Api / Madrid-Cochabamba

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Sin parar, radio y televisor envían información sobre Gaza y Donetsk. Muertos y muertos en el fin del mundo. Víctimas sacrificiales en la pira del poder.

Me he sentado con un café en la mano. Escribo con un solo dedo en el ordenador y me doy cuenta de que estoy perdiendo la vista. El índice tiene un ojo que busca las letras, sabe dónde están, pero si esta mirada se nubla, la cosa cambia. Los errores en la página hablan de que hoy en mi vida hay más pasado que presente, y caben preguntas acerca de cuánto futuro.

El televisor suena a explosión. A Shklovski le gustaba escuchar las bombas rodando en las callejas de piedra de Ucrania. Pero este sonido no es música, por más abstracción que haga. Hace calor. La tarde está despejada. Se oyen niños chapoteando en la piscina. Pasa una mujer rubia, con un mínimo traje de baño negro. Piel blanca debajo de tela oscura, delicias del contraste.

Contraste. Tres cuartos de un alargado vaso de vidrio barato están llenos de api morado. Humea. Contra todo pronóstico, el vidrio resiste el calor. Importa que la bebida se vea, sobre todo cuando la casera echa un chorro de api blanco en el otro. Se forman meandros, volutas de humo, fumar es un placer genial, sensual, fumando espero a la que tanto quiero. El api se sosiega. Basta un mínimo de enfriamiento para que adquiera placidez de lava muerta.

Lo acerco a los labios. Bebo.

Al lado, es de noche, siete u ocho de la noche en Cochabamba, la mole del convento de carmelitas descalzas le pone fondo goyesco al panorama. Una escena de principios del siglo XIX, imaginándome los fusilados del dos de mayo ahora que truena la guerra en la pantalla de la habitación donde duerme Ligia. Algunos mendigos adormilados, recostándose en el portón de la iglesia, con clavos de quince centímetros. Las caseras conversando entre ellas, riendo, ofreciendo y cobrando. En una penumbra casi tétrica por la mole religiosa y el edificio republicano del colegio Bolivia, liceo de señoritas, enfrente.

Ecuador esquina Baptista, cuarenta años atrás.

Bicicletas obreras pasan con atados de ropa y herramientas en la parrilla. Hoces para los jardineros, y talegos para las ramas y el pasto. Un azadón que sobresale de una arpillera. Gente que saca tepes de las orillas muertas del Rocha, para venderlos a los patios de los ricos, de la mínima clase media que boquea como pejerrey en mesa antes del cuchillo.

En las mañanas, las empleadas de las monjas venden deliciosa tostada, refresco de maíz que huele a pies y que sabe a gloria. O agua de la vida, dicen que con extracto de pétalos que las encerradas cultivan en su jardín, donde el único hombre que entra es el sol, y la única razón de vivir, fuera de Cristo redentor, está en pecar.

Las vendedoras de api tienen rastros en las baldosas del piso, en la pared de roca labrada. Oscuridades que hablan de cuerpos apoyados y sudados, día tras día, noche tras noche. Vasos sucios, trapos mugrientos, salivas, mocos que se limpian en la pared, meos de borracho cuando las últimas luces del api se han extinguido y quedan perros hambrientos y sedientos hombres.

Once años tenía yo. Y ya era rutinario, tanto como para desde la Santiváñez subir por la plaza principal hasta la Baptista, dos cuadras y detenerme al ritual del api diario, lunes a viernes, gracias al ahorro de no tomar taxis quinienteros y volver a casa a pie luego de las clases de francés. Ici, la Place D’Italie.

Quien diría que veinte años después no dejaría de ordenar apis mezclados; a veces rojo puro, o blanco puro, en los intervalos del coito a la intemperie, de los voyeurs de la calle Ecuador, de los valiums tragados y el sexo oral sabor a champaña Valdivieso. ¿Mezclado, patrón? Rojo, patrona.

El cuerpo de Francine parecía un fantasma en la oscuridad. Tenía que tocarlo para no asustarme y creer que vivía en pesadilla. Decía la gente que sus ojos eran como soles y hasta ahora no he visto soles azules. Aunque sí, hace un día, en las explosiones de la franja de Gaza cuando el sol se juntó con humos y la muerte gritaba con la vehemencia del caballo de Guernica. El árbol vasco arde. Arde el árbol palestino, el judío. A mis once años tomaba api y leía a Gogol. Tomaba api con Gogol en las rodillas. Api carmesí color de sangre, api blanco color de piernas de Francine. Sus pezones rosa lucían como decoración navideña de un chopo derribado. Sonreía, y el champaña chorreaba del balcón de la Ecuador y se escurría a través de Cochabamba cada vez mayor. Primero por la avenida San Martín, luego por la Bolívar, bajando la Nataniel Aguirre, desviándose en San Sebastián donde lo veían pasar los presos. Hasta que se hundía en la Serpiente Negra, la cloaca del culo universal, al sur, con fauces de dientes cariados y aliento a chicha.

Las piernas de Francine colgaban del balcón. Magritte las pintaba desde la casa de enfrente. Detrás de su vulva oscura y sigilosa, ponía un vaso de humeante bebida andina, llena de recovecos y cincunloquios.


Api.

Api y pasteles. Api y buñuelos.


Empanadas y api. Cochabamba que se esmera en las delicias de la carne, picantes a veces como en llauchas paceñas, o dulces en las figurillas de almendra que vendían las clarisas, encerradas también, no tanto como las carmelitas, y con zapatos, no descalzas como sus compañeras ni como los pobres.

Francine despertaba y quería ir al mercado. Desayuno de api y pasteles espolvoreados con azúcar impalpable. Resaltaba su piel entre la indiada, entre nosotros que nacimos cobrizos, marrones, rojizos, de carne tersa y brillosa acotaba la inglesa, de carne no trémula sino sólida, casi de caballo de carga o de galgo corredor.

Siempre íbamos los domingos, cuando el amanecer desnuda las falencias del sueño, las minucias del vicio y las desgracias del amor. En mesas largas, comunes, donde la “gringuita” era atendida de manera tan suave y gentil a diferencia del desdén con que nos servían, indios de mierda, borrachos, perdidos.

La memoria semeja también un viaje al fin del mundo, a veces pesado y atroz como las guerras que se desarrollan tan lejos y que retumban este sábado desde muy temprano hasta ahora en que el café se ha terminado y casi ciego busco por unos anteojos para saber si lo que escribí sirve o lo uso de servilleta.

Mucho hay que recordar y grabar para que no se pierda, una suerte de archivo personal. Rescatar pasos que llevaban a sitios donde se cultiva el recuerdo. Por lo general, para eternizarlos, se necesita aromas, sabores. El api en particular rememora la lengua francesa, los literatos rusos y las delicias inglesas, junto a particularidades de la mixturada raza que me escogió y la peor aún mestiza confusión de las culturas. Para bien o para mal, depende con qué ángulo se mire, con fish eye o con gran angular. No solo ajustar el obturador; pensarlo antes.

Magritte retrataba sus muslos, corría el pincel por los largos pies sajones y estremecía la paleta cuando llegaba a la entrepierna, donde un tumulto de ébano se enroscaba alrededor de alguna tiniebla carmesí, color de api.

19/07/14

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Publicado en MADRID-COCHABAMBA, CARTOGRAFÍA DEL DESASTRE, Editorial 3600 (Bolivia), 2015; Lupercalia (España), 2016
Extraído del blog del autor, Le Coq En Fer (28/7/2017)

Imágenes:
René Magritte
Api con buñuelos

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