Heidi, la niña testimonio

Pablo Cingolani

La niña Heidi tiene 11 años y cursa el sexto grado de la escuela. La niña Heidi es una dulce niña aymara, sus ojos rasgados, su piel morena, escriben su historia y la de su pueblo. La niña Heidi es boliviana y también es mi casera, corrijo: mi caserita o mejor “caseritita”, niña es.

Casera, para los que leen afuera, es algo así como almacenera (o lo que era un almacenero de barrio, pienso en argentino) pero es algo más: entre la casera y uno, entre el vendedor y el comprador, “el caserazgo” por llamarlo así, teje una complicidad, un pacto dentro de lo que, sin dudarlo, es la economía popular.

La casera te rebaja o te fía pero también la casera te cuenta, se hace amiga, uno igual, probate estas berenjenas con queso, casera, decime ¿por qué estás de pena? ¿Acaso estás de chaki (resaca)?, le decía a la Honoria, a mi casera más casera de todas, que tanto la extraño –pero la veo a cada tanto porque es así, porque uno vive de eso: de las personas que quiere y de los lugares que ama y uno no puede abandonarlos, aunque se vaya lejos, porque si uno los exilia de uno, se va marchitando, se va exiliando de uno mismo.

Mi “caseritita”, decía, se llama Heidi. Sí, como la niña suiza de la tele y de las montañas. Es todo un tema eso de que a los niños y niñas –en los Andes o en Tegucigalpa- los bauticen Brian o Lady Gagá o cosas peores. Pero es desde ahí desde donde hay que construir. No desde Marx o menos, no desde afuera sino desde adentro.

Desde ese sentimiento popular que cree que bautizando a los hijos con nombres extranjeros, de alguna manera los protegen, los blindan contra la maldad de los creadores de esos nombres estoy volviendo a leer a Wankar y si no lo leyeron, lean Tawantinsuyu, acaso la mejor radiografía socio-psicológica de lo andino que puede leerse. Es crudo. Es brutal. Es inspirador.

Entonces, mi “caseritita”, la Heidi. Hoy, nos volvimos a encontrar. Yo ya había conocido a su madre y a su padre. Ella se hace cargo de la tienda cuando no están ellos, o sea: casi siempre. Les había dicho a sus padres, algo evidente si la conoces a la Heidi: suma de manera rapidísima y suma en voz alta y de manera inmediata: parece una calculadora parlante. Tienes que verla o entenderme: los niños encierran, desde ahí, desde niños, todo el potencial que pueden desarrollar cuando crezcan, cuando dejen de ser niños.

El problema de nuestras sociedades –capitalistas, claro- es este: castramos y los jodemos a los niños desde el principio. Porque somos sociedades injustas –entonces el niño pobre está condenado a ser un adulto pobre- o porque somos sociedades donde la competencia va descartando –como diría el Papa Francisco- a los menos aptos, a los menos útiles, a los más débiles pero ¿para qué? Para competir, pues. El sistema sólo quiere “vuiners”, el sistema sólo necesita estrellas –el star system-, no “lusers”. El sistema, querido, y vos lo sabes: es una verdadera mierda.

Pienso en Martí, en José Martí, y pienso en toda la belleza que este patriota y poeta nos prodigó sobre Nuestra América y pienso-siento a ese Martí que amaba tanto a los niños y que escribió poemas maravillosos que deberían enseñarse en todas las escuelas de nuestros niños antes de cualquier otra cosa. 1+1=Martí.

Pienso que quebrar, romper, destruir al sistema debería empezar por eso. A los niños, poesía. A los niños, juego. A los niños, toda la esperanza que encierran la poesía y el juego. A los niños: Martí. A los niños: “Hay sol bueno y mar de espuma…”. A los niños, la belleza y el dolor cantado bellamente. A los niños, la sinceridad de los hombres de donde crece la palma o el cactus, a los niños que cultiven flores y buenas intenciones, a los niños, la Niña de Guatemala e Ismael, Ismaelillo[1] y nada más: si hay algún derecho que se merecen los niños es a la bondad, la belleza, la virtud y la esperanza de un mundo que sea sólo de ellos. Los únicos privilegiados son los niños, decía Perón, y en esa sentencia no sólo está sintetizada toda la verdad de una humanidad justa, sino también la metáfora de toda una humanidad mejor que la que conocemos.

Entonces, la Heidi. Hoy le pregunté a la niña aymara-martiana de los poemas que quería ser cuando sea grande y me respondió: doctora. ¿Médica?- le aguijoneó yo (hay doctores y hay doctores). Sí, me dijo la Heidi, yo quiero curar a las personas. Listo: ya lo dijo todo, tiene 11 años, es mi “caseritita”, pero quiere ser doctora para la curar a la gente.

Entonces, pensé: cuando yo llegué a Bolivia el año 87, si le preguntabas a un niño indígena que quería ser cuando sea grande, no sólo no te respondía, huía de mi presencia.

Luego, pasaron los años, años neoliberales, y le volvías a preguntar a un niño indígena que quería ser cuando grande y no sabía que responderte porque –yo lo sé, íntimamente, pero lo sé- es que se estaba evitando una respuesta.

Temía que iba a ser como su padre o como su madre: si el padre era minibusero, iba a ser minibusero, si era minero, igual, si su madre era empleada (sirvienta o trabajadora del hogar, digamos políticamente correcto y me cago en lo políticamente correcto), iba a ser empleada: estaba condenada a reproducir el puto sistema de dominación.

El único sueño del pongo –sigo al amauta, a José María Arguedas- era matar al patrón, era matar al que lo sometía y humillaba, era la guerra, la sangre y la muerte como camino de redención y de liberación.

Era un sueño. Era Fanon. Era Manuel Scorza. Fue Sendero Luminoso cuando fue un sendero luminoso. Fue Cuba, sin dudas. Fueron esos momentos de precipitación y/o de emancipación históricos donde la tortilla se da vuelta, donde el hijo del proletariado no tiene porque seguir siendo un proletario pero no se vuelve, automáticamente, un burgués, un clasemediero, un puto de clase media, un reaccionario, un odiador de los de abajo. Se convierte en una persona libre que elige su destino y lo pelea y se brinda a ese mismo pueblo, a esa misma poética, desde donde nace y surge: esa es la metáfora, la profecía, la buena nueva, de la Heidi.

Ella es un poema vivo de Martí con los ojos rasgados: tiene 11 años y quiere ser doctora para curar a la gente. Cuando los sueños de los humildes construyen un horizonte que no sea inevitablemente la sangre, esos sueños son invencibles. ¿Y saben por qué? Porque no hay nada que se interponga entre ellos y sus sueños. Porque son mayoría. Porque son el pueblo, un pueblo. Y porque cuando un pueblo se decide a tomar las riendas de su destino, nada, nunca, puede detenerlo.

La Heidi, 11 años, aymara, boliviana, mi “caseritita”, es hija de los nuevos tiempos que corren en Bolivia.

Aquí no se trata de confrontar si lo que gobierna es una democracia o es una dictadura.

Aquí de lo que se trata es que la Heidi tenga el futuro que se merece, el futuro que ella sueña para ella misma. Eso es una patria, una patria justa, libre y soberana: donde Heidi, donde todas las Heidis y todos los Braianes pueden saber que tienen un futuro y que ese futuro los hace libres, no condenados a nada.

El proceso iniciado en Bolivia el 2006 abrió las puertas hacia ese horizonte. Sin embargo, no le queda claro al pueblo, al pueblo de la Heidi, de qué va este proceso. Hay desconfianza. Esto es real.

Lo más real aún es que los que gobiernan Bolivia y han encendido la mecha de la ilusión entre los pobres, los humildes, los olvidados, vuelvan a acompañar a ese mismo pueblo, vengan a hablar con la Heidi, bajen del Estado y de la tarima a las masas, vuelvan a caminar con ellas –no con los dirigentes, que no dirigen nada porque hoy tenemos un Estado que es de todos- sino en ese día a día esplendoroso donde la Heidi quiere ser doctora para curar a la gente.

Es la hechura de ustedes que Heidi, que la Heidi, tenga un sueño, tenga ese sueño.

No dejen que la  Heidi, cuando crezca, los condene.

La historia es implacable, imparable e irreversible: también los va a condenar si el sueño de la Heidi no se cumple, si ustedes no lo hacen posible.

Pablo Cingolani
Antaqawa, 4 de febrero de 2019

Imagen: Umakoveja.cl


[1] La dedicatoria del poemario es una de las páginas más brillantes de todo lo que se ha escrito en la historia del mundo. Dice: “Hijo: Espantado de todo me refugio en ti. Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti. Si alguien te dice que estas páginas se parecen a otras páginas, diles que te amo demasiado para profanarte así. Tal como aquí te pinto, tal te han visto mis ojos. Con esos arreos de gala te me has aparecido. Cuando he cesado de verte de una forma, he cesado de pintarte. Esos riachuelos han pasado por mi corazón. ¡Lleguen al tuyo!”. 

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