Hasta siempre

Concha Pelayo

Le pedí al encargado del tanatorio si podía abrir la tapa del ataúd de mi madre para verla por última vez porque yo no estaba con ella en el momento de su muerte. Se había quedado mi hermana a pasar la noche con ella y cuando nos avisaron ya estaba en el tanatorio en su ataúd y con la tapa cerrada. El encargado no tuvo inconveniente y le seguí junto a algunos de mis hermanos y sobrinos. Los otros se quedaron fuera para verla a través de la pared de cristal cuando abrieran la tapa. Mi madre seguía siendo ella, guapa, pálida y serena. Detrás de los párpados, cerrados, quise adivinar un atisbo de sufrimiento, ese sufrimiento que la perseguía en los últimos tiempos porque la calidad de vida que siempre la acompañó se había esfumado. Estaba casi ciega como consecuencia de un mieloma biclonal múltiple. La medicación que requería debía ser contraindicada con la vista porque apenas veía sombras. Estaba en silla de ruedas y apenas podía dar algunos pasos asiéndose muy fuertemente a mi brazo para que no se anquilosara. Pese a tantas limitaciones, mi madre iba sola al baño, salía de la silla sacando, primero un pie, después el otro, pero uno de esos días se cayó y se rompió una cadera. Aquello ya fue su final. Ella quería morirse. De hecho me decía muchas veces que porqué no le daba algo, alguna pastilla para acabar. “Yo ya no haga nada aquí”. “Sólo os doy guerra y no hago más que estorbar”. Su vida era triste nunca quiso estar en una residencia y su estancia allí fue muy en contra de su voluntad aunque ella lo sufría íntimamente. Yo también lo sufrí con ella pues hubiera barajado otras alternativas pero no era yo sola a decidir. Cuando iba a verla, casi a diario, nos alternábamos mi hermana y yo, me decía que me veía un poco, que veía la forma de mi pelo, -tu pelo tan bonito- me lo decía siempre, me decía que todavía me mantenía guapa pese a mi edad. Pero, ¿me ves? Le decía yo. Sí, algo te veo, veo la forma de tu cara, tus labios y veo que estás guapa. Me decía que yo tenía algo muy especial que no tenían mis otras hermanas. No sé si se lo diría también a ellas. Mientras miraba su lívido rostro, bello todavía, percibí esa tristeza detrás de sus párpados caídos, pero noté también cierto alivio pues, por fin, había acabado. Muchas veces habíamos hablado aquellas tardes en la residencia sobre la muerte. Me decía que ella ya notaba que tenía que irse y me lo decía sin ningún dramatismo, aceptando ese tránsito con absoluta normalidad. Yo le decía, parafraseando sus propias palabras, dichas también por mi abuela: “O sea, mamá que este cuerpo pide tierra”. Y ella se reía, nos reíamos, porque hacíamos de la muerte un payaso sin vida, esos payasos a los que se le doblan las piernas a merced de una mano invisible. Así contemplábamos la muerte. Llegó la hora de la misa del funeral y nos trasladamos a la iglesia. Allí tus familiares, tus amigos y conocidos. Parecía que todo se había desarrollado con absoluta normalidad pero todavía nos aguardaban algunas sorpresas. Mi madre iba a ser enterrada en su pueblo, Muelas del Pan, donde tenemos el panteón familiar. Allí está mi padre y mis abuelos. Al parecer han hecho un cementerio nuevo. Ni siquiera sé dónde está. Casualmente, hace un mes, aproximadamente, el cura párroco, un excelente cura, vocacional y coherente, anunció un domingo, en la misa mayor, a sus feligreses lo siguiente: “Esta es la última misa que voy a celebrar porque me he enamorado y me caso en septiembre” . Esta noticia la sé por la prensa, pero como conozco mucho al cura y lo tengo, incluso, de amigo en Facebook, le felicité y le dije que me alegraba mucho y que todo le iría bien. Me dio las gracias pero añadió que lo del casamiento era un invento del periódico. Lo del enamoramiento y la novia no lo desmintió. Todavía no debe haber un nuevo párroco y las misas, vaya usted a saber quién las celebra. Cuando llegamos al cementerio tras recorrer los 20 kilómetros que separan la ciudad del pueblo nos encontramos con que no se podía entrar. Tuvimos que acceder por una puerta lateral que yo ni sabía de su existencia. Nos dijo un vecino que había habido otro entierro y que el cura, el que fuera, ya se había ido. Por tanto, nadie tenía conocimiento de que había un nuevo entierro. El terreno era pedregoso, empinado, lleno de hierbas y piedras sueltas que hacía que tropezáramos fácilmente. Los encargados de llevar el ataúd con mi madre tenían que hacer malabarismos para no caer. Una vez dentro del recinto el abandono era más que notorio. Las hierbas habían crecido casi dos metros, entre las tumbas no había espacio. La familia ya estábamos junto al panteón esperando mientras veíamos el ataúd de mi madre que avanzaba llevado por unos brazos de hombres entre las hierbas que llegaban a la cintura de los hombres. Hubo momentos en que el ataúd corrió gran riesgo de ser arrojado al suelo. Yo, lo confieso, me sentía aturdida, sorprendida, e imaginaba estar presenciando alguna secuencia de película al más puro estilo almodovariano, tarantinesco, o incluso a lo Woody Allen. Demasiado surrealismo para ser verdad. Al fin, el ataúd de mi madre llegó a su destino. Otro percance. La caja era más ancha de lo que era el hueco y no podían introducirla. Fueron unos momentos tensos, dramáticos. Al fin no había más remedio que ladear la caja hasta que pudo introducirse en el hueco. El calor era pesado, los hombres movieron la losa negra de mármol hasta quedar encajada. Mi madre no tuvo cura que dijera un responso por ella. Menos mal que en el hospital, cuando ya estaba muy malita, llamé al sacerdote y le administró la Extremaunción. Ella era creyente y religiosa. Cuando se fueron todos, nos quedamos sus hijos y los más íntimos en silencio. Rezamos también en silencio. Descansa en paz, mamá.

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1 Comentarios

  1. Mi sentido pésame y un fuerte abrazo, querida Concha. Un bello texto de despedida para tu madre.

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