Un muelle



PABLO CINGOLANI

Un muelle donde amarrarte. Un muelle para partir. Un muelle donde empezar a llorar exilios. Un muelle donde celebrar el retorno. Un muelle como descanso. Un muelle como capitulación. Un muelle, simplemente, como una tregua. Son tantos sentidos los que atesoran los muelles que no bastaría un libro para anotarlos.
En esta modernidad absurda, hemos reemplazado los muelles por las mangas asépticas de tela plástica de los aeropuertos: he ahí el problema. Hemos abolido la belleza de los muelles, esa estética exquisita de penetración en lo líquido. Hemos suspendido ese sabor que tenía usar un muelle para llegar, para salir, para perderse, para volver a encontrarse, para pisarlo, sentirlo crujir, hablar, decirte. Hemos abandonado ese placer y ese misterio que es caminar sobre el agua, como lo hizo ese gran mago que fue Cristo. El muelle nos concedía parte de esa magia.
Acuden a mí imágenes de muelles –el de Atalaya, muelle de pampa, muelle de saladeros desolados sobre el Río de la Plata- e historias de muelles, todas intensas: así era la vida, cuando había muelles donde embarcarte o, simplemente, ir a agasajarlo o contarle o cantarle tus alegrías o tus penas.
Un muelle del lado siniestro del Lago Victoria, en el corazón de África: el Che, el Che Guevara, escapando. Lean sus memorias de su fallida incursión revolucionaria en el Congo. Perseguido por una ordalía de mercenarios y tribus hostiles, levantan campamento a la mala, le pisan los talones, se oyen los disparos, rozan las balas: la vida o la muerte pasaba por llegar al muelle, embarcarse y cruzar el lago hasta Tanzania. Lo logró. Un muelle le salvó la vida. Vendría a inmolarse a Bolivia, a la quebrada del Yuro, donde no hay muelles a quinientos kilómetros a la redonda: el corazón de esa Sudamérica que tanto amaba.
Más muelles, los míos propios –además del de Atalaya, donde celebramos con Fabián la victoria de Argentina y de Maradona en el Mundial 86.
Recuerdo un lugar sin muelle pero para llegar a otro lugar, con muelle. También con Fabián. Nuestras andanzas patagónicas. No recuerdo bien de dónde partías (¿del refugio del Cerró López?), la cosa era que tenías que fajarte para seguir el curso del arroyo Casalata –cerrada la picada, el sendero, debías enfrentar bosques temibles de caña coligüe, tan duras como el bambú, para abrirte paso, cruzar el arroyo tempestuoso mil veces, caminar sobre el agua- y llegar a orillas del Lago… Mascardi (¿funcionará mi memoria toponímica?). Allí, debías prender una fogata, leña sobraba –todo era bosque, bosque que ahora queman por todas partes- para que te vieran desde la otra orilla del lago y te vinieran a buscar en una lancha y dejarte, bien parado, en otro muelle de este texto.
Otro muelle, el de Mar de Ajó, en la costa atlántica argentina. Esta historia es nostálgica y, como todo lo que encubre la nostalgia, tapiza un yacimiento de tristeza. Yo ya vivía en Bolivia. Una vez, de visita en Buenos Aires, con mis amigos y compañeros de militancia, Pablo –“Paco”- Castillo y Ricardo –“68”- Labanca dijimos, tomando cerveza en un bar de la Avenida de Mayo: vámonos a la playa. Fuimos. El viaje, la estancia, tuvo bastante del aire de esa película genial de Bertrand Blier que, entre nosotros, se conoció como Las cosas por su nombre y donde actuaban el malogrado Patrick Dewaere y Gérard Depardieu.
Tomamos un bus nocturno, a donde cantando, guitarreando, libando vino, mateando y siendo momentánea y colectivamente felices con el resto de los pasajeros, amanecimos frente al mar: recuerdo, como si fuera hoy, la línea brillante y prodigiosa donde veías llegar las olas a la playa desde la ventana del bus. No había edificios, sólo había casas bajas y potreros: por eso, nada más que por eso, podías verlas, nomás abrir los ojos, nomás el día y su luz te agasajaran la mirada.
Estuvimos tres o cuatro lunas. No teníamos un peso, acaso comíamos. Lo que sí, hicimos del muelle, nuestro hogar de momento, nuestro lugar de confesiones –entre nosotros y con el mar, con el mar para confesarse y con el mar de testigo-, el muelle como nuestro efímero dominio de sabernos que estábamos, aunque sea un día, una noche, un minuto, en el lugar donde queríamos estar, en el lugar que nos merecíamos, que anhelamos, que sentíamos como propio. El muelle de Mar de Ajó como nuestra pequeña patria liberada, como el país donde todo era justo y todo era libertad y todo era nuestro y de todos, de todo el pueblo, y nadie, nunca, jamás, nos lo iba a poder quitar. El muelle de Mar de Ajó: el muelle montonero.
Paco sigue por ahí, en Buenos Aires, editando libros en EUDEBA: libros maravillosos que hablan también de muelles, de otros muelles, pero que también son los nuestros. Ricardo falleció. Partió desde ese muelle invencible que es el muelle que conduce a la eternidad. Allí, nos está esperando.
En algún otro texto escribí que de los muelles podés partir, podés llegar, pero lo que nunca podés hacer, es quedarte. El “68” nos estará esperando en la eternidad pero si yo pudiese verdaderamente caminar sobre el agua y hacer el milagro, daría todo por volver a hablar con él y abrazarlo, otra vez, en ese muelle, ese muelle frente al mar, que nos regaló la vida, esa vez que fuimos, locos, vagabundos y febriles, a buscarlo, entre las arenas revueltas y el viento incesante del Atlántico.

Imagen: "Atardecer en el muelle", acuarela de Francisco Castro.

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1 Comentarios

  1. Esta bien reflejada la metáfora del muelle como punto de salida, llegada, reencuentro,... Igual nos pasa al vivir... que necesitamos saber cual es la ruta e itinerario del viaje.

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