Sal


El aire olía a humedad, a vértigo, a nada. Desde la orilla de arenas, un grupo de indios, sentados en cuclillas, miraban en silencio. Alguno, desde la nave, les hace algún gesto exhausto. Nadie responde a las señales de los fantasmas. La decepción cunde, a pesar de que la marea algo los impulsa: la mañana, cargada de nubes de tormenta, ha vuelto al rio, un inmenso lago gris, pegajoso de temibles dudas, puro misterio inalcanzable.
Después del mediodía, nadie ha comido, la marea crece, se vuelve contra ellos. A lo lejos, ya no ven ni indios ni manatíes: sólo algunas palmeras de escuálido porte, algún cocotero solitario entre manglares donde revolotean zancudas, alguien reconoce a un ibis. Le dice a su compañero, los dos acodados sobre la borda:
—¿Sabes, Mendoza? A estos picudos, los vi en el Egipto…
Mientras el sol comienza a desfallecer y deshilacharse en flecos naranjas, la marea cede, y los elegantes ibis echan a volar en dirección contraria. El marinero sentencia:
—Si los siguiéramos, llegaríamos al África y saldríamos de este infierno…
Al otro, algo le late adentro. Él también conoció esos andares del mundo, trajinó la Barbería de corsario en un barco capitaneado por un malagueño. Se inquieta:
—¿Y dónde queda África?
Luca, se yergue altivo, y señalando el oriente, advierte que suaves olas, largas y lentas, lamen la barca. El agua turbia se ha convertido en verde. Un verde de jades, un verde aguamarina, un verde tan esperanzador que lo hace gritar con todas sus fuerzas:
—Comandante, comandante…. ¡venga usted a ver!
Un hombre pequeño de cuerpo, “mal agestado”, con los ojos tan juntos que daban miedo, que no dormía nunca, cargando siempre sus armas, sus dagas y espada, acudió al llamado.
El sol naufragaba, la niebla se espesaba, un silencio espectral buscaba envolverlos.
—Vasco, ven…. Ven, mira aquí…—El otro aceptó la confianza. Está esperando una revelación, un milagro. Ha peregrinado medio mundo en nombre de Dios, atravesó la selva más grande del orbe, ha matado sin piedad al “francés” de Ursúa, a la “puta” de la Atienza y a todo aquel que osó enfrentarse a él y a su patria líquida, la patria de los marañones, su sueño de libertad que desconocía… Cuando observa el agua verde, agua de jades, por segundos, siente en todo su cuerpo, maltrecho y ajado por el tiempo y los combates, un estupor extraño, siente la epifanía, siente que Dios desarma su ira y que la fe, la fe más ciega –que es la más pura- revitaliza sus manos, su piel, su hígado, cada molécula de su cuerpo se estremece, grita:
—Miguelico, ¡arroja el balde!—y Miguelín de Álava arrojó el balde. Cuando lo recoge del manso oleaje y se lo entrega a Lope de Aguirre, todos los del barco lo están rodeando, todos espectros expectantes, todos con el último ardor contenido. Lope hace un cuenco con su mano y lleva agua a su boca:
—Sal—dice.
Agrega, elevando su mirada al cielo:
—¡Esto es sal, señores! ¡Estamos salvos!—Los gritos de júbilo de la tripulación inundaron el vacío. Habían arribado al Atlántico. Diez meses de ferocidad y de navegación del Amazonas habían terminado.

Pablo Cingolani
Antaqawa, 12 de septiembre de 2019

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