Patios

Claudio Rodríguez Morales

Una escena de la película “Zapato chino” de 1979 me llevó de regreso a los patios de casas antiguas. Los actores Luis Alarcón (dueño de una flota de taxis) y Jaime Vadell (una suerte de represor político civil) inician una discusión que deriva en una pelea ridícula, donde los empujones, las zancadilla y los balbuceos superan los golpes certeros y cualquier posibilidad de nocaut. Lo hacen en un patio grande, desordenado, caótico, lleno de desniveles.

Más que los elementos por sí solos, era su conjunción lo que volvía estos patios tan especiales para el cabro chico que era yo entonces. Un par de autos grandotes Opala, Ford o Chevrolet dados de baja en un garage; herramientas tiradas en espera de una mano que las levantara hacia la vida; una mesa de madera con un torno inutilizado (mi padre decía que era algo muy importante y que algún día tendríamos una igual); ropa tendida en un cordel henchida de agua y aire; un suelo en desnivel con zonas de tierra seca, senderos, una gruta de piedra, maleza con excremento fresco y del otro; jardineras con maceteros improvisados con bacinicas, bidés, tazas de baños, televisores, cocinas, lavadoras y hasta refrigeradores dados de baja; árboles de limones, ciruelas, paltas y granadas para el libre consumo; una acequia de tránsito veloz y llena de vida microscópica; un parrón con uvas resecas al sol; gallinas, patos, gansos y hasta pavos reales en permanente zarandeo y bullicio; un par de gatos y perros coexistiendo en un pacto tácito que se convertía, ante el menor movimiento, en una gresca de proporciones.

La primera casa que habité no tenía patio. Más bien era una pieza con tres separaciones: un “living comedor”, cocina y dormitorio (dentro de este, un baño). En este último había una ventana que daba al patio de la casa de nuestro arrendador. Mi madre acostumbraba a sentarme allí durante las mañanas con tal que me quedara tranquilo (por la tarde, lo hacía frente a la ventana que daba a la calle para que esperara a mi padre regresar de la fábrica). Había ocasiones en que las hijas del arrendador –“las lolas”, las llamaba mi madre- gritaban “con permiso”, me tomaban en brazos, me sacaban de la ventana y me soltaban para que me desplazara torpemente por su patio como un perrito nuevo. De vez en cuando, una de estas “lolas” me volvía a tomar en brazos para besuquearme, acción que lamento no haber disfrutado más a plenitud, pues aún me faltaba un poco de desarrollo para ello. 

Tanto ese patio como muchos otros que visité en mis primeros años traen consigo el gustillo de la aventura, la exploración, las acciones temerarias y el desastre. Sólo o acompañado por un primo o amigo, ponía mis dedos en riesgo hurgando en el torno de la mesa abandonada con la idea de descubrir algún mecanismo secreto. Me asomaba a una letrina cuyo abismo me instaba a lanzar groserías y escupitajos prohibidos dentro de casa. Me detenía frente a una acequia para armar una ola gigante con la mano ahuecada y alterar con ello todo un ecosistema. O me dedicaba a cazar saltamontes, avispas y moscardones para experimentos que podrían cambiar el futuro de la humanidad. Después llegaron tareas más importantes, como ayudar a las hijas del arrendador y a sus amigos a identificar las plantitas con las que confeccionaban sus cigarros artesanales, que disfrutaban tanto como la música de un radiocaset.

En mis escapadas a la comuna de Puente Alto, a medida que avanzo hacia la Cordillera, me voy dado cuenta que aún quedan casas con esta clase de patios. Desconozco que han hecho con ellos por dentro. Imagino que siguen iguales. Grandes, desordenados, caóticos, lleno de desniveles.

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