Cuando el coronel Pringles…


Pablo Cingolani

Cuando el coronel Pringles ‒que había nacido en las soledades de la travesía, del erial, en un pueblo de bello nombre que remata con un "de la punta de los siete venados", y por eso a los nacidos allí se los llama  "puntanos", un pueblo pacífico y pastoril donde nadie ni en sueños nunca imaginaba una guerra

Cuando el coronel Pringles peleó en una guerra ‒una guerra inmensa, una guerra justa, que abarcó un continente, una guerra popular, de masas, de harapientos, de gentiles armados, una guerra prolongada que duró añares

Y cabalgando, cabalgando, cabalgando, el coronel Pringles, en una remota comarca del sur del Perú, en otro desierto como en el que había venido al mundo, cuando allí tuvo a su frente a un enemigo que lo triplicaba en número, lo superaba en armamento, en organización ‒algunos de los allí presentes, de sus enemigos, habían vencido al propio Napoleón

Cuando el coronel Pringles tuvo que decidir si huían, si tocaba retirada, o se sacaban la mugre, alzaba la bandera ‒la bandera nueva, la insignia de la alborada, la enseña de las flamantes patrias que estaban pugnando por nacer y no morir en los descampados y cordilleras de América- y daba batalla, él la dio

El coronel Pringles se plantó y luego arremetió con su tropa de decididos, de hombres amantes y sedientos de libertad, de soldados llenos de ansias y de coraje, contra los godos, contra los españoles que sólo querían eternizar por días, por meses, por algunos años más, una historia que ya estaba cambiando, un cambio revolucionario que ya estaba en marcha y que sacudía los montes y las selvas de este continente donde ‒hasta ahora y parece que siempre‒ sino es patria, es muerte

Pringles batalló, y como se dice "perdió como en la guerra". Pero no se rindió.

Esta es la parte más bella de la historia: destrozados por la artillería enemiga, mordiendo el polvo, el fragor de los desiertos, envueltos en el dilema de sucumbir, de deshonrar la bandera, de no cumplirle a la patria y a los muertos que esa patria ya había devorado por miles para nacer, para crecer, para volverse fuerte, Pringles no se rindió y a su tropa maltrecha, agotada, sucia, desangrándose, a su tropa de valientes que habían perdido la batalla pero no la honra y menos el amor por la patria, les exigió un sacrificio mayor aún, una demostración suprema de lealtad y compromiso

Detrás de ellos, estaba el acantilado, y más allá ‒cayendo a pico por el despeñadero‒ estaba el mar, el infinito océano, aquel donde los antiguos creían que iban a parar los difuntos, la mama kocha, y sus fauces líquidas, su abrazo de algas y sal, su eternidad

Para los vencidos, era también un premio: era (acaso) la muerte pero era (también) la gloria

Y ni Pringles ni ninguno de los derrotados y hasta entonces humillados soldados dudó y todos dieron media vuelta y matando caballos, se arrojaron por el barranco. Lo hicieron como lo que siempre fueron: patriotas

La historia me la contaron cuando todavía era niño y siempre que pasé por San Luis de la Frontera de la Punta de los Siete Venados, un estremecimiento me recorre todo el cuerpo, recordando a Pringles y sus valientes, recordando a los patriotas que prefirieron arrojarse al vacío a caer en la deshonra, los patriotas que prefirieron sacrificarse cayendo al abismo y a la muerte que reconocer su derrota, entregarse y rendirse.

Pablo Cingolani
Río Abajo, refrito de un texto escrito el 2006

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