Esta pesadilla: la historia (9)

Roberto Burgos Cantor

Tal vez lo peor del ángel exterminador del narcotráfico consistió en que su espada, sus montañas de billetes, sus motosierras, sus hornos de incineración, lograron un monstruo: revolver sin límites ni dosis, la política, o los jirones que quedaban de ella, y todos las formas del crimen. Se trataba de un crimen que al destruir la conciencia, mostraba la desfachatez y la arrogancia.
En ese atolladero, una población exhausta lo único que esperaba, pobres y obnubilados de la religión, era recibir migajas, un hueso, de lo que derramaban los calderos y los sumideros del crimen, para iniciar una actividad económica. Un taxi. Una tienda. Un arma para servir de celador. Unos billetes para la vieja afición nacional: el agio, con su miserable potencialidad entre los desposeídos y los indefensos ante necesidades vitales.
No eran los únicos por cierto. Hubo bancos. Empresas. Y el ominoso servicio de desaparecer a quien me incomoda por razones ideológicas. Se convirtió en asunto de honor la tumba o la cárcel.
¿Qué se podía proponer a un país en tal postración?
Nadie quería saber más de prisiones seguras, de justicia sin rostro, de extradiciones, de bienes expropiados, de más muertes sin castigo, de policías especializados, de oficinas y sicarios.
Entonces, se volvió al empecinado anhelo de siempre: la paz, convivamos, tramitemos las diferencias sin eliminarnos.
Otra vez, como años antes Belisario Betancur, un candidato a la presidencia del partido azul, se la jugó a fondo. Convino conversaciones con el viejo guerrillero, Tiro fijo.
Fue una experiencia importante. Desde el momento de la sesión solemne de inicio cuando el abuelo Marulanda, con cortesías distintas, dejó su silla vacía. Lo esperaron, en vano, embajadores, escritores, periodistas, ministros, empresarios. Y nadie le preguntó el motivo de haber delegado, entre los estrategas de su ejército, entre los pensadores, para leer su mensaje, a un hombre de la alta Guajira quien a veces arrastraba la lengua. Caribe y lenguas.
Delimitar una zona de paz fue un acto arriesgado, también esclarecedor. Permitió seguridad a quienes se exponían y mostró procedimientos de la guerrilla. El ejercicio de esa autoridad impuesta con las armas era conservadora. Pagar las deudas. Respetar la mujer del vecino. Trabajar. A lo mejor era lo necesario para un país desarticulado.

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