Roberto Burgos Cantor En tiempos de zozobra, apelar a los recuerdos alivia del desencanto. Aparecen corales incontaminados, zonas donde todo valió la pena y quien participó se supo vivo, libre de añoranzas. Como las piedras de ámbar, el ojo del tigre, el colmillo de caimán relleno de hilos y semillas. Al contrario del lamento del bolero, recordar para qué, aquí se recuerda para visitar huellas de la vida, vivencias perfectas que quedaron allí, sin lamentos por incompletas ni ambición de repetirse. Huellas de un rumbo de la vida que nadie guardó, ni les construyó un museo. Están porque si. Ideas como estas, en medio de un presente donde lo efímero se repite como incapacidad, no como renovación, y parece un tiempo atascado por el peso de una conformidad vulgar, me llevaron a apreciar el libro, Si no la cuentas tus hijos la olvidan, de Juan Dager Nieto. Quizá, marcar los senderos de pertenencia ayude a los miembros de una comunidad a reconocerse, a alejarse del vacío que impuls
Memoria del tiempo descarnado: una piedra. Memoria de la insistencia de la vida: un arroyo, el agua en la quebrada. Memoria imposible de narrar: una montaña. Memoria inmóvil que se agita: la arena. Memoria inquieta y que cautiva: la lluvia. Memoria azotada: las ágatas. Memorias que oxidan: las dagas. Memorias ajadas: los mapas. Memorias que anhelas: las huellas. Memoria ferviente: el pan. Memoria que abriga: un trago, una mañana, con unos señores aymaras y Juan Moreno en Río Blanco, camino al Sajama. Memoria sincera: la guerra. Memoria victoriosa: la Gaby, Tarano, Pringles en Chancay. Memoria que vibra: vagar. Memoria serena: los dolores. Memorias del alma, latiendo: los vientos. La nieve, memoria tenaz. Katantika: memoria audaz. Memorias rebeldes. Memorias desdichadas. Agradecidas memorias. Memoria que aun intriga: la mirada de esa serpiente en el cerro Jalla Pacha. Memorias de médanos, de sed, de piel. Memorias celebradas: cada herida, cada vendimia, cada alegría. Memorias que quema