MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ -. Punta Arenas, la ciudad más austral del continente americano, antes de la isla de Tierra de Fuego, es, en otoño, cuando empieza a soplar el viento del estrecho de Magallanes, una ciudad que resulta fantasmal. Allí llevan a los jubilados internacionales, turistas del lujo, a visitar el cementerio, cosa que estos hacen acoquinados –menos una pareja de japoneses que se reía a todo reír de la variada oferta de panteones… tal vez porque su muerte no es la nuestra, a saber–. Es una ciudad de puertas cerradas más que abiertas, de múltiples devociones religiosas, de vida de guarnición, que a pesar de los negocios petroleros y ganaderos, ya fue, aunque los grandes buques del Pacífico sigan amarrando, todo luces en la noche, en su puerto de brumas. Por Punta Arenas ya pasó la furia del sindicalismo libertario, los crímenes impunes dela patronal, las pesquisas de los naturalistas y antropólogos, los alardes del poder omnímodo de los estancieros rastacueros,
Los sueños vienen del mar, las vidas de una semilla. Vieron una planta que no había dejado caer sus semillas ya maduras, las mujeres se acercaron y las cosecharon, no tuvieron que doblar su espalda y recogerlas del suelo, por primera vez, a las semillas. Luego fueron sembradas, la planta ya no era silvestre, inició su domesticación natural. Luego de haber generado por su sobrevivencia y de forma natural, las hojas necesarias, las plantas mutaron naturalmente. La naturaleza siempre vino en ayuda del ser humano. Darwinismo, positivismo, ideologías y ciencias se enfrentaban. Todo por el poder, naturalmente. Las ideas no se sienten realizadas si no ganan el duelo, los hombres también. Con el Covid-19 entramos en una nueva época, el Pandemioceno, el Antropoceno ya se fue, dejamos atrás ruinas y escombros de una magnitud nunca vista antes. Ahora serán los virus en dictar las reglas, los humanos abrieron caminos absurdos, Bacon desesperado, Schiller sin palabras, la sexta extinción declarada.