Carta a la señora María que en paz descanse


Por Concha Pelayo

Mi querida señora María. Le juro que no me había vuelto a acordar de usted, ni de su marido, el señor Pablo, ni de su hija Nina que se fue a Holanda, ni de su hija Merce que se fue a Canadá, ni de su hijo Carlos que se fue a Alemania. Lo confieso, no me había vuelto a acordar, pero hoy mismo, mientras regresaba de Madrid con mi amiga de vecindario, Rosa, hemos rescatado de la memoria aquellos años juveniles y, cómo no, ha salido a relucir usted y sus hijos.

Su hija mayor, Nina, trabajaba de dependienta en una tienda de bisutería, de esas donde se venden adornitos, botones, chaquetas y un poco de todo. La tienda tenía por nombre "El capricho". Un día, entró en el establecimiento un despistado holandés que había recalado en nuestra ciudad haciendo turismo y se prendó de Nina. Eso lo supimos después. Una mañana Nina recibió una carta cuya dirección rezaba así: "A la chica de chaqueta roja, de labios rojos, "El Capricho" Zamora. La carta, sin duda, era para nuestra Nina. Ella lo contó a sus padres, a los vecinos, a sus amigas y a todos con los que tenía confianza. En aquellos años, no había otra comunicación que el correo postal y las jovencitas de entonces esperaban al cartero como el agricultor espera la lluvia en tiempo de sequía. 

El holandés debía hablar algo de español pues lo que le decía en aquella carta era, nada menos, que una declaración de amor. Nina, por supuesto, no tardó en corresponderle. No sé cuántas cartas se cruzaron pero un buen día el holandés volvió a Zamora para llevársela. 

Merce, ya había emigrado con su novio gallego a Canadá y volvía de vez en cuándo, muy de vez en cuándo. Y Carlos que también se casó con su novia de toda la vida se fue a Alemania y tampoco se prodigaba mucho por Zamora. Usted, señora María y su marido, se quedaron muy tristes y solos, siempre pendientes del cartero que les traía noticias de tarde en tarde. Siempre suspirando y siempre con las lágrimas a punto de brotar. Sobre todo usted, señora María.

Nina, tras marcharse con el holandés, tardó en volver. Tuvieron tres hijos y usted, señora María, cuando le enviaban fotografías de los niños se volvía loca de alegría. Subía y bajaba las escaleras de la casa sin ascensor para mostrarlas a los vecinos. Y siguieron pasando los años y Nina no venía a España. Su hija era muy feliz, nos decía, vivía a todo lujo, vivía como una "rajada". Siempre nos acordaremos de aquella expresión que tanta gracia nos hacía. Hoy, hemos vuelto a reirnos.

Y pasaron los años. Los hijos de Nina ya eran hombres hechos y derechos, habían terminado sus carreras y, un día, por fin, anunciaron la visita a España. Era verano y hacía un calor insoportable. El vecindario solía bajar a la calle para sentarse en un poyo de piedra para tomar el fresco y conversar unos con otros. Usted, señora María, estaba emocionada porque al día siguiente llegaría Nina con el holandés y sus tres hijos ya hombres. Se le salía el corazón. No iba a dormir aquella noche. Los nervios se lo impedirían. Sus vecinas la acompañaban y disfrutaban de su felicidad. 

Todos se habían ido a la cama esperando el gran día.

Al día siguiente, ya avanzada la mañana, los vecinos con los que tenìan más confianza se acercaron a su casa para ver a Nina, pero nadie respondió. No respondía nadie y los vecinos, decepcionados, desistieron. No pasó mucho tiempo hasta que supieron lo que había ocurrido. Aquella misma noche, al acostarse, antes de meterse en la cama, a usted, señora María le dio un derrame cerebral. Cayó desplomada al suelo y tuvieron que llevarla al hospital. Su marido, el señor Pablo y la tía Laurentina no se separaban de su lado. Cuando llegó Nina, el holandés y sus tres hijos, recibieron la terrible noticia. Desde una ventanita de cristal pudieron ver a la señora María, inconsciente, con el rostro torcido y con el cuerpo inerte. Pasaron unos días y la señora María no reaccionaba. Los holandeses regresaron a Holanda. Al cabo de un tiempo la señora María despertó pero nunca volvió a ser lo que era. Nunca volvió a ver a su Nina porque murió al poco tiempo.

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7 Comentarios

  1. Historias así suceden en todos lados, mi querida Concha. Quien no está expuesto a la separación de sus seres queridos, al abandono, a la espera, a la nostalgia. Has retratado toda una vida, donde lo que más ha existido es precisamente vida: generaciones que nacen, crecen, se casan, se marchan, y siguen dando nuevos frutos, nuevas generaciones, que siguen el mismo sendero hasta una nueva partida. Pero hay robles que se quedan añorando el regreso de sus retoños, el regreso de la sangre diseminada, a fundirse en un nuevo abrazo, otro más, porque nadie está dispuesto a concederle a un abrazo la categoría de ser el último.
    Tu historia me ha acuchillado el corazón, mi querida amiga. La escritura, a veces, como en este caso, viene cargada de emociones contradictorias que nos sacuden con mucha fuerza.

    Un fuertísimo abrazo.

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  2. Conmovedora historia. La vida no de uno sino de muchos en pocas líneas.
    Saludos y mis respetos Sra. Concha Pelayo.

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  3. Una historia que moviliza desde muchos puntos de vista, por sí misma y por la proyección hacia los propios seres queridos. Hace unos días recibí la noticia de que la hermana de una de mis amigas de la vida murió y sentí un profundo dolor por los abrazos que no llegué darle en mi retorno a Buenos Aires. Descarto que exista intencionalidad de abandono cuando la gente que queremos sigue el curso de su vida y ésta los lleva lejos. Las cartas que no llegan o el teléfono que no suena causa cierta angustia pero tampoco hay un malquerer en ello.. simplemente pasa.. La vida pasa, los días pasan..

    Saludos

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  4. Luisa López7/11/11

    Triste historia, al parecer verídica pero si no se parece mucho a lo que nos puede pasar a cualquiera de un momento a otro.
    Saludos

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  5. Bello y triste recuento de las muchas vidas que acarician y desolan a una sola vida. Como Cien años de soledad, o El coronel no tiene quien le escriba. La vida continúa, las estaciones se repiten y las cartas esperadas casi nunca llegan.

    Conmovedor.

    Saludos.

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  6. Anónimo9/11/11

    Me entristeció este post. Porque me obligó a recordar algunos episodios poco agradables de mi niñez. Los momentos en los que veía, impotente, el sufrimiento de mi abuela paterna por el alejamiento de sus dos nietas mayores (mis primas), a las que crió como hijas. Lloraba todos los días sola, sin poder explicarse porqué esas niñas a las que quiso tanto, aparentemente la habían olvidado, luego de crecer y hacer sus vidas. Era tanto su dolor, que el cariño y la presencia de sus otros nietos (mis hermanos y yo), no era suficiente para hacerla feliz un solo día. Trato de recordar un momento en que la viera reírse, pero no aparece ninguno en mi memoria.
    Es así que mis primas me heredaron una abuela triste y adolorida, que partió muy pronto de esta vida, aunque creo que mi abuela había dejado de vivir cuando sus nietas se fueron.

    Está tan bien narrada la historia, Sra. Concha, que no pude evitar conectarme con esas vivencias que relato, que dejaron profunda huella en mí. Por ellas he aprendido que la vida que no está acompañada de los afectos que nos importan no es vida. Que la vida no pasa simplemente, nosotros dejamos que pase, y a veces, hasta que es demasiado tarde.

    Mis saludos Sra. Concha. Es un gusto leerle en este blog.

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  7. Anónimo9/11/11

    Cierto que hace pensar en uno cuando se sabe que otro perdió a un ser querido. Es cierto también que los afectos los construimos con la presencia y un dar constante, por eso pone triste la separación o fragmentación de las familias. Cuesta mantenerse unidos y felices, a veces se da uno en detrimento de lo otro, es parte del azar que rige nuestras existencias.

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