Esta pesadilla: la historia

Roberto Burgos Cantor

Los ojos abiertos, entonces, y más incertidumbres que preguntas, incredulidades y oposiciones; enamoramientos y nostalgias prematuras; episodios que se creían definitivos y el tiempo sabio limpiando las cañerías del alma, agotaban las horas de la vida.
Alrededor una historia ruidosa y la incertidumbre de no saber si nos pertenecía. Verla con indiferencia y el convencimiento de que no nos implicaba. Felicidad de abrir lo ojos a lo que se quiere. Regirse por un deseo propio que no es ley. ¿Quién la erigía y era responsable de tal remolino?
Quedaban las imágenes:
Del caudillo liberal y el funeral doloroso del reclamo popular. El desierto de nunca saber quienes responderían de su muerte. Allí envejecen los tres detectives de Scotland Yard que investigan por una urbe que se modificó frente a sus ojos y empeoró sus infamias.
La del Jefe Supremo derrocado. Por un rato defenestrado. Rehabilitado por el honorable, inmarcesible Congreso Nacional: le devolvieron sus alamares, los soles cegadores de sus medallas, el uniforme de gala con bastón de director de orquesta, y las pensiones de los hombres de a caballo.
Empezaban los estudios universitarios, para quienes no teníamos un cupo en los almacenes de telas, botones y ojales, o un restaurante, o una zapatería. Recibimos un estremecimiento.
Un cura: profesor, capellán de universidad pública, sociólogo de la escuela de Lovaina, investigador de las causas de la pobreza, inmemorial como la Biblia, fue abatido por las fuerzas militares en una escaramuza de guerrilleros, en Santander. Por meses, este sacerdote, de un rostro de la misma pureza que el de Jesús, predicaba reformas. Fundó un movimiento sin dogmas, las peticiones de siglos por justicia. Lo llevó fuera del templo, como los artistas de hoy que aborrecen los museos y desacralizan las prepotencias de quién sabe mas o sabe distinto. Se rodeó de universitarios. Pero los mercaderes del templo lograron quitarle su sotana y cambiarla por el vestido humilde de los campesinos y estudiantes sublevados.
La torpeza de los armados, engreídos del revólver, máquina que anula la reflexión, lo mandaron a la refriega. Este hombre de pensamiento y de acción fue tiroteado mientras reflexionaba sobre la moral de dispararle a un soldadito que tenía bajo su mira y no lo notaba. Soldadito boliviano. Y así se ferió una enorme posibilidad, la del hijo de Isabel Restrepo que absolvió a tantos pecadores y podía mostrar el vínculo entre los deberes cristianos y la espantosa desigualdad que excluía a los pobres del reino de los cielos y de los bienes de la tierra.
Llegué a Bogotá D.C. en medio de esa turbulencia. Agradecí al cielo de Camilo. Si la noticia hubiera corrido un minuto antes del vuelo, mi madre no me hubiera permitido venir a estudiar al páramo de frailejones y enruanados.
Esa noche vi una bella película de Elia Kazan.


Imagen: Sacerdote Camilo Torres Restrepo

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