Una vizcacha medita sobre los hombres


Pablo Cingolani
a Dana, 
a sus 13 años
junto a nosotros

Sé que temen a las montañas. O les son indiferentes. O las aborrecen. Quisieran que no estén allí, Van y vienen apurados y atribulados por los cerros subidos a unos artefactos de fierro y caucho que son feos, muy feos, y donde se aferran o se apiñan y así atraviesan estos parajes sin detenerse o, si lo hacen, es para arrojar desechos, más fierro, más caucho, que ensucia y degrada el paisaje, que contamina y envenena la tierra, que nos hiere y nos mortifica y nos va matando de a poco y, seguramente, también a ellos.

Siempre me pregunto por qué lo hacen –porque actúan sin un sentido, sin un propósito aparente o evidente- y no termino de encontrar una respuesta. No los entiendo. No entiendo porque se afanan tanto –parecen siempre ajetreados, parecen siempre preocupados por algo que no sé que es y qué pueda ser- y no se tranquilizan y no acuden hasta aquí a tomar el sol, a recibir su luz, a escuchar el canto de los pájaros o el rumor de los arroyos o, simplemente, a admirar tanta magnífica obra de la naturaleza, la auténtica majestad de estas montañas que son nuestra cuna, nuestro lar, nuestro amparo y que serán nuestra tumba, claro. Mientras ellos, van y vienen, erran sin descanso, parecen cansados de llevarse siempre puestos y de no ceder en ese ir y venir insensato, enloquecido, febril.

¿A dónde irán? Dicen que así como se apiñan y abigarran en esos feos artefactos donde se trasladan, igual lo hacen donde moran. Dicen que viven unos encima de otros en unas construcciones, hechas con fierros también y feas igual que las otras, que se alzan hacia el cielo, como las montañas. No se entiende: si las montañas ya están hechas y son bellas porque se obstinan en elevar sus moradas y vivir allí todos juntos y encerrados.

No todos los hombres son iguales, hay que decirlo. Algunos, los menos, viven en las montañas y las celebran y las ofrendan y celebran al sol que despunta y al sol que reconforta y calienta y lo ofrendan también y ofrendan a las piedras que juntan en montículos y allí realizan sus ceremonias y, por un momento, al verlos, uno siente que son felices, que son auténticos, que son verdaderos. Que esos hombres levantan su mirada hacia las alturas, hacia el sol, hacia el vasto mundo de arriba, y parecen agradecer todo lo dado, lo iluminado, todo lo que se brinda, todo lo que uno puede recibir si se atreve a hacerlo. Espero no equivocarme. Espero que en verdad lo sientan así y dejen a un lado esa pesadumbre, esa ira, esa angustia, esa frustración, que parecen cargar y los agobia y los lacera.

Sucede que son torpes. Se tambalean en sus largas extremidades y tal vez sea por eso que le temen a las montañas: cuando caminan por aquí o son lentos –se concentran para dar cada paso- o parecen ebrios y uno los mira y está seguro de que cualquier rato pueden caerse. No saltan: no saben saltar. No entienden la ley de gravedad. Son necios. Será por eso que no aprecian los riscos, los abismos, las grietas, las peñas, los precipicios. Será por eso que ven a las montañas con hostilidad y que por eso se asustan y no las respetan y no las quieren.

Los menos, los que moran sencillamente y van a pie o acuden a estor reinos de piedra y viento, atesoran o creo que atesoran un fervor por comunicarse con esa piedra y ese viento que los insumisa y los distancia de la tristeza que parecen cargar los otros, los que se apilan y se apiñan y no saben cómo detenerse. Hay que mirar al sol de frente, alzar el rostro a su luz bienhechora y parar, pararse y agasajarse y sentir y brillar y agradecer y así es, así siempre fue: desde que somos lo que somos lo venimos haciendo y nunca nos ha fallado. Si alguno me escuchase, le diría eso: el sol, la luz del sol, todo lo aclara, todo lo inspira.

Tal vez sea ese el desgarro que portan, que perpetúan y heredan por algún motivo que desconozco,  y los vuelve tristes: no darse cuenta que todo lo que está revelado, está dado, y es para compartirlo, es para disfrutarlo, es para alegrarse de que exista y sea y esté allí donde está y se está y estuvo y se estará y no se debe ni contradecirlo ni alterarlo: se debe comprenderlo. Que el sol es sol, que la piedra es piedra, que el viento es viento: ¿es tan difícil aceptarlo? ¿Es tan complicado entenderlo?

Pablo Cingolani
Río Abajo, 14 de julio de 2018

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