El desayuno


Pablo Cingolani

Era marzo. Las lluvias menguaban. En el cielo, jugaban con el viento algunas nubes vagabundas. Desde la ventana, la vista era espléndida: entre las montañas de mil colores, entre la multitud de ocres y de bermejos, el valle verdeaba y manchones de retamas y tabaquillos estallaban, en el medio del tapiz verde, con sus flores amarillas y sus colibríes, como pequeñas estrellas diurnas, aleteaban a su alrededor. Todo era paz, todo era luz, en la hacienda de Huaricana cuando él despertó, temprano, esa mañana de marzo de 1781. Un olor conocido, un olor habitual, lo hizo salivar y mojarse los labios.

Don Salvador Franco de la Puente adoraba los huevos fritos que preparaba Clemencia para el desayuno. Clemencia era una angoleña que llegó desnuda, en calidad de esclava, al puerto de Santa María de los Buenos Aires. Era joven, esbelta, bella. Desde allí, vaya uno a saber cómo, media viva, media muerta, terminó sirviendo en la hacienda. Ahora era una mujer gorda, negra y desdentada pero sus huevos fritos no sólo eran los mejores de Río Abajo y de todo el Ande y el Nuevo Mundo sino del orbe.

El secreto de los huevos fritos de la esclava Clemencia estaba en la mantequilla con la cual los freía. Picaba muy menudo unas lonjas de cebolla, un tomate muy maduro y un diente de ajo moro y los ponía a freír en la mantequilla hasta que la cebolla doraba y quitaba todo del fuego – de leña de quiswara- y la tamizaba: esa mantequilla, ahora fragante y exquisita, la echaba de nuevo a la sartén y así cocinaba los huevos, rociados con pimienta de Cayena y la sal que llegaba desde Jayuma. Al plato le agregaba unas finas tostadas de pan, doradas a la parrilla, del pan que ella misma había amasado al alba. Don Salvador Franco de la Puente se los comía primero con los ojos y luego se relamía con cada bocado.

Doña Hortensia Osorio, viuda de Navajas, casada en segundas nupcias con don Salvador, amaba los rebozados de sesos de oveja y de vaca que Clemencia sabía cocer como ninguna. Una vez que les quitaba toda fibra y molestia de comer, colocaba a los sesos, ya hervidos, sobre rodajas de pan y los envolvía en huevos batidos, condimentados con la sal y la pimienta de rigor y un secreteo de hierbas del campo y especies finas que doña Hortensia le hacía traer a la negra desde el puerto de Arica. Sobre todo ello, Clemencia derramaba su manjar de mantequilla hirviente y lo freía a fuego lento, hasta que el pan crujiese. Mientras los sesos se le derretían en la boca, doña Hortensia siempre pensaba: “¿y dónde habrá aprendido a cocinar tan soberanamente soberbio esta negra? ¿Habrá servido en una casa de Charcas? ¡Carajo: sesos así, tan deliciosos, sólo los he comido en Lima en la casa del Virrey!”. Y seguía pensando cosas por el estilo mientras paladeaba y miraba a sus niños que crecían felices en la hacienda y, sobre todo, bien alimentados.

Joaquín era el mayor. Era Navajas, el único Navajas, hijo del occiso, que se había desgraciado en un barranco por los lados de Tipuani, cuando fue detrás del oro. Por algún motivo que desconocemos, era el niño que Clemencia más quería, al que le iba contando retazos de su historia cada vez que se ponía nostálgica y recordaba los bosques de Angola donde según ella, en otra vida, había sido princesa, la hija del rey Bembé, que así se llamaba mi padre, Joaquinito, y la reina Suna, que así se llamaba mi madre, Joaquín: nunca te olvides, mi cielo, mi niño querido, pero no se lo cuentes a nadie, hasta que Dios me lleve a sus reinos, jurádmelo Joaquinito y Joaquín se lo juraba con toda solemnidad y fervor, con el mismo fervor con el que se zampaba las mazamorras moradas de la negra que degustaba siempre con tanto placer que Clemencia se halagaba de hacerlo tan dichoso, sabiendo que ella le agregaba más membrillo y más limón al cocido porque al niño así se le gustaba.

Ramona era la niña y don Salvador babeaba por ella como la Ramoncita, una niña bella, rubia, espigada de nueve años, babeaba por la misma mazamorra que deleitaba a su medio hermano y también por los arroces con leche y los buñuelos, los budines y los hojaldres y las tortas de nuez que horneaba la Clemencia –siempre con su toque mágico, siempre con su secreteo que doña Hortensia nunca podía ni descubrir ni hacerle confesar- y que, a la vez, comían con gusto en el desayuno los más pequeños, el resto de los hijos de la señora y don Salvador: Ismael –Ismaelillo-, Pedro Ramiro y Gonzalo, de tan solo tres años.


Era marzo de 1781 en la hacienda de Huaricana, en el corazón de Río Abajo, y esa mañana la mesa deslumbraba con todos esos pequeños manjares anotados –y una tortilla de puerros y una fritura de tripas gordas, crocantes, para quien se quedara con hambre- y mientras don Salvador terminaba de tragarse sus ocho huevos fritos a la mantequilla de ajos de desayuno diarios y Joaquín mostraba a su madre el dibujo de un toro, un toro negro y brioso –“Mira, Salvador, este niño, tiene dotes de artista, cuando crezca lo enviaremos a Madrid para que estudie…”-, la negra Clemencia, en la cocina, mirando hacia las montañas, canturreaba a media voz sus tristezas de África, sus recuerdos de África.

Eso siempre le sucedía a Clemencia cuando la acosaba algún temor, cuando su sangre zahorí se espesaba, cuando su corazón se anticipaba y le clamaba por algo, algo que nunca sabía bien que era, algo que ella pensaba que era el dolor de África, de la ausencia de África, y por eso cantaba las canciones que la reina Suna, su madre, le había enseñado, mientras jugaba con ella en medio de un bosque de caobas y de ébanos.

Sin embargo, esta vez, el clamor era diferente. No temía por ella, no temía por ella solamente, temía sobre todo por Joaquín, por ese niño tan bueno de tan solo once años y que dibujaba de maravillas –a ella misma, la había dibujado- y que le había mostrado todos sus dibujos y ella insistió que se los muestre a su madre, no te avergüences Joaquinito, que alguien debe pintar este mundo para que así nos recuerden cuando ya no estemos, muéstrale Joaquín eso tan lindo que haces a la señora Hortensia y justo esa mañana de marzo de 1781 eso, eso estaba sucediendo…


Martín Lipe, natural de Chanca, que esa misma mañana no había desayunado nada, ni siquiera un puñado de maíz tostado, fue el que arrojó la primera piedra. Luego, se le sumó Gregoria, su esposa, pacajeña, que poseía la misma destreza que Martín para manejar la honda. Luego fue una lluvia de piedras y dos docenas de guerreros los que cayeron sobre la hacienda.

El Alzamiento General de Indios contra la corona española en la Intendencia de La Paz había empezado hacia algunos días, un mes largo, sumándose a las rebeliones de Chayanta, en el norte potosino, y a las del sur peruano. Los Andes habían comenzado a arder pero don Salvador no supo o no quiso angustiarse y huir a La Paz para atrincherarse como le imploraba su capataz, un señor Loayza, que no cesaba de injuriar a “ese maldito y malnacido caudillo Amaru, a esos malvados hijos del demonio de los hermanos Katari y a ese indio de mierda de Julián Apaza”.

“Vámonos don Salvador, vámonos así sea hasta la casa de los Obrajes, pero salgamos de aquí, vámonos de Huaricana, por Dios y por sus hijos don Salvador”, le rogaba el tal Loayza pero don Salvador no lo escuchaba o hacía que no lo escuchaba porque no supo o no quiso irse de allí, de Huaricana, de ese tapiz verde que engalanaba las montañas ocres y bermejas y, desde donde, a lo lejos, se divisaban las nieves eternas y puras de la Montaña Grande, esa que los indios de la hacienda veneraban en secreto y que llamaban Illimani con reverencial respeto.


Un oidor de la Real Audiencia anotó en su diario con tortuosa gramática:


“Día 7 [de marzo de 1781]: dicho, entró el motín al precitado pueblo de Mecapaca donde se dejaron subyugar los indios y no dejaron español ni blanco a vida. Y habiendo encontrado en el camino entre las haciendas de Guaricana y Guayguasi a unas españolas con sus maridos, hijos, negros y criados, con dos cargas de plata sellada, porción de oro, plata labrada, alhajas y homenaje, los pasaron a cuchillo, hasta 19 personas, sin exceptuar los arrieros y les hurtaron todos sus bienes y mulas. Lo que también ejecutaron con otros arrieros que del pueblo de Irupana conducían dos pearas de coca a la ciudad y se habían acampado la noche anterior, poco más abajo del puesto de aquella desgracia, sin que pudiese salvar más que el mayordomo de Guayguasi, don Casimiro Loyola, que dudoso de la sublevación pasó a reconocer aquel suceso y se halló acosado de los indios de la rebelión, que lo aguardaban emboscados en una encañada, hasta que picando la bestia y atropellando a varios pudo salvarse su persona y de paso arrebatar a su mujer e hijos, aunque se le desgració uno, tierno de edad, a quien no tuvo tiempo de conducirlo y lo mataron los alzados que venían por la retaguardia, con sangrientas carnicerías en las haciendas de tránsito y en los inocentes que viajaban o que huían de su furia, pero con la desgracia de ser asaltados”.[1] La venganza de los españoles contra los insurrectos será aún más violenta.[2] Será el principio del fin de casi trescientos años de dominación colonial.


Al principio los confundió con cactus pero los cactus no se movían. Clemencia vio cómo los indios bajaban por las laderas de los cerros que se alargaban hacia el sur. Pensó en gritar pero no lo hizo, siguió cantando para sí las tristezas de África, los recuerdos de África.

Mientras aquellos se acercaban, empezó a sentir un estremecimiento por todo su cuerpo, como si los cantos le retumbaran adentro, empezó a oír otros tambores de guerra, los de aquellos guerreros del rey Bembé que también habían sido vencidos, que también habían sido humillados y supo entonces que lo irremediable ya estaba sucediendo y que nada detendría el dolor de la historia, y la sangre y la sed de justicia.

Supo, a su vez, que eso que no podía ni debía ser detenido, que esos afanes subversivos de los indios, se asemejaban mucho a su propia redención, a la de su propio pueblo, a los árboles que añoraba desde que la secuestraron del África cuando ella era Kianda.[3]

Entonces, ella, Kianda, que no lloró nunca en su cautiverio, empezó a llorar secamente, empezó a llorar unas lágrimas escasas y duras pero tristes, tan tristes que hubieran podido inundar al mundo.

Esas lágrimas, esas lágrimas definitivas, no eran para ella: eran para el niño Joaquín que aún estaba desayunando en la mesa, mostrando complacido a sus padres el dibujo del toro. Luego, no supo más. Una piedra certera le acababa de astillar el rostro.


Pablo Cingolani
Río Abajo, 25 de abril de 2018



[1] Tomado del Diario del alzamiento de indios conjurados contra la ciudad de Nuestra Señora de La Paz, provincia de los Charcas en el Perú, escrito por el oidor Francisco Tadeo Diez de Medina, edición de María Eugenia del Valle de Siles, publicado en La Paz, Bolivia, 1994.

[2] Para ser ecuánimes con la historia, transcribiremos otra entrada del diario referido. “Sábado 27 [de octubre de 1781]. Salió el comandante de La Paz, Río Abajo, con sus gentes a Mallasa cuyas casas incendiaron con muerte de algunos rebeldes y por las cabezadas hacia el pueblo de Achocalla; hizo nuestro General una correría contra un motín de rebeldes que hacían muchas extorsiones y averías en el camino; hurtaron 12 pearas de harinas en él y aún corre que con una parte de los cochabambinos que clandestinamente destilaron del Campamento por hurtar y saquear las casas de dicho pueblo y dar pábulo a su genio adherido al pillaje, a quienes los sorprendieron dispersos entre las casas; y parece que en opinión juiciosa pasaron de 200 y tantos los indios que murieron en dicha correría, huyendo y desbarrancándose muchos por aquellos lugares ásperos de serranías gredosas, torriones, abujeros profundos y conejeras”.

[3] Sirena en lengua bantú.

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1 Comentarios

  1. Magistral, querido Pablo. Y sobrecogedor. Un abrazo enorme.

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