Cuento de Dino Buzzati
Traducción de Guillermo Ruiz Plaza
Vine desde muy lejos, oh príncipe, para decirte algo. Hace ya muchos años que llegué a tu ciudad y aquí me he establecido. Nada más verme comprendiste que no podía decirte enseguida lo que era mi deber informarte; el viaje fue tan largo que, al final, lo había olvidado.
Tal vez todas las noches, durante la primera parte del viaje, antes de quedarme dormido, en mi fuero interno repetía las informaciones que debía transmitirte; y así fue como me convencí de que las sabía y consideré que, aunque me lo propusiera, ya no podría olvidarlas nunca. Estaba demasiado seguro de mí mismo; tanto, que al final perdí la buena costumbre de repasar mi lección; no me di cuenta de que la niebla del tiempo se abría paso en mi interior: el día que al fin llegué hasta ti, ya no recordaba nada.
Así pues, sucedió que al abrir la boca para decir la primera palabra, esta no quiso salir y me quedé mudo. Entonces me miraste con una sonrisa paciente. No te sorprendía en lo más mínimo. Miles de hombres como yo, venidos de los reinos más remotos, entraron en esta ciudad para hablarte; a todos les ocurre lo mismo: en el curso del viaje demasiado largo, olvidan el mensaje, que no volverá a su memoria sino muchos años después. Sabiéndolo, les hacías una señal discreta para que fueran a descansar. En efecto, una vez pasada la fatiga del viaje, algunos recuperan la memoria, y su pena no ha sido inútil; otros, en cambio, aunque la solicitan, no logran despertarla y se quedan aquí mirando cómo pasa el tiempo, con la esperanza de recobrar algo ya sin duda inalcanzable. Pero no los riñes ni los amenazas, no das golpecitos impacientes con el pie; los miras y sonríes, dándoles a entender que eres magnánimo.
Hay otros incluso que fingen traer grandes noticias, anunciando que se trata de un asunto de vida o muerte; a la vez, pretenden haberlas olvidado; necesitarán mucho tiempo para recuperarlas del fondo de su memoria. Fingen, pues en realidad no tienen nada que decirte salvo las tonterías de siempre.
Yo puedo asegurarte que no formo parte de ese grupo; yo sé que he venido hasta aquí para comunicarte informaciones que te resultarán preciosas. Noticias de la más alta importancia; las he traído conmigo, pero ¿por qué no logro recordarlas?
Sí, hace un tiempo, el velo que las cubría se levantó un poco y pude recordar el principio. Corrí entonces a tu palacio, temeroso de que se me escaparan de nuevo, ¿te acuerdas? Con voz ansiosa, empecé:
“Voy a contarte de inmediato noticias secretas, que ignoras; yo mismo las he formulado antes; por el momento no te has enterado de nada, así que no podrás decirme: Por supuesto, lo sabía. No han llegado a tus oídos ni a tu conocimiento, ni siquiera has escuchado rumores al respecto. Son las primeras y las últimas. Mi boca, semejante a una flecha afilada, va a pronunciarlas y, estupefacto, inclinarás la cabeza hacia delante con lágrimas de bendición. Fue en…” Pero, llegado a este punto, todo se volvió confuso en mi mente y no pude continuar.
A medida que yo hablaba, me escuchabas sonriente, hacías señas de aprobación con la mano, pero tu rostro aún no se iluminaba con la luz que yo había esperado…
Y esto se debía a que mis palabras, hermosas y llenas de promesas, no representaban sino una ínfima parte de lo que yo debía decirte, tan solo la introducción, el preámbulo, una fracción ridícula comparada con el resto, todavía prisionero en mi interior. Quedaba por decir lo más importante y el día que lo escuches, oh príncipe, se alegrarán el cielo y la tierra.
Pero el tiempo pasa y no logro recuperar las palabras que faltan. Los hombres que llegaron al mismo tiempo que yo cumplieron ya con su deber, fuera este vital o insignificante. Solamente yo me retraso y agoto mis fuerzas tratando de alumbrar lo que aguarda aún en lo más hondo. Hay días en que me parece entreverlo, tiendo las manos para aferrarlo, pero siempre se me escapa.
Pero el tiempo pasa y deambulo por las calles de tu ciudad, expectante. A menudo me niego a buscar; tal vez sea mejor no obstinarme, insistir no puede sino empeorar las cosas. Tal vez todo lo que tengo que decir volverá a mí solo, de improviso, en el momento menos esperado.
Pero el tiempo vuela y tu paciencia, oh príncipe, no puede ser eterna. Tarde o temprano te verás obligado a convocarme y a ordenar que regrese. Los peregrinos que llegaron hasta aquí, hayan realizado o no sus anuncios respectivos, deben volver sobre sus pasos. ¿Es tu voluntad o la de aquel que reina en el país remoto? ¿Eres tú quien decide expulsarlos o no haces sino complacer a tu amigo de la realeza? Lo ignoramos. Y no comprendemos tampoco por qué a un mensajero, que te ha transmitido su aviso con diligencia, le ordenas que vuelva enseguida cuando a otro, que te ha hecho esperar sin rendirte tributo, pareces olvidarlo, tolerando que viva durante años, sin que nadie lo moleste, una vida apacible.
Mirad a mi madre. Desde el día en que llegué aquí creyó en mí con la confianza más ciega que pueda concebirse, me observaba con una mirada ardiente como si yo fuera portador de un milagro. Desde hace cierto tiempo, parece haberla invadido la duda y, aunque no me diga nada al respecto ni me haga preguntas ni insista, veo lástima en sus ojos, que me siguen en silencio por toda la casa. Incluso, en mitad de la noche, entreabre mi puerta y se queda allí, mirándome en la oscuridad, acechando mi sueño por si acaso pronunciara palabras incoherentes que dieran la clave de lo que he olvidado.
¡Y los amigos! Tampoco ellos confían en mí, ya no. Y si me tratan con más indulgencia es porque ya no asoma en sus rostros ese acecho envidioso y sombrío que antes me halagaba. Otros, que no son mis amigos, me observan con ironía, como diciéndose: Helo ahí, había prometido el cielo y la tierra, pero en realidad es perfectamente incapaz de cumplir su palabra.
Pero hay algo más triste todavía, y es que yo también empiezo a dudar. Desde hace unos días, al considerar el tiempo infinito que ha transcurrido sin resultado, no puedo evitar preguntarme: ¿Estás seguro de no haberte equivocado? ¿Estás seguro de tener en ti esa grandeza? ¿No has dado ya lo poco que llevabas dentro?
Tal como los otros, el día de hoy ha pasado en vano. Nada ha subido hasta mi corazón, ni siquiera un eco impreciso. Atardece ya y pronto caerá la noche, otra noche que será ceniza. Al entrar en esta sala, llegó hasta mí una música de días lejanos y fue como si quisiera hacer brotar todo el resto, es decir, la estación, la luz de la tarde, las ilusiones que había suscitado (pues era la época en que aún estaba permitido anhelar, teníamos toda la vida por delante, desconocida y misteriosa, abierta a los sueños más descabellados). Entonces, por un instante, me sentí tan cerca del acto, del hondo pensamiento que habría iluminado tu rostro de alegría, oh príncipe.
Pero no fue más que un momento fugitivo. Enseguida esas imágenes desaparecieron y volví a encontrarme tan vacío como antes. Ahora aguzo el oído pues, a cada paso que se acerca, temo que sea un guardia del príncipe que me busca para ordenar mi partida… Uno tras otro, aquellos que tenían fe en mí me han abandonado: me he quedado solo y soy el único que todavía cree; y ya no es suficiente. Se oyen pisadas cada vez más cerca, adentrándose en el pasillo, ahora están a menos de tres metros de aquí, aguardo el golpeteo en la puerta. Nada. Las pisadas pasan de largo y se alejan, solo Dios sabe quién era. Pero tengo miedo, vivo en alerta y no puedo dormir. Hasta el amanecer, irregulares y sospechosas, esas pisadas pueblan la casa.
He aquí que el hombre que ha recorrido ya un buen trecho del camino se da cuenta de que no ha conseguido lo que esperaba realizar y de que siempre deja todo para mañana, cuando sus fuerzas disminuyen cada día; y sin embargo, aún mira hacia el futuro como si todo quedara por hacer; el último plazo se acerca y él comprende que ya no le queda mucha libertad de acción y que no podrá lograrlo a tiempo: pero bromea, se engaña a sí mismo, hace todo por prolongar un poco más la juventud excesiva; ¡lo mismo de siempre!
Con todo, créanlo o no, la tengo acá, encerrada en el pecho, esa grandeza que traje desde tan lejos. Palpita y cada día que pasa parece cargarse de no sé qué gravedad, de no sé qué hondura. Siento cómo se agita en mí, cómo sube hasta aflorar en mi garganta: y yo contengo la respiración, anhelante, tal vez sea la ocasión propicia. Pero una pisada, una triste pisada, resuena allí abajo en la calle, acercándose, y despierta el miedo. Y me invade la angustia, que no cesará hasta el amanecer.
Si tan solo fuera capaz de marcharme lleno de desprecio por vosotros, que no supisteis esperarme; lleno de desprecio por ti también, oh príncipe, que tal vez te ríes de mí en tu fuero interno. Si pudiera marcharme llevándome, intactas, las cosas que no he sabido deciros. Pero soy un cobarde y te suplico; príncipe, príncipe, espera todavía un poco, no me mandes a tus guardias, dentro de un año o dos o un poquito más te daré lo que te debo. Pero sigues sonriendo solamente con los labios, pensando en cosas que ignoro. Cada día recibes miles de súplicas como la mía, patéticas; cada quien tiene un buen pretexto para pedirte un poco más de tiempo, no te alcanzaría la vida para escucharlas todas, aunque no hicieras otra cosa del alba al anochecer.
Yo sé, pues, cómo va a suceder todo. Un día, próximo o lejano, lo ignoro, pero siempre demasiado pronto, el hombre portador de tu orden vendrá a casa. Temblando, me veré obligado a encaminar mis pasos hacia la puerta. Y entonces, solo entonces, se me aparecerá lo que busco desde hace tantos años. Se desgarrará el velo en mí y, una tras otra, las palabras decisivas volverán a mi memoria en todo su esplendor. Pero ya no tendré tiempo, no podré quedarme ni un minuto más. Veré cómo se encogen las blancas columnas de tu palacio solitario bajo el sol, y te veré a ti, de pie en la última galería, mirando el mundo. Me volveré, gritaré con todas mis fuerzas las palabras tardías, sumergidas durante demasiado tiempo en mi cuerpo. No las oirás. Solo por un instante, como si hubieras oído algo (¿pero sería posible con una distancia tan grande?), girarás la cabeza hacia mí, escrutando el espacio. Pero no verás sino los tejados de la ciudad y la muchedumbre hormigueante hasta perderse de vista. Solo por un instante. De inmediato tu rostro desaparecerá de la galería, que quedará vacía. Y cuando pase la última muralla, tú y los hombres de la ciudad ya habréis olvidado mi nombre.
“Ho dimenticato”, incluido en Paura alla Scala, Mondadori, 1949
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