Plaza Once

PABLO CINGOLANI -.

Monumento Bernardino Rivadavia,
Plaza Miserere, Buenos Aires.
Domingo, fin de la tarde, una ráfaga de viento que viene desde la Antártida sacude huesos y almas entre los pocos que se atreven a merodear una plaza vacía, inmensa y vacía, corazón desolado de una urbe –Buenos Aires- que la cerca y la acosa con sus memorias.

En la esquina sudeste, naufraga el bar La Perla, cuna mítica del rock argentino, como reza, sin muchas ganas, un cartel colocado encima de su entrada. En el baño del local, cincuenta años atrás, Tanguito componía sus tangos feroces y sus amores de primavera, antes que lo atraparan la muerte, la policía y la leyenda.

En una diagonal imposible, hacia el sudoeste, trepidaba el trágico boliche Cromañón, donde ardieron doscientos pibes que habían acudido a terapia para escaparse de los tentáculos del monstruo citadino, y bailar y saltar y lanzar petardos mientras tocaba su grupo de rock favorito. Doce años atrás, terminaron asfixiados, pisoteados, chamuscados, asesinados por esa nausea inexplicable que anida en las ciudades y que, cada tanto, mata, mata sin asco, mata a mansalva.

En la esquina noreste de la plaza Miserere, el nombre antiguo de este lugar no lugar tan porteño, se ubica una institución emblemática de los nuevos tiempos: el consulado boliviano.

Locación estratégica, cabecera de las rutas al oeste –en la colonia, por ahí pasaba el camino al Alto Perú-, la Plaza Once es un epicentro de esa presencia humana que, multitudinaria y diversa, ya forma parte del nuevo paisaje urbano de esa ciudad que, según Borges, era una especie de pequeña Europa en el exilio. Ya no lo es. 

Bajo las recovas del antiguo mercado Lezica, frente a la vereda oriental de la plaza, un pelotón de africanos, llegados desde Senegal o la Guinea, van levantando sus mesas y sombrillas de venta y metiendo en mochilas o cajas lo que ofrecen a los que transitan: relojes, cinturones, cucharas, collares, CDs -de cumbia o de ópera-, telas de la India, muñecos chinos, nada.

En el centro de la plaza, se alza el mausoleo a Rivadavia. Es una construcción horrorosa que honra a un ser idéntico, que tuvo a bien, o a mal sería más correcto, haber sido el primer presidente argentino, tras culminar la primera de nuestras guerras civiles del siglo XIX.

La obra, hecha en piedra granítica, es de dimensiones desmesuradas, y carece de atractivos, y casi nadie sabe que la mole está ahí para recordar al Señor de los Cuadernos. En otras épocas, el adefesio asistió a diferentes dramas, como la muerte o el secuestro de militantes políticos. Hoy, sirve de resguardo a las putas.

Son las monarcas sin cetro de la plaza desierta. Son todas negras, negrísimas, como los africanos, pero ellas vienen de más cerca: del Ecuador, la República Dominicana, Panamá, o de Trinidad y Tobago. Todas tienen nombres de fantasía –Lali, Lena o Lara- y se mueren de frío, igual que yo, cada vez que el viento del sur recrudece.

Que putas de ébano hayan copado el monumento a Rivadavia, a don Bernardino Rivadavia –la avenida más importante de la ciudad y que flanquea la plaza Once por el sur también se llama así-, y lo hayan vuelto su parada, es una dulce venganza de la historia.

Rivadavia odiaba a todo el mundo, salvo a los blancos, especialmente si eran ingleses. Odiaba a los indios, odiaba a los gauchos, odiaba a los tarijeños, pero especialmente odiaba a los negros. Rivadavia, nunca lo reconoció, pero la historia también lo supo: era mulato.

Pablo Cingolani
Buenos Aires, 28 de septiembre de 2016

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