Guillermo Ruiz Plaza
Cuando regreso a Bolivia siento que nunca me fui. No es
que sienta como si no me hubiera ido: siento –y de alguna manera sé– que nunca
me fui. De golpe todos los años vividos en el Mediodía francés aparecen como una
niebla y, en cuestión de segundos, se esfuma la mitad de mi vida. Esto sucede ni
bien piso las calles de mi niñez y me deslumbra la visión de los cerros color sangre
que cercan La Paz.
Al despertar, nos invade la realidad y la multitud del
pasado se materializa en nosotros, asegurando la continuidad del yo y
poniéndonos a salvo de la parálisis o la locura. Sin embargo, en los primeros
instantes, no podemos evitar cierta extrañeza, como si lo que nos rodea fuese,
bajo su apariencia irrefutable, un engaño de los sentidos, un simulacro. Esto
es, salvando las distancias, lo que experimento cada vez que vuelvo a mi país,
en el instante en que se disipa la enorme extensión del pasado y la evidencia
de que nunca me he ido resulta abrumadora.
Escribo estas notas para indagar en esa extraña sensación
recurrente, que afianza en mí la sospecha de que el tiempo, entendido en su
concepción común –como una extensión o una línea dividida entre pasado,
presente y futuro–, no existe. La sospecha de que solo el presente es real y de
que hay algo fijo en él, un eje inmovible que –por mucho que viajemos por la vertiginosa
geografía del mundo o por las inestables regiones del espacio interno– nos
devuelve siempre a nuestro origen, a nuestro centro, a nosotros mismos.
El
recién nacido incesante
Al examinar la concepción común del tiempo, caemos en la
cuenta de que está conformado por dos apéndices fantasmales: el pasado, lo que
ya no existe, y el porvenir, lo que no existe todavía. En el medio, lo que
ocurre aquí y ahora: el presente, lo único real.
¿Cómo definir el presente? Un instante que se hace y se
deshace y se rehace sin tregua. No una longeva continuidad, sino la incesante
renovación de un mismo punto. No una escalera, sino un solitario peldaño
suspendido en el vacío, un parpadeo metálico en la niebla: la memoria construye
los peldaños que ya hemos dejado atrás y la imaginación, los que nos queda por
subir. Aun la imagen del peldaño es abusiva, pues admite la idea de extensión.
Para acercarme a la verdad, debería evocar un átomo; y ni siquiera eso, ya que
el átomo es divisible y, como nos recuerda San Agustín, lo propio del presente
es ser indivisible. Así lo explica en el libro XI de las Confesiones: “solo se puede
concebir un período de tiempo no susceptible de división en partes diminutas: este
es el presente. Pero vuela con tal rapidez del futuro al pasado, que apenas si
tiene duración. Si tuviera alguna duración, se dividiría en pasado y futuro.
Pero el presente no tiene extensión alguna” (XI, c. 15, 20)
Así pues, el presente carece de extensión y, por
tanto, carece de tiempo. El tiempo no tiene tiempo de ser el tiempo. No es,
como en la tradicional alegoría, un viejo de barba nevada con una guadaña en la
mano, sino un recién nacido incesante.
Esto no significa que el pasado no tenga realidad en
el presente, sino que el pasado, para existir, necesita ser actualizado a
través de la memoria; así como el futuro, que orienta nuestras acciones, existe
solo en la medida en que lo proyecta nuestra imaginación. Por lo tanto, toda
experiencia temporal sucede en el presente; como nos recuerda Schopenhauer:
“Nadie ha vivido en el pasado, nadie en el futuro: el presente es la forma de
toda vida”.
No existe el tiempo lineal; existe la imaginación, que
nos permite proyectarnos hacia el porvenir, y existe la memoria, que nos
permite retener lo que ya no es. La concepción intuitiva del tiempo da un paso
en falso al tomar esa escalera como una entidad real y no como lo que es: una
necesidad de nuestra conciencia.
En efecto, la memoria y la expectación no solo erigen,
sino que exigen la noción de línea temporal. Así, resulta inevitable la
intuición del tiempo como extensión cuando, en realidad, solo es real el punto
fugaz e inasible del presente. San
Agustín da el ejemplo de la lectura, que resultaría imposible sin las
facultades de nuestra conciencia: la memoria (que retiene lo que acabamos de
leer), la atención (que descifra los signos) y la expectación (que permite
prever, por hábito de lectura, lo que sigue).
Somos leídos por el tiempo a la vez que lo leemos;
somos los tiempos verbales y sus espejismos. Somos el presente y los apéndices
fantasmales que lo extienden de forma artificial y engañosa, indispensable para
la continuidad del yo, para la acción y la cordura. Somos nuestra memoria y
nuestra imaginación, nuestros miedos y expectativas y añoranzas. Y sin embargo,
no somos ni estamos más que en el presente, este misterioso parpadeo entre dos
abismos.
Para un amnésico, la escalera ha desaparecido; solo
queda el peldaño. Para el amnésico, el tiempo carece de tiempo. El amnésico vive
casi en la duración virgen del niño: al ignorar su pasado, es incapaz de
proyectarse en el futuro. Al librarse del artificio del tiempo, ha perdido su
identidad. Porque el tiempo y el yo son una sola y misma ficción.
El tiempo del cuerpo
Sigamos un poco más a nuestro amnésico e imaginemos
que, de pie frente al espejo, descubre en su rostro las huellas del tiempo.
Ciertamente, no sabe quién es, pero no le resulta difícil calcular su edad
aproximada: unos sesenta años. Ha olvidado una extensión inmensa: seis décadas borradas
de un solo trazo. Pero el tiempo del cuerpo es insoslayable. Es visible en el
rostro humano mucho más que en ningún otro animal: “La vejez de la carne es la
peor máscara / que los dioses nos tejen” (Montejo). Así, el cuerpo es el lienzo
en que está inscrito el pasado. Es la escritura de los sucesivos vivos que he
sido, pero también de los muertos que han sido antes que yo y a través de los
cuales he llegado al mundo.
El tiempo es memoria y atención y expectación, pero
también es esta materia que poco a poco se degrada y se acaba, esta íntima
cuenta regresiva que tiembla al prever su envejecimiento y su decrepitud. El
tiempo es el íntimo tiempo del cuerpo.
Un hombre entra en el bar de sus años universitarios y
siente extrañeza. Comenta con el camarero –no puede evitarlo– que de un tiempo
a esta parte los parroquianos han cambiado. “Son cada vez más jóvenes”,
observa. El camarero sonríe, entre irónico y compasivo, y responde: “Es el
mismo público de siempre.” No se atreve a decir más; no es necesario: con un
pinchazo de asombro, el otro comprende. Cuando tenemos más de treinta, nos
sentimos esencialmente los mismos que a los veinte, pero un observador exterior
nos desmentirá con una diversión secreta. Parece haber un desfase inevitable,
¿de cuántos años?, entre cómo nos sentimos y cómo nos ven los demás. Camus (El mito de Sísifo) dice que “en esta
carrera que nos precipita todos los días cada vez un poco más hacia la muerte,
el cuerpo mantiene una ventaja irreparable.” En la caída temporal, la conciencia tiende a
anclarse en el pasado, a demorarse en lo ido con un placer inocente o culpable,
como si quisiera postergar la realidad el mayor tiempo posible; en cambio, el
cuerpo nos recuerda con cruel asiduidad que nos estamos acabando.
Las etapas visibles del cuerpo proyectan la sombra del
tiempo lineal: “Porque los tiempos se forman con los cambios de las cosas”,
observa San Agustín, “con las variaciones y sucesiones de las formas sobre la
materia.” El tiempo no transcurre; transcurrimos nosotros. No somos el instante
sino un río que fluye sin prisa ni pausa. El tiempo presente, en cambio, es el
eje inmóvil que parte las aguas.
Como ha quedado demostrado por la teoría de la
relatividad, el tiempo y el espacio conforman un solo tejido que depende del
mundo material y que –junto a otros campos, como el magnético– forma parte del
mismo. Esto significa que, como entendieron Aristóteles y más tarde San Agustín
–sin haber leído al primero–, el tiempo es la medida del movimiento.
El tiempo, para ser tiempo, necesita materia y a la
vez conciencia de la materia. Nosotros, para ser nosotros, necesitamos cuerpo y
a la vez conciencia del cuerpo. Todo tiempo es tiempo erigido por alguien; todo
tiempo es una construcción personal. En este sentido, el cuerpo es una fuente
de lucidez insaciable. Aquí vuelven las inolvidables líneas borgeanas:
El tiempo es la
sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy
el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me
consume, pero yo soy el fuego.
El misterio del
presente
El magnífico ensayo de Borges “Nueva refutación del
tiempo” (Otras inquisiciones) termina
con la constatación del carácter irreversible del flujo temporal. La física contemporánea
parece refrendar este carácter definitorio a través de las tres flechas del
tiempo. Nunca veremos a un viejo hacerse niño. Nunca veremos una taza caída y hecha
añicos rehacerse y volver a su sitio en el borde de la mesa. “Hay al menos tres
flechas del tiempo que distinguen, de manera efectiva, el pasado del futuro”,
afirma Stephen Hawking en Una breve
historia del tiempo. “Son la flecha termodinámica, dirección del tiempo que
incrementa el desorden; psicológica, dirección por la cual recordamos el pasado
y no el porvenir. Y cosmológica, dirección del tiempo en la cual el universo se
dilata en lugar de contraerse.”
Que el tiempo sea irreversible confirma la irrealidad
del pasado y del futuro. Más arriba dijimos, con San Agustín, que el presente
–el único tiempo real– no es divisible. No es divisible porque si no constaría
de una parte que fue y de otra que no es todavía. Significa, entonces, que el
presente es indivisible; pero basta con examinar esta idea para sospechar que
hay algo que no cuadra. En efecto, si el tiempo es indivisible, ¿cómo se
vincula con el pasado o con el porvenir? Si el presente no tiene extensión,
¿cómo es que tiene principio y fin? Si no los tuviera, no transcurriría; sería
la eternidad.
Digo presente y el presente ya ha pasado. Baudelaire
lo dice mejor: “Tres mil seiscientas veces por hora el segundero / murmura:
¡Recuerda!” El presente es en teoría lo único que tenemos: un copo de nieve en
la palma abierta.
Ayer se fue; mañana no
ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.
hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será, y un es cansado.
En el hoy y mañana y
ayer, junto
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.
pañales y mortaja, y he quedado
presentes sucesiones de difunto.
“Presentes
sucesiones de difunto”. Si seguimos a Quevedo, el presente –el recién nacido
incesante– nace muerto. Así los estados sucesivos que forman mi identidad. El
yo nace y muere a cada instante; solo un artificio indispensable mantiene una
continuidad esencial en mi interior tras el movimiento hormigueante, la
algarabía de una multitud secreta: “Vivimos en el olvido de nuestras
metamorfosis”, dice Éluard.
Así, el presente, lejos de hacernos reales, parece tendernos
como un arco imposible entre dos nadas. También ese precioso peldaño entre lo
que ya no es y lo que no es todavía parece afantasmarse. El presente no puede
ser sino al borrarse: “Una aniquilación entre dos nadas (el futuro, el pasado).
Una fuga entre dos ausencias. Un relámpago entre dos noches”, escribe
Comte-Sponville. Así, el presente luce igual de fantasmal que el pasado o el
futuro; pero ¿quién podría negarlo sin asomo de duda?
Negar el presente significaría negar la realidad. Hay
quienes lo han hecho, claro, entre ellos los budistas: “En
sentido real, todas las visiones que vemos en nuestras vidas son como un gran
sueño”, escribe el profesor
contemporáneo Chogyal Namkhai Norbu. También han negado la realidad del presente antiguos escépticos griegos,
como Sexto Empírico: “Ya que no existe ni el presente ni el pasado ni el
futuro, el tiempo tampoco existe; pues lo que está formado de la combinación de
cosas irreales no puede ser real.” En otras palabras, la realidad es una
ilusión y la impermanencia del tiempo –presente incluido– es el mayor indicio
de ello.
A mi ver, el presente no se convierte en pasado; el
presente no huye: el presente es siempre idéntico a sí mismo. Es la conciencia
la que, al percibirla, transforma la presencia en recuerdo, como una especie de
rey Midas que deshiciera todo lo que toca, mientras teme o ansía lo que no ha
tocado aún, el porvenir.
Por suerte para nosotros, la conciencia del tiempo –lo
que Bergson llama “la duración”– trasciende el instante. Por suerte para
nosotros, el instante es siempre más que el instante. Bergson toma el ejemplo
de la música: para escuchar una melodía, es necesario percibir la nota presente
a la vez que se retiene la nota inmediatamente anterior –lo que resultaría
abusivo llamar memoria– y presiente o anticipa la nota que llega. De otra manera,
solo oiríamos notas aisladas.
La música ilustra cómo, gracias al poder de dilatación
de la conciencia, el momento presente –a diferencia del instante indivisible,
que niega el tiempo lineal– corresponde a un solo acto de atención. Un solo
acto híbrido e impuro en el que lo inmediatamente anterior, lo presente y lo
inminente se enlazan para erigir la música del tiempo.
Quienes han grabado una canción en estudio saben que,
a fin de parchar un fragmento –por ejemplo, reemplazar un acorde–, hace falta
grabar el acorde que antecede, el que deseamos sustituir y también el que
sigue. De otra manera, el oído percibiría la áspera costura en el flujo y se
percataría del engaño. Eso mismo sucede con el tiempo. Por virtud de la
conciencia, el instante se dilata y nos permite disfrutar del presente como de
una fase musical. Ahora comprendemos mejor la boutade de Georges Perec: “Vivir es pasar de un espacio a otro sin
golpearse”. Vivir es encarnar y dar forma a una música sin cortes ni parches.
Sin embargo, no todos los “espacios” que atraviesa nuestra
conciencia son idénticos; como la música, el tiempo nos depara intensidades indecibles.
Ciertos instantes se abren como cavernas o flores carnívoras o aguas que se
erizan como el lomo de una fiera, dándonos una nítida impresión de eternidad.
No es una ilusión: “La eternidad es ahora”, observa
Comte-Sponville (Meditaciones sobre el
tiempo). No es una ilusión: si el tiempo es la conciencia del tiempo,
nuestra vivencia temporal es insustituible, es real, es exacta, aunque
contradiga –o justamente porque contradice– el tiempo exangüe y uniforme del
reloj.
Es por esta razón que, en ciertas ocasiones –por
ejemplo en el súbito regreso a las calles que nos vieron crecer, cuando el
pasado se derrite como un reloj de Dalí bajo el sol abrasivo de la infancia–,
nos invade la extraña sospecha de que nunca nos fuimos. Y de golpe encuentra sentido
lo que, según he podido comprobar, le sucede a muchos migrantes: nos cuesta
soñar con un lugar que no sea el del origen. Cambian los actores y los
escenarios; no la sensación de que el espacio es el mismo y es sagrado. Parece
como si los sueños alumbraran con luz terrible y única el fondo polvoriento de
nuestro yo, lo inmóvil que hay en nosotros, el latido inconfundible enterrado
bajo las mudas de piel y las capas de los años. El yo, esa sustancia ficticia que
nos permite vivir.
El tiempo y la muerte
De la contradicción entre la eterna renovación del
presente y nuestra caducidad nace el sentido trágico del tiempo, el llanto de
Heráclito frente al río. Pero ¿no es arbitraria esa melancolía? Podemos ver en
el presente un recién nacido o un cadáver; una ola que crece o una ola que se
desmorona; un goce o una pérdida.
El sentido melancólico del tiempo tiene menos que ver
con el tiempo que con la muerte. Como observa Heidegger, la conciencia de
nuestra condición mortal determina y estructura nuestra relación con el tiempo.
Así, el tiempo sería solo un nombre más aceptable o menos angustiante de la
muerte. Pero ¿son el tiempo y la muerte la misma cosa?
Pienso que se trata de una confusión persistente. El
tiempo es la única forma de habitar el mundo, no “el revólver de cabellos
blancos” de Breton. Y sin embargo, cómo nos place vestirlo de negro, dotarlo de
guadañas, pintarlo decrépito o cadavérico. Qué bien suena cuando decimos que el
tiempo destruye todo. Sin embargo, como recuerda Wittgenstein, pensando sin
duda en las enseñanzas de Epicuro: “La muerte no es un suceso de la vida. La
muerte no puede ser vivida.”
Es necesario pensar el tiempo como algo frágil y breve
para aprender a vivir y a morir; pensar en la muerte a diario implica valorar
cada instante. Pero es una arbitrariedad ver en el tiempo el aliado de la muerte.
Si damos esta afirmación por cierta, es porque consideramos que la muerte forma
parte de nuestro tiempo de vida. Y esto no es así. Pues cuando estamos vivos la
muerte no está, y cuando la muerte está, ya nos hemos ido. El tiempo es el
juego y el fuego que se despliega cuando el lobo no está.
Otra arbitrariedad es erigir el pasado y el futuro
como realidades palpables que perderíamos al morir. Como hemos visto, el tiempo
que realmente vivimos carece de tiempo; lo único que perdemos, al morir, es el
presente: “lo que perdemos, entonces, aparece como algo infinitesimal”, observa
Marco Aurelio (Meditaciones). “¿Cómo
perder, en efecto, el pasado o el porvenir?; lo que no tenemos, ¿cómo podrían
quitárnoslo?”
El físico francés Étienne Klein –en una conferencia de
2017 sobre la muerte–, nos recuerda que nuestras células no dejan de renovarse
y que “nuestro cuerpo es como el barco de Teseo: aquel barco reparado sin
descanso del cual los sofistas atenienses solían preguntarse, a medida que las
piezas eran modificadas o reemplazadas, si se trataba realmente del mismo.” Nuestros
cuerpos son renovados sin cesar, de tal forma que el conjunto de nuestras
células hoy no tiene nada en común con las células que nos constituían en la
niñez (aunque, sin duda alguna, no haga falta ir tan lejos). Durante muchos siglos
se pensó que la desaparición de nuestras células, como nuestra propia muerte,
era el resultado de un desgaste, de la incapacidad de resistir el paso del
tiempo. “Moriríamos”, dice Klein, “por el desgaste de las piezas que nos
constituyen.” Luego añade: “desde hace tiempo sabemos que las cosas no son tan
simples: nuestras células tienen, a lo largo de toda su existencia, el poder de
autodestruirse en unas cuantas horas.” Tienen el poder de autodestruirse, pero
no lo hacen. Y es que –explica Klein– son capaces de percibir en su entorno las
señales emitidas por otras células que los incitan a reprimir su
autodestrucción: “nuestras células están siempre al borde del suicidio, y si no
se suicidan, es porque su entorno les pide que no lo hagan.”
Vivimos así en una especie de prórroga permanente. Ese
continuo aplazamiento de lo inevitable –que vivimos en el plano biológico como
una continua renovación celular y, en el psicológico, como el fluir de la
conciencia– es lo que llamamos tiempo. El tiempo no es la muerte, sino la
suspensión de la muerte.
Hay una analogía en la física que puede ilustrar esta
idea, afirma Klein. El núcleo del átomo está constituido de protones y de
neutrones. Los protones tienen un tiempo de vida tan largo que nunca se ha
podido medir; los neutrones, en cambio, desaparecen al cabo de quince minutos.
También en los átomos que componen nuestro cuerpo encontramos neutrones. ¿Cómo
es posible que haya neutrones en nuestro cuerpo si estos solo tienen una esperanza
de vida de quince minutos? Nuestros átomos fueron formados en las estrellas
hace billones de años; por lo tanto, ya no debería haber neutrones en los
núcleos de los átomos. Este ha sido un verdadero problema durante siglos, nos
dice Klein, hasta que los físicos comprendieron que los neutrones son “eternos
a tiempo parcial”. En efecto, en el núcleo atómico tienen lugar interacciones que
transforman a los protones en neutrones y viceversa: los neutrones, al
transformarse en protones, “se vuelven inmortales”.
Esto muestra que somos seres estables constituidos de entidades
inestables. ¿No es precisamente lo que decíamos sobre el tiempo? El tiempo, cuya
inestabilidad constitutiva nos permite ser quienes somos. El tiempo, cuya fuga
implacable nos devuelve una y otra vez a nuestro origen, a nuestro centro, a
nosotros mismos.
El tiempo de vida es una apertura que se dilata entre
dos vacíos. No es infinito, porque tiene principio y fin; pero está abierto a
la eternidad. “La muerte es la fuente de nuestras representaciones ordinarias
del tiempo, ya que nos impide constituirnos en un orden más vasto”, dice
Heidegger en Ser y tiempo. Sin
embargo, como hemos visto, el instante nos permite adentrarnos en un orden más hondo
y más vasto que el de la extensión imaginaria del tiempo. Y así, como los
neutrones que nos componen, tal vez seamos eternos a tiempo parcial.
El instante y la
eternidad
Como hemos visto, el tiempo no existe; solo existe el
presente. A la vez, la conciencia erige y exige la temporalidad, por lo que hay
necesariamente un desfase entre la conciencia y la realidad: “Lo que para mí es
pasado o futuro es el presente del mundo”, observa Merleau-Ponty. A pesar de
todo, en ciertas ocasiones coincidimos con el instante y este muestra entonces
su naturaleza profunda, que es la eternidad.
“Si por eternidad entendemos no la duración infinita
sino la intemporalidad, entonces quien vive en el presente tiene vida eterna”, dice
Wittgenstein. Si solo el presente es real, entonces, vivimos en la
intemporalidad. Una puerta inesperada se abre en el instante, nos arranca al
flujo fantasmal de la conciencia y nos devuelve al presente sin límites. Esta
experiencia ha sido consignada en el ámbito filosófico: “Sentimos y
experimentamos que somos eternos”, dice Spinoza. A este respecto, Alain
comenta: “jamás podremos pensar nuestra propia muerte, ya que siempre nos
parecerá que somos el mismo. En este sentido, nos sentimos eternos, como decía
Spinoza. Eternos y no inmortales, he ahí el detalle.” Aparece también, por
supuesto, en el poético: Nous naissons de
partout / nous sommes sans limites, es un verso extraordinario de Éluard:
“Nacemos dondequiera / somos ilimitados”. Nacemos a cada instante, y cada
instante contiene la posibilidad de lo eterno. Sin olvidar los famosos versos
de Blake:
Para ver el mundo en un grano de arena
y el cielo en una flor silvestre
abarca el infinito en la palma de tu mano
y la eternidad en una hora.
y el cielo en una flor silvestre
abarca el infinito en la palma de tu mano
y la eternidad en una hora.
“La eternidad en una hora”: volver a Bolivia me
permite experimentar esta sensación única, en ráfagas iluminadas, antes de ser
arrastrado de nuevo por las aguas turbias de la conciencia.
Porque, tarde o temprano, el tiempo nos arrastra. Eternos,
sí, pero a tiempo parcial. “Vivimos en el mundo en una mezcla de tiempo y de
eternidad”, observa Simone Weil. “El infierno sería tiempo puro.” Tiempo puro:
la irrealidad del pasado y el porvenir desprovistos de su eje real, el presente.
Presente: tacto instantáneo del copo de nieve en la
palma abierta; vivido con plenitud, sin embargo, puede convertirse en una abundante
nevada.
Habría que reemplazar, entonces, el “todavía-no” (todavía
no muero) de Heidegger, por un “todavía-sí” (estoy vivo todavía). Habría que
reemplazar el cadáver por el recién nacido; la ola que se desmorona por la ola
que crece; la pérdida por el goce; el deseo de la vida eterna por el de la
eterna vivacidad, como quería Nietzsche. Habría que sentir cada día que el
sufrimiento no tiene más sentido que la felicidad. Habría que anular o al menos
reducir el desfase entre la conciencia y el mundo, entre nuestra presencia y el
presente.
“Solo es feliz”, afirma Wittgenstein, “aquel que no
vive en el tiempo sino en el momento presente.” Los sabios de Oriente y de
Occidente se han cansado de decírnoslo. Pero ¿quién es capaz
de sustraerse del tiempo? Los niños y los animales, tal vez. Ni siquiera los
sabios, porque, como apunta Comte-Sponville: “Nadie es del todo libre; nadie es del todo sabio.” Nuestra
relación con el tiempo, además, es indócil.
Paradoja indescifrable: nadie puede vivir más que en
el presente y, sin embargo, nadie puede vivir en el presente de forma exclusiva.
Vivir
en el tiempo es como un sueño, nos dicen los budistas. Y habría que añadir: el
sueño de un loco. Locura asumida, en efecto, es creer en la realidad de lo que
ya no es y de lo que no es todavía, sumergirse tanto en el pasado como en el
futuro –esos dos abismos–, en lugar de consagrarnos al presente, lo único real.
Pero los
sueños de los locos son más bellos que los sueños de los sabios. Vivir: el goce y el dolor intransferibles de sumergirse
a la vez en el oleaje del presente, el desierto superpoblado del pasado y la
niebla azarosa del futuro. Cada persona es una pluralidad incomunicable de
tiempos, una ramificación de tiempos sutilmente articulados en torno a un
instante multitudinario.
Ser el tiempo nos obliga –como esa voz maliciosa que
pierde a Baudelaire– a amar por igual el mar y el desierto, a reír en los
entierros y a llorar en las fiestas, a encontrar un gusto exquisito en el vino
más agrio. Somos las víctimas extáticas de nuestra clarividencia. Somos el
fantasma del tiempo: nuestro sueño más hermoso y también el más atroz.
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