La caravana (notas)

Pablo Cingolani

En The Songlines, Chatwin anotó que entre las tribus Basseri de los desiertos de Irán, el viaje era el ritual. Retuvo la frase para sí y en la mesa de la despensa donde se habían atiborrado con un banquete inesperado -queso de cabra, higos, pan de la casa, vino de Tarija-, dejó el libro. Alguien más, lo podría leer y empeñarse e ilusionarse igual que él lo había hecho.

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Arena. Arena, cardón y jarilla. Arena y ceniza: maravillas. Arena y más allá, mar de sal. Arena, más acá: la silente majestad del volcán…

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No soplaba el viento, ni hacía el suficiente frío como para ir a acurrucarse a la bolsa de dormir. Atizó el fuego y empezó a escribir en su bitácora:

“En el algún lugar de la puna supongo que catamarqueña.

¿Hay un significado oculto y que se demora y que buscamos y que deseamos y que nos acosa y nos acecha y nos cimbra y nos redobla el empeño por encontrarlo?

Ahora creo que sí, ahora lo siento, ahora sé que verdaderamente lo estoy sintiendo en medio de estas montañas, toda la aridez de los caminos, el cielo y nada más que el cielo siempre arriba y el horizonte que parece no tener fin, que por una vez siento que no tiene fin.

¿Ese hallazgo de los significados tendrá, a su vez, un sentido que lo alienta, lo impulsa, lo despeña, lo hace fluir, estar, estarse, ser, padecer, volver a ser, volver a estar, volver a estarse?

Puede ser, ahora me ronda esa certeza, ahora puedo palparla, puedo tocarla como cuando acaricio a las piedras, ahora siento la anticipación de que puedo recibirla: que la verdad, cualquiera sea, puede serme revelada en medio de toda esta soledad y en medio de tanto silencio, estoy convencido que, algún día, podré escucharla.

Andamos deambulando en busca de esa verdad, de ese sentido, de esa certeza, de la llave que abra las puertas del cielo, del mapa que te conduzca al tesoro o al paraíso o al corazón del desierto o al secreto que guardan las arenas o al lugar exacto y preciso donde el despojo, el abandono, la cesación de ser lo que uno no quería ser, eso suceda y la epifanía te envuelva y tus ojos se abran y tu piel reverdezca y tu corazón vuelva a latir, tan fuerte que…”.

Tan fugaz: en medio de la claridad de la noche, vio los ojos de un puma clavados en los suyos propios. Vio esos ojos y sintió como la energía que desprendían esos ojos se introducía en su cuerpo. Luego vio una silueta que ágilmente se perdió tras unos roquedales. Sonrío para sí. Siguió escribiendo: “tan fuerte que sientas la fuerza de un puma, que sientas la fuerza de los ojos de un puma, latiendo dentro, amparándote, develándote la huella, aferrándote a la vida”. Luego, Alex cerró su cuaderno, se metió en la carpa y se fue a dormir.

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Tres años que andaban raspando la arena y ya ninguno se acordaba bien el motivo por el cual todo había empezado. Se habían cansado de la ciudad, se habían cansado de las heladeras y los televisores, eso lo tenían más o menos claro, pero cuando se aguijoneaban con la pregunta ¿cómo fue que vinimos a parar aquí?, allí empezaban a dudar, alguno se animaba a tirar alguna conjetura, le daban alguna vuelta y luego la olvidaban y seguían en lo suyo: raspaban la arena hasta llegar a otro pueblo.

Cada vez que lo hacían, cada vez que arribaban a un pueblo o cada vez que volvían a arribar al mismo pueblo al cual ya habían arribado semanas o meses atrás, los niños iban y corrían detrás de ellos, corrían alborozados y felices, gritando a cuello partido: “¡Llegaron los peregrinos!”, “¡Llegaron los locos de los peregrinos!”. Así los empezaron a conocer en los pueblos y ellos se dejaron bautizar y hasta agradecieron íntimamente que eso sucediera, incluso Alex, una noche que se había pasado con la ginebra, pintó con aerosol en la popa del acoplado: La Caravana de los Peregrinos les desea a todos un buen viaje.

Tres años raspando la arena, tres años vagando por los desiertos sudamericanos, tres años merodeando, deambulando de aquí para allá, arañando las cuestas, navegando los salares, penetrando en las quebradas, llegando a los pueblos, yéndose de los pueblos, volviendo a llegar, volviéndose a ir: ¿vos te acordás porque venimos? Vos dijiste que íbamos a encontrar unos cactus súper raros que nos iban a volar la cabeza. ¿Y por eso vinimos? Y no sé, andá a saber, tal vez, ¿acaso no estábamos buscando plantas? Después de ese mambazo sideral que nos tiramos en Santa Victoria, ¿Por qué no volvimos? Eran preguntas que ya no los acosaban. Simplemente, todo acontecía, todo les acontecía.

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Una vez retornaron a La Quiaca en busca de ciertas provisiones que no hay en otros lados. Había alboroto en el pueblo: había dos carpas. Una de gitanos y otra de un circo que venía bajando desde Quito. La hechicera, la estudiante de psicología Ana Peña en su otra vida, fue la primera en divisarlas. Enfiló derechamente hacia el campamento de los zíngaros a ver si podía cambalachear algo de ropa y, de paso, aprender algún saber adivinatorio con las damas. Los muchachos la siguieron.

Habían visto a un niño pateando una pelota de cuero y se les antojó, como aluvión, jugar un partido de futbol. Los gitanos contraatacaron: ¿por qué no armamos un campeonato? Fueron en delegación conjunta a hablar con la troupe circense. El trapecista, en su otra vida, había jugado en las inferiores de Chacarita, y le brillaron los ojos mientras armaba el equipo mentalmente: el lanzallamas iría al arco.

Uno de los payasos aseguró que la noche anterior se había emborrachado con un grupo de mineros de Pirquitas: se le encomendó invitarlos a sumarse. Alguien propuso cruzar el límite binacional y también convocar a los bolivianos: eso hicieron y así se plegaron a la cita futbolera un equipo mixto de aduaneros y policías (“Los pacos”), otro de contrabandistas (se anotaron como “Las hormigas”) y, azares del destino, también se agregó a la lista de participantes un “team” de videastas checos (“Los gringos”) que estaban grabando un documental sobre los volcanes de Los Lípez.

Fue un verdadero “mundialito” en la frontera y si le preguntabas a Alex o a Toco o a David quien había ganado el inesperado campeonato puneño, ninguno lo recordaba bien -¿acaso importa ganar?, te decían- aunque te aseguraban que había sido un momento feliz para todos a pesar de ese penal no cobrado por el enano del circo que fungió de árbitro en la final del torneo y que causó un severo despelote aunque todo se arregló con un par extra de botellas de singani Casa Real Etiqueta Negra.

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La historia les resbalaba bastante hasta que se les aparecía.

Un día, en una pampa inmensa y helada, encontraron a un hombre, un hombre solitario que caminaba y caminaba, solo a través de la estepa desierta. Fueron a su encuentro: necesitará agua, un cigarro, una señal, se decían, precisará algo en medio de la nada. Cuando lo abordaron, vieron que estaba enfundado en una bandera: era tricolor, era la boliviana. El hombre sonrió al verlos. Estoy feliz, les dijo, hacía días que no veía personas. Sólo vicuñas y algún zorro. Aceptó unos brindis de vino pero nada más. No se preocupen por mí, afirmó sereno: tengo coca, ella me va a cuidar, ella me va a guiar. ¿A dónde, mi amigo?, le preguntó Alex, desconcertado. Al mar, respondió el boliviano y en sus ojos ellos ya creyeron ver reflejadas sus olas.

Una noche. Una pascana de San Pedro de Atacama. El vino se derramaba. Un canadiense de edad indefinida, desde una mesa próxima, no cesaba de agasajarlos con botellas. Se llamaba Charles. Al día siguiente, Toco les contó astillas de su historia: había nacido en el Yukón y cuando leyó a los beatniks, agarró su mochila y empezó a despeñarse por el continente tras los rastros del yagé que prometía el señor Burroughs y así llegó al Perú donde conoció a un compatriota suya –se llamaba Margaret- con la cual siguió deambulando los Andes y los desiertos de los Andes hasta llegar hasta allí cuando era una aldea perdida, poblada por pastores, mineros y fantasmas.  Luego las vueltas de la vida hicieron que su amiga gestionase su nombramiento como embajador en Níger y Charles partió hacia Niamey con la venia de Pierre, el esposo de Margaret. Una vez instalado en el corazón de África, no pudo resistirse: el Sahara estaba a la vuelta de la esquina de la embajada y el no dudó y cedió a su atracción. Envió a Ottawa un télex de renuncia –“Querida Margaret: discúlpame pero me largo de nuevo a los caminos. Adiós, Charles”- y enfiló hacia al norte con una caravana de camellos. Un pequeño detalle causó inconvenientes políticos a la pareja Trudeau: los fondos para la travesía, Charles los obtuvo vendiendo a la mala y a un traficante de armas además, un Matisse que, vaya a saber cómo, coronaba el comedor de la sede diplomática. Toco se reía a carcajadas,  luego prosiguió: el tipo vagó añares con los tuaregs. Un día, en Adén, se enfermó gravemente. Su hermana Isabelle se encargó de su repatriación. Volvió al Yukón Se enriqueció con el oro. Se dedicó a la poesía: era una especie de Rimbaud al revés. Ahora se dedicaba a gastar su plata y volver sobre sus pasos. Toma, le dijo a Toco, y le extendió un fajo de billetes. Era una fortuna: 1200 dólares que Toco contó delante de todos durante el desayuno atacameño. Decidieron invertir una parte del dinero en la compra de unas camperas de abrigo y unos bastones de montaña para poder cumplir un anhelo: subir hasta la cima del Llullallaico. Buscaron a Charles por todo San Pedro para invitarlo a la expedición pero el canadiense no estaba por ningún lado, se había esfumado.

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“Los pueblos del desierto tienen más posibilidades de ser virtuosos que los pueblos sedentarios porque están más próximos al estado primigenio y están más alejados de todos los malos hábitos que han infectado el corazón de los sedentarios”. Ibn Jaldún en su Historia universal.

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Todos los seres humanos deberían vivir la experiencia del desierto, escribió Alex. Aquí es el desierto, agregó.

Pablo Cingolani
Río Abajo, 16 de mayo de 2018

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