblo grande donde hay quien compra –Potosí, Copiapó, ya aludidos- y vende su información –trae pruebas- por una suma sustantiva, que se redobla, triplica o se eleva más aún si dichas conjeturas se convierten en certezas metálicas. Luego el cateador –una especie de Che Guevara de la prospección minera- va y se gasta su honorario en lo que venga, en lo que le viene en ganas: en putas –el cateador siempre es solo, no es concebible ser cateador y tener familia-, en vicios –trago, tabaco, morfina-, en armar parrandas y fiestas desmesuradas para los conocidos –el cateador es solo, no tiene amigos- y cuando se agotó el último peso, el último chelín, la última rupia de sus alforjas, vuelta a empezar: a caminar, la montaña –su familia, su amigo- lo espera.
Un día –cuenta Saire-, andaba por los lados de Pisiga, y encontré a unos hombres que venían en un jeep, humeando el pobre. Se pararon al divisarme viniéndome venir desde la nada –ellos también venían desde allí. Me ofrecieron agua. Acepté. Siempre tengo sed. Siempre tuve sed. Compartí el agua con mi mula, la única que me quedaba, la otra se había muerto, reventada, daba pena, cayendo vertical desde un peñasco. Cuando estaba bebiendo de la cantimplora, vi adentro del carro: había un par de negros. Negros de África. Me dijeron: nosotros no somos de África. Somos cubanos. Somos los sobrevivientes de la guerrilla del Che. Me dijeron: chico, ¿tú sabes quién es el Che? No, les dije. ¿Cómo no sabes, chico, quién es el Che? No, no lo sé. ¡Parece que vives aislado, chico! Y sí, les dije, ¿acaso no ven que esto es un desierto? Insistieron: ¿y tú, chico, no conoces al senador Allende? A ese, sí, a ese le conozco, les dije: le di la mano en un mitin que hubo en Antofagasta.
Prosiguió narrándoles, a los cubanos, y los bolivianos que también escapaban: Había encontrado una veta grande, linda, de oro puro, finísimo, y cuando alcé mi paga, me fui al mejor cabaret del puerto. Cuando desperté, pensé que lo soñaba, pero no, había un tumulto de gentes que estaban escuchándolo. Era vehemente el tipo. Decía que si lo votaban y era presidente, iba a nacionalizar la pesca, para que los peces sean de ellos, de los pescadores del puerto. Eso me gustó. Me hizo acordar a Cristo. Bajé a la calle, lo busqué, le tendí mi mano. Le dije: soy Tito Saire, el mejor cateador del mundo. El me respondió: soy Salvador Allende, candidato a la presidencia de Chile. Luego lo mataron –me dice a mí en ese bar herrumbroso de San Pedro de Atacama. Hasta hoy, puedo seguir sintiendo algo así como una tristeza inasible, recóndita, amarrada a esas palabras.
‒Yo soy del Loa. Soy catamarqueño. Soy tupiceño. Depende la suerte y depende de cuando me conviene‒ me aclara, por las dudas, Saire, y yo, la verdad, le creo al milímetro porque estoy respirando ese aire que la gente de la frontera, el pueblo de los límites, te arroja en el rostro para que sepas que tu mundo, ese pequeño mundo de ciudades con rascacielos y agua con solo abrir las canillas, no vale un peso, menos una piel de guanaco, menos que menos una mina de caolín, en esos confines que se asemejan tanto a la vida, y a la literatura además. Ahora que lo pienso a Saire, ahora que lo escribo a Saire, a Tito Saire, me viene un hombre a los dedos que anotan, los índices que teclean esta máquina sin vida, y anoto, por eso de andar entre cordilleras, por eso de sentirse libre entre las patrias cautivas, por ese querer comunicarlo: pienso en Felipe Varela. Le pregunto, por si acaso. Me responde, tan inesperado como solía ser todo, esos días, en la puna y en mi vida: ¿Felipe Varela? ¡A ese también lo conozco! Lo mataron injustamente también pero por cuestiones de arriería. Tenía 11 hijos. Llevaba vino desde La Rioja hasta Arica. Unos camioneros lo desgraciaron en el Tamarugal, vaya uno a saber porqué lo hicieron. Siempre me acuerdo de él cuando le rezo al “Linca”.
Cuarta botella de pisco: Saire sabe hablar tanto como sabe beber. Ahora me cuenta una historia de pirquineros, una historia proletaria, una memoria que le contaba tal cual su abuela atacameña, la historia de tres ciudades: hace mucho pero mucho tiempo, los antiguos, osaron desafiar a los dioses con sus pecados y sus vanidades, y los dioses –Saire me mira fijo-, los dioses, Pablo, no son cojudos: los castigaron. Eran tres ciudades. Sodoma, Gomorra y no me acuerdo –y se ríe, se ríe a mares, el Saire, de su propio chiste. Río con él. Prosigue: “El Linca” les debe haber mandado un rayo a cada una, un vendaval, algo, la cosa fue que el castigo divino les cayó encima, los pueblos se desvanecieron para los ojos humanos, desaparecieron.
Atardece en San Pedro de Atacama. Pasa Lautaro Núñez por el ventanuco de barro y cortinas de nylon del bar. Lo reconozco por sus cabellos blancos, largos y lacios: parece Jeremías. El antropólogo, me dice Saire, que trabajaba con el padrecito. Luego, empuja el pisco, y sigue contando: de las tres ciudades, una de ellas se perdió para siempre, en la cordillera, nadie sabe su nombre, ni nadie quiere recordarlo. Otra de las ciudades se ocultó, no se perdió. Astuta era. Ciertos días del año aparece, en lo alto del cerro Quimal –Saire señala un lugar impreciso, más allá de las botellas y el ventanuco donde vimos caminar a Lautaro- ¿no la ves, Pablo? –me provoca Saire y yo me siento en las nubes, junto a él, tomando pisco y hablando de lo mismo que estamos hablando, aquí abajo: ciudades perdidas en el medio del desierto. Como en el Gobi, Como en Arabia. Como en Atacamak.
Cuando la veas, Pablo, la verás, si la ves, envuelta en una luz de fuego, diáfana, transparente, verás sus edificios de piedra, verás sus árboles –que aquí, como verás, no tenemos ni uno-, verás sus cultivos que florecen, verás a sus antiguos moradores –verás mi rostro en la mayoría de ellos: son mis parientes-, verás que ellos también eran poetas –yo, para pendejearme, le había leído, en el medio de la conversa, el Itaca de Kafavis, que llevaba, siempre, esos días, arrugado en mi billetera-, si te animas, prosigue Tito: sentirás sus anhelos, sus deseos, sus ansias…
Y –pregunto, borracho- ¿Cuáles eran esas ansias?
Y –responde Saire, borracho también- llegar al mar, comer piures, tomar vino de Tacama, revolcarse en la playa, y mandar todo al carajo, huevón, ¿acaso no podemos soñar con eso? –me dice el hombre que le dio la mano a Allende en el puerto de Antofagasta. Y sí, proclamo, y termino de preguntar: y con la tercera ciudad, ¿qué sucedió?
Nada.
Nada, contesta Saire.
Extrañamente –suspira- la tercera ciudad sobrevive. Es Toconao, que en lengua kunza, en nuestra lengua,  significa ciudad perdida, rinc6n perdido...
Saire en kunza, el idioma olvidado de los atacameños, se traduce como viento. Maisairi (sigo a Núñez en su Cultura y conflicto en los oasis de San Pedro de Atacama, ma=hallar, encontrar; sairi=lluvia) era el nombre de su abuelo, el chamán, el que invoca la lluvia, el que la alienta y la hace suceder en esos desiertos donde no llueve nunca. Toconao era como el Vaticano de los atacameños, los antiguos dueños del erial. Su abuela, Ramona, era una mujer valerosa, mercader de congrio seco, la comida que hizo vivir a las salitreras. Abuelo y abuela se conocieron en Cobija cuando aún era puerto de Bolivia. Procrearon 14 hijos, sólo la mitad vivieron. El padre de Tito fue minero en Caracoles, pirquinero nomás –me aclara el susodicho. La madre era un ave rara: era mapuche, vino de cautiva, vino de esclava a ser prostituida en las minas de plata. Tata Tito -su padre se llamaba igual que él-, la liberó de ese yugo, escaparon, enamorados, hechizados por la tierra, y la trajo con él hacia ese oasis, este oasis, llamado San Pedro de Atacama. Elvira Lincopán se llamaba mi madre, mi abuelo la conoció, antes de morir le dijo: niña, estos cerros, estas arenas, también son tuyas. Saire, con su dedo tembloroso, señala un lugar, impreciso, a la distancia. Una tumba, un destino, un sosiego.
La noche ya cayó. Es un vendaval de estrellas –las veo cuando salgó afuera a hacer aguas. Vuelvo a la mesa, bosque de botellas, y deseo, sólo deseo, saber qué significa, para él, para Saire, ese nombre: el “Linca”, tan citado.
‒El Lincancabur‒afirma con certeza y señala, sin dudar, al este. De allí venía yo, de allí vinimos con Eduardo, el contrabandista que recitaba a Borges. La sombra del volcán, de ese volcán majestuoso a cuyos pies descansa la laguna verde de arsénico puro –pura belleza envenenada- se proyectaba en ese preciso y decidido momento sobre nuestra mesa, sobre Tito y sobre mí, sobre nosotros mismos.
‒Por eso, nosotros mismos, todos nosotros, le decimos a nuestra tierra: la Lickana, el país del volcán, la nación de nuestro pueblo. Somos chilenos, somos bolivianos, somos argentinos, pero siempre y por sobre todas las cosas: somos atacameños. Mi abuelo me dijo, antes de partir hacia la cumbre del “Linca”, donde van a parar nuestros muertos: nunca te olvides, Tito, vos eres atacameño. Nunca te olvides. Nunca me olvido.
Hizo una pausa: todos los volcanes de la tierra dejaron de respirar. Culminó:
‒Soy el mejor cateador del mundo. Soy atacameño, soy lickan antay, el pueblo del volcán‒ y se dejó dormir, suavemente, Tito Saire, sobre la mesa. Era una piedra, era un guerrero, era un minero, durmiendo sobre una mesa de pino canadiense que olía a pisco, a limón, a memorias. Lo acompañé. A la mañana siguiente, fuimos juntos a tomar una sopa de cordero y papa kuti que preparaba doña Lola, la más veterana de las cocineras –había dos más- en el mercado del pueblo.
Mientras comíamos y resucitábamos y nos restituíamos al mundo tal cual lo conocemos, Tito Saire, octogenario, me dijo algo que no olvidaré jamás:
‒Lo mejor de las resacas es compartirlas.
Por eso lo escribí, Por eso, también, escribo.


Imagen: Volcán Licancabur, San Pedro de Atacama. Fotografía de Douglas Fernandes.

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