A medida que mi acercamiento tardío a las canciones vallenatas, al ligero galope de guitarra, al resonar de ahondado diapasón de los acordeones, se convertían en sudor de la vida, sus frases acudían sin llamarlas y semejaban expresión del sentimiento propio.
Las canciones hacían diálogos con la naturaleza, “caño lindo dime qué te ha sucedido”; con la ambición del amor, “doctor Bernard haga usted el favor de cambiarme el corazón por uno que sea más grande”; con la burla social, “un ratero honrado se la llevó”; con la amistad, “un amigo un amigo tengo yo”; con la incomprensión,”vamos a decir poquito y abrirle ramales hasta lo infinito”.
Muertos los viejos sabios y enamorados, intérpretes y compositores, es probable que formas de comunicación nobles nacidas de las arbitrariedades de la imaginación, “lucero espiritual tu eres más alto que el hombre y yo no sé dónde se esconde”; de la voluntariosa fe en la vida, “quiero preguntarle a Dios para yo estar convencido si fue Él quien se lo llevó o son cosas del destino”, formas que embellecieron los días, el amor, las labores, se pierdan sin remedio.
Lo peor de una pérdida así es que se justifica con la pueril explicación de que el mundo y la vida cambian. Nadie se da cuenta de que el desajuste consiste en que no han cambiado, que detrás de las máscaras y aspavientos de la pretendida actualidad bulle un contenido remolino de irrealizaciones. Por eso el hoy que no permitió la realización y el agotamiento del ayer no es nada distinto a los tiempos de desprecio en los que sobreaguamos. “Parece que Dios con el dedo oculto de su misterio señalando viene siempre el camino de la partida”.
Entonces se volverá al gesto áspero, al silencio inexpresivo, a la mirada esquiva, ya no “fijamente y sin enojo”.
Rondaba melancolías de estas cuando el poeta Miguel Iriarte, de las huestes del de Asís, me mostró las canciones de Adolfo Pacheco, en su voz, y acompañado por la música de las gaitas de Juancho Nieves.
A veces el Caribe es una sucesión de esquinas, lugar inobjetable de encuentros. Y tuve que conocer en Santiago de Cuba a Edward Cortés, productor del disco, para poder conseguirlo.
No alcancé a saber el origen de la ocurrencia. Si sabía que Nieves, tan aplicado como inspirado, le metió su ciencia y su arte a las gaitas y ahora se asoman con hermandad en las bandas de jazz.
El resultado es un precioso e imprescindible cancionero bello y novedoso. Pacheco ha logrado que la ilustración, debe ser bachiller del afamado Fernández Baena y profesional de la Universidad de Cartagena, no dañe con los pensamientos lo que viene de la emoción. No quiere decir que uno subordine a otro, sino que son distintos. Y para Nieves el reto fue interesante porque Pacheco tuvo la suerte de contar con Landeros. “Eduardo Lora no ha muerto vive en nuestros corazones”. Pero lo que logra Juancho con sus gaitas, solo digo: escúchenlo, es como si el mochuelo de los Montes de María saliera alegre a festejar el informe de Gonzalo Sánchez sobre la verdad desenterrada.
1 Comentarios
Una afortunada confluencia de historias de vida, de ritmos, instrumentos y sincretismos culturales.
ResponderEliminarProcuraremos escuchar a Juancho y Adolfo, estimado Roberto.
Buen artículo
Saludos cordiales