MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ -.
La época en la que Céline escribió y publicó Guiñol's Band es una época turbia y confusa por encima de todas las de su vida. Es la época de la ocupación y de las deportaciones, del colaboracionismo y del mercado negro, de la resistencia y de la delación, del ánimo de justicia parejo al de venganza, de los amos del día camino de ser los vencidos del mañana. Es la época de su encuentro con Jünger, en casa de Paul Morand –los dos escritores se detestaron de inmediato–, y es la de las amenazas de muerte –«on pense à moi dans les ténèbres», escribirá... Roger Vailland, su vecino, se defenderá de haber proyectado matarlo–, de los falsos documentos de identidad y del permiso de armas, de los delirios de la huida, del inminente y anunciado apocalipsis hacia el que Céline va con los ojos bien abiertos, pero con los forros de la ropa rellenos de guita, luises, moneda contante. El apocalipsis tanto tiempo anunciado, porque Céline se pasó la vida anunciando el apocalipsis, la hecatombe, la gran nada, no otra cosa. La época de Guignol's Band es en la que parece no haber tiempo más que para huir, para ponerse a salvo; pero todavía hay tiempo para chalanear con Denoël, su editor, el contrato de ese guiñol, para escribir incendiarias cartas al director en el periódico fascista Je suis partout, para merodear por Montmartre, para seguir una palabra detrás de otra en el empeño de no dejarse nada en el tintero, ningún rincón de la memoria sin revisitar, sin reinventar, nada.
El fondo autobiográfico, el material-memoria, de Guignol's band
son las estancias londinensas de Céline, ese Londres recordado y
reinventado desde que su familia le envía adolescente a estudiar inglés
para que pudiera convertirse en un buen hombre de comercio –ese fondo
miserable, torpón, del petit boutiquier, que Céline llevaba
dentro y que aflora por todas partes en su obra en forma de mezquindades
de carcajada-, y sobre todo el de su trabajo en la embajada francesa
durante la primera guerra, antes de que fuera licenciado del todo,
inválido condecorado. Esa es la época revisitada veinticinco años
después, la de la vida a grandes tragos, de las andadas en los bajos
fondos de Londres, cuando él mismo teje la leyenda de haber conocido a
Mata Hari en algún antro de los que visitaron Kessel o Mac Orlan, en
compañía de un profesional del hampa, Joseph Garcin.

Todavía
este Céline, este mitómano que inventa su propia biografía página a
página, es el Céline legible, identificable -el esfuerzo de Carlos
Manzano su traductor es colosal–, todavía podemos seguir las andadas del
que se tira de cabeza en el dominio de la noche y ahí se pierde para
regresar trayendo de la mano un cortejo de personajes cuando menos
insólitos, delirantes, grotescos, pura barraca de feria.
Y
eso que a la vista de estas apretadas, avasalladoras seiscientas
cuarenta páginas en ebullición, no puedes menos que preguntarte «¿Pero
quién demonios lee a Celine?». No tengo la menor idea. Es para mí todo
un misterio. Debe ser cosa de iniciados, de tenida de furiosos (tirando a
domésticos). Lo mejor son los lugares comunes, el escritor fascista,
antisemita brutal y minucioso (una de sus fobias llevada al delirio),
eso sí, el magnífico prosista, qué prosa, eh, qué prosa: colgajos de
calidad para excusarse de arrimarse a su prosa. Inimitable, además. La
furia, su furia, su verbo, no se improvisa, no se copia. Para quedarse
sin resuello no hay más que leer en voz alta alguna de estas escenas. No
se parece a nada que recordemos. A nada.

Ahí
también, ahí, la magia de la literatura, su poder, un Céline que logra
transformar la mugre, la codicia, la ambición desmedida, el rencor, el
orgullo bobalicón, los delirios del que no bebe, que esa sí que es
buena, en oro puro literario, en esa prosa entrecortada y asfixiada del
fuera de sí, en ese borbotón prodigioso de lenguaje, en esas imágenes
inesperadas del verdadero visionario, el que como Elías se va con ellas,
en ellas se pierde y le lector con él.
La primera de Guiñol's band
este libro, terminado de imprimir en marzo de 1944, va ornada con una
imponente fotografía (h. t.) de un mascarón de proa femenino, motivo
curioso si pensamos que es un símbolo o un emblema de una enorme belleza
(VD. Chesterton en «Un dickensiano»»), que sugiere todo lo que no hay, o
no parece haber, en la obra de Céline, el viento del largo (valga el
galicismo forzado), el de Baudelaire cuando escribe el fuir-fuir la bas,
sobre todo para quien afirmó reiteradamente que en esta vida todo es
feo, sucio, todo está irremediablemente degradado, no hay nadie, no hay
nada que valga la pena. Sólo hay que vivir para contarlo y jugarse la
vida en el empeño. Y perderla, y perderla.
NOTA:
salvo la del mascarón de la primera edición francesa y la de sus amigos
de Montmartre, las otras dos fotografías corresponden a su época de
Meudon, tras su regreso del exilio danés.
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