Adiós a las armas

ROBERTO BURGOS CANTOR

Empieza a esfumarse aquella imagen de náusea. Miserable concesión a las venganzas inútiles. Repeticiones: cuerpos medio vestidos, uniformes de fatiga, desnudos, cubiertos por una piadosa tela blanca. Todavía mana la sangre, sin dique. Años tras años se incorpora esta quietud vacía a la sensibilidad pasmada. Endurecida por el dolor. Este nuevo asombro de exhibición de la crueldad. Se pierden los nombres que alguna vez sirvieron para llamarse: al que se sabía responder. Reconocimientos de tonos, voces que llenan de sentido al nombre. Fueron sepultados por los apelativos de lo que hacen: batallar. Eso, más lo que agrega el acto bárbaro a quien lo ejecuta. Ejecución. Los cuerpos acostados en fila. Sin alma ya. Racimos de bananos. ¿Cuántos años?
El tiempo que transcurría no era suficiente para acabar matanzas, encontrar soluciones de reconciliación. Se inventaban más y más herramientas para arrasar el suspiro de la vida. Lo que se inició como lucha por la tierra, la justicia, para los de un bando; lucha por un concepto de Estado, autoridad, para los del otro; se degradaban. Las inspiraciones románticas de unos, las corazas de legitimad de otros, se disolvían en una matanza sin reglas, cada vez más entregadas al odio.
La dureza que transmiten las armas a quienes las utilizan acorrala la palabra.
Ningún artífice del espanto sale indemne, también se convierte en monstruo. Carece de arte. Él no creó: desarma, rompe, estropea.
Eso vimos hasta el vómito. Así vimos. Enfermos de indolencia. Furiosos de desquites.
Ahora cuesta aprehender lo logrado. Apenas el reposo de las imágenes que acabaron con lo humano nos concedieron una pausa para creer, fueron sustituidas por otro horror.
En medio de la literatura de propósito moral y buenas intenciones que contaba la violencia colombiana, quedaron pocas huellas. Esa marca que permite interpretar, conjeturar. Cuando se escarban las cenizas y no es necesario ya repetir el calor de las llamas.
Un libro de cuentos, El Desertor, de Plinio Apuleyo Mendoza, tiene uno que se llama El día que enterramos las armas. Allí unos guerrilleros por decisión propia, en la cual intervienen consideraciones políticas, éticas, abandonan los tiros.
Un cuento de Eutiquio Leal, Bomba de tiempo, muestra la impiedad y el daño al porvenir de los bombardeos aéreos en los campos.
El cuadro insuperable, de Alejandro Obregón, Violencia, tiene el estremecimiento capaz de pintar el silencio, el drama sin bullicio, la verdad de lo irreparable.
Aquellas fotografías que cada mañana nos golpeaban se fueron.
Hoy, trochas y ríos, son el escenario de un desfile hacia el país que soñamos. Hombres y mujeres que apenas vivieron la selva, la crueldad de atacar y defenderse, empiezan a sacar con timidez un abrazo. Encuentran en los otros combatientes la sonrisa y el alivio de: ¡al fin acaba esto!

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