Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Shiva baila en bronce negro, encima del tocadiscos, sobre la destrucción de los mundos. Lo miran dos marionetas balinesas, ajenas al poder del destructor. Dibujo, escribo, Tatiana contesta al significado de la palabra “amor” como de suprema importancia. Te lo diré en tu boca, zumba. Oksana se ha callado. Juró fidelidad que le duró un día y desapareció. Los túmulos de Piñami están llenos de mujeres muertas, de cráneos sonrientes. Truena y llueve. Encima de una ruina que fuera cocina se moja un cráneo de mujer. Corro, lo embolso y lo tiro. Sonreía. Han pasado cuarenta años y sonríe. ¿Quién eres?, le pregunto. Soy ella, responde, Eva, la muerte y la resurrección.
Leo a Muzam, Jorge Muzam, y su tristeza pesa más que su montaña. Lo cierro, entorno la puerta y lo dejo doblado en su mesa. La pena tiene belleza, no hay duda, y la mortificación aún más. Escribe mientras pasa el rastrillo por los vellos púbicos de la enterrada. Siembra en ellos maíz casado con frijol. Que para algo sirvan las mujeres, parece afirmar, ya que se llevaron hasta las nubes, que nos dejaron sin lluvia y sin lluvia ni lágrimas hay. Ya no me quedan. Ni las venden. Se agotaron. Les subieron el precio. Cuestan más que la gasolina.
Tres torres gemelas de libros inclinan la mesa de cerámica. Cronistas y poetas; faroleros y empedernidos. Son las siete del domingo y quiero que mueran las restantes horas. Me acurruco en el seno de la vida, apoyo la espalda en el árbol, y cuento las canicas en el bolsillo, las que le robé a mi hermano porque nunca gané un desafío.
02/09/18
_____
Publicado originalmente en el blog del autor, Le Coq En Fer, (2/9/2018)
Imagen: František Vobecký. Photomontage. 1935
0 Comentarios