Pesadillas desde el primer mundo


Todos aprendieron de la peste. Esto lo escuchamos todos y dicho por casi todos. Menos por aquel que tenía que volverse al país desde el Viejo continente. Él, si algo aprendió de la peste, nunca quiso admitirlo. Para él fue una pesadilla, la ausencia del retorno, la permanencia en la tierra del pandemónium.

Durante más de quince años trabajó sin descanso, sin vacaciones, sin fines de semana; su decisión, al salirse de aquí, era la de trabajar, trabajar y trabajar, para lograr ahorrar más dinero posible, y luego volverse para invertirlo aquí. Se fue cuando aún el presidente gringo seguía al poder y quiso volver cuando supo de la caída del innombrable. En enero empezó planeando su vuelta, renovación del pasaporte, boleto de avión, transferencia de una parte del dinero ganado en una cuenta que su hermana le abriría aquí, en su país natal.

Durante más de un mes se dedicó totalmente en organizar su vuelta al país; viajar fue, durante casi quince años, un ejercicio que nunca quiso siquiera nombrar, fue una acción que nunca quiso practicar, el objetivo era claro: trabajar para ahorrar para volver. Durante casi quince años trabajó y durante casi quince años ahorró. Nunca volvió.

Su profesión desde el principio le ofreció estabilidad, buenas ganancias y la seguridad de que un día hasta aquí, en su país de origen, se le ofrecería gratificaciones y un futuro mejor de lo que se iba perfilando quince años atrás. Por eso se fue, por ese pesimismo que, al quedarse aquí, nunca podía haberse metamorfoseado en optimismo, en su exacto contrario. En enero del 2003 viajó al país donde una marea de connacionales ya había decidido buscar suerte. Ahí viajó y ahí de inmediato consiguió trabajo, ahí se instaló y ahí decidió quedarse hasta hacer realidad su sueño. Volver con todo el ahorro fruto de su trabajo.

Con el boleto en la mano el viaje ya tenía fecha, para marzo volvería a su país de origen. El vuelo era con la nueva compañía nacional, la compañía aérea con cual llegó a Europa ya no existía, y el vuelo esta vez sería directo, desde el país de los conquistadores hasta el país conquistado, una novedad absoluta para él, una de las pocas ventajas de la globalización, dormirse con un huso horario y despertarse seis horas más joven. Tal vez sentirse en casa, tal vez sentir nuevamente la tierra, la gente, el aroma de las comidas, el perfume y los malos olores que siempre han definido su país. Se preparó también a esto.

¿Quién lo esperaba? Su hermana, ya anciana; su tío, ya viejo; sus amigos, ya perdidos; su gente, ya cambiada… un retrato de Dorian Gray sacado del sótano, un proceso de cambio de ilusiones, un maquillaje del capitalismo, un lapso de tiempo para trasladar los sueños de un continente a otro, tal vez, y nada más… su pasado interrumpido, su presente inmóvil, su futuro incierto.

El invierno que acompañó su decisión del retorno transcurrió, hasta el mes de febrero, sin el habitual frio, ni siquiera una nevada en la ciudad donde vivía, siempre acostumbrado, él, en sacar nieve de la puerta de la entrada a su casa desde diciembre hasta marzo; ver vecinos cargando esquís en el maletero de sus autos y dirigirse hacia las estaciones invernales de esquí. Este invierno parecía más a una primavera caprichosa, de las que no dejan florecer las mimosas, las violetas y las prímulas, un invierno primaveral lo definieron ecologistas y hasta algún político siempre atento a los vientos de cambios. Y pensar, se dijo mirándose al espejo, que dejé hace quince años la tierra de la eterna primavera, adonde el invierno dura una cuantas horas al día; aquí aguanté todos los años temperaturas bajo cero desde diciembre hasta febrero, algunos años hasta final del mes de marzo. Tal vez, se dijo, premonitor es también el clima, parece que estuviera preparando mi retorno. Extrañas suposiciones las suyas. El cambio climático estaba presente aquí y allá, la eterna primavera no lo habría esperado aquí y el frío llegaría atrasado allá. Caos climático y cada cosa en su lugar, pensó, y así parece ser.

Con todos estos pensamientos, y con todas sus certezas, fue preparando el equipaje, una sola maleta, con ruedas, cuando viajó la primera y única vez salió de aquí con estos bolsones enormes y de empacho, envolviéndolo con esta marea de celofán carísimo que te ofrecen en todos aeropuertos, y el maletín de a mano; faltaban pocos días y decidió revisar si todo estaba bien, los documentos, el equipaje, decidió salir y comprar un recuerdo más para su hermana, una chompa de lana con estampado del nombre del país en el cual transcurrió más de quince años de su vida. Volvió a la casa y oyó del noticiero de la televisión nacional que en una ciudad de un país asiático en solo diez días habían armado un hospital completamente equipado para enfrentar la peste que estaba azotando el territorio y que, por primera vez en la historia, podía volverse planetaria; pocos hablaban de todo esto en la clínica donde él trabajaba desde hace quince años; pocos recordaban las pestes del pasado; nadie tomaba en serio ni siquiera los primeros dos casos señalados y denunciados en la misma ciudad donde él estaba viviendo ahora. Después de una semana se declaró la pandemia a nivel mundial, oyó por primera vez la palabra lockdown, se encapsularon enteros territorios colindantes a la ciudad en la cual vivía. Le fueron suspendidas, debido a su profesión, la vacación y el viaje a su país natal. No viajó y desde aquel día empezó su pesadilla en el primer mundo.

Mientras caminaba al trabajo escuchaba o leía las noticias que llegaban desde aquí; la decepción por el fallido retorno, el desasosiego por la atmosfera que estaban viviendo sobre todo en la región donde estaba viviendo no lo vencieron. Pronto terminará todo, llegará una vacuna, como siempre serán los primeros, unos cuantos, en fallecer y luego volverá la normalidad, pronto estaré en mi país natal y desde ahí empezaré de nuevo.

Llegó marzo y se cerraron todas las fronteras, internacionales y muchas de las nacionales, era imposible trasladarse de una provincia a otra, según el número oficial de los contagiados la política tomaba medidas y las fuerzas del orden las ponía en acto. El orden del caos ya no era solamente climático, el orden del caos se adueñó de todo imaginario y de toda acción colectiva. Nada de nuevo para él, que vivió dictaduras y golpes de estado, toda una novedad para las nuevas generaciones del Viejo continente, al menos para los que no conocieron la guerra, el hambre y la miseria. Todo esto para que alguien, o todos, aprendan. Pará él no, él no tenía nada que aprender que no fuera la imposibilidad del retorno, la inutilidad de todos los preparativos, la seguridad de que aún sigue ahí, en el Viejo continente, esperando que la peste enseñe a todos un poco y del poco que sea útil para todos.

Maurizio Bagatin, 14 septiembre 2020
Imagen: Una ilustración de Skirill Kirill

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