Palabras perdidas en la arena


Pablo Cingolani 

No siempre el hallazgo era tan importante. Por lo general, encontrabas ropa, cubiertos de plata de baja ley, alguna que otra alhaja. La llegada del malón a la posta regaba la pampa de un revoltijo de cosas superfluas, rotas, que perdían sentido apenas caían desechadas u olvidadas entre los yuyos o debajo de un algarrobo o al borde de algún arroyo seco.
Los indios te caían encima como una tromba de agua helada, sus gritos petrificaban a todos, salvo a los que ya conocían cómo latía la ferocidad de esos hombres y sus consecuencias. Esos, los que sabían, por lo general, huían a esconderse -¿para qué resistir ese sismo humano?- y fue seguramente uno de ellos, de los que sabían, el que escondió esa valija en la vizcachera.
Tal vez, sus huesos eran los que se blanquearon allí cerca, tal vez no. La valija era de cuero fino, no estaba baqueteada: parecía nueva. Venía, eso sí se sabía, desde Buenos Aires. Lo que si podía conjeturarse era su destino final: si iba a Mendoza, si iría a San Juan o si cruzaría la cordillera, hasta Chile.
No siempre el hallazgo era tan prometedor: Morán la alzó con cuidado y la llevó hasta el fogón donde mateaba con sus dos hijos, próximos a las ruinas de la posta, sólo cenizas y olvido. Andaban arriando unas vacas que pensaban vender en Tupungato. La valija pesaba harto y Morán empezó a temer: cuidado fueran los restos de algún finado.
Cuando la abrió a la luz de las llamas, se sorprendió con su contenido: no eran los despojos de un muerto. Eran libros, muchos libros. En el fondo, había también un amarre: eran cartas, muchas cartas.
Ninguno de los presentes sabía leer. Pero Morán sabía o creía recordar o le palpitó fuerte que lo que encerraban esos libros y esas cartas -puras palabras, palabras escritas, palabras que buscaban desafiar al tiempo y a la distancia-, podía acarrear dolor y desgracia.
Pensó en arrojar todo a las llamas. Algo lo detuvo. Volvió a cargar la valija hasta el hueco sombrío de las vizcachas. Las palabras, todas esas palabras escritas, quedaron allí. Perdidas en medio de la arena de la travesía. Perdidas, tal vez, para siempre. Perdidas.

Pablo Cingolani
Río Abajo, 8 de febrero de 2018

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