Cementerios


Se yerguen los cipreses sobresaliendo por encima de las robustas tapias. Se yerguen góticos o renacentistas los panteones compitiendo en belleza y elegancia. Hoy recuerdo el cementerio de San Isidro de Madrid y mi memoria me lleva a aquella mañana soleada de invierno cuando lo conocí por primera vez. Recuerdo pasear entre sus tumbas y sus monumentales panteones donde moran escritores, aristócratas, condes, marqueses… Paseaba mientras escuchaba el silencio de las almas dormidas. Estos cementerios suelen ser refugio de pensadores solitarios; suelen ser, siempre lo han sido, inspiradores de poetas, incluso lugares para sincerarse, para enfadarse, para gritar e insultar, como le ocurrió a un amigo mío, hace ya bastantes años, que acudió una mañana al cementerio para recriminar a su madre, enterrada el día anterior, porque lo había desheredado.

Este suceso me lo contó una buena mujer que me ayudaba en las tareas de casa a la que un desgraciado accidente le había arrebatado a su hijo más pequeño. Tenía siete añitos. Aunque tenía otros seis hijos no encontraba consuelo. Me contó que una mañana de verano, cuando los vencejos se enmarañan entre las nubes, cuando el sonido de las chicharras pone un ruido sordo entre los pinos, se acercó al cementerio para rezar junto a la tumba de su hijo. Allí, postrada en el suelo, lloraba y rezaba con los ojos cerrados, cuando un grito a su lado la sacó de su ensimismamiento. Era el desheredado al que aludo. El hombre corría a gran velocidad dando vueltas a la tumba de su madre. Los brazos levantados, vociferando, saliendo de su boca sapos y culebras. “No quiera saber lo que decía”, me comentaba la pobre mujer, que se alejó de allí sin ser notada, como Santa Teresa, huyendo del camposanto, asustada y temblorosa.

Aquél hombre murió algunos años después. Su casa acogió al pueblo entero. Siempre recordaré aquel día y siempre recordaré aquellos momentos mientras contemplaba al difunto en su caja, bajo el cristal, antes de que la tapa de su ataúd lo ocultara para siempre. Las lamparillas de los quinqués brillaban sobre las paredes iluminando su rostro verdoso. Las sombras se cimbreaban sobre los rostros de los asistentes en el espacioso salón. Cubría el catafalco la vistosa y rocambolesca capa colorista de la Orden de los Caballeros Cubicularios, de la que tan orgulloso se sentía mi amigo. La puesta en escena era como el decorado de una película de Visconti: bella y decadente, nostálgica y ensoñadora. No quiero pasar por alto que la casa de mi amigo había sido palacio episcopal y su elegancia y porte se notaba tanto en el exterior como en su interior. Numerosas estancias decoradas con exquisito gusto. Pesados cortinajes en las ventanas, doseles en las camas, mobiliario de calidad y de gran estilo. En fin, una joya palaciega de la que mi pobre amigo, difunto ya, y su viuda, se sentían muy orgullosos.

Mientras observaba el rostro de mi amigo, por mi mente iban pasando los recuerdos de los entierros y de los muertos que yo había visto en mi pueblo. Recordaba, uno por uno, y de todos extraía algo que me había llamado la atención. En los pueblos a los niños no se les prohibía ver a los muertos. Se mostraban como se muestra a las novias en las bodas o a los niños en los bautizos. Tal vez por eso a mí me atraen los cementerios y, por qué no, también la Parca, tan ligada a la propia vida.

Esta mañana, víspera de la festividad de Todos los Santos, me acerqué a nuestro pueblo para llevar unas flores a la tumba de mis padres. Llovía a chaparrón, amargamente, que diría mi madre. No llevaba paraguas y dejé que la lluvia me empapara. No me encontré con nadie. La pasada noche había sido el cambio de hora y supuse que ya se habría celebrado la misa. Era mediodía. Entré en el pequeño cementerio, muy florido como esperaba y fui sorteando las tumbas en zigzag, procurando no caer. El espacio entre ellas es mínimo. Ni un alma en el cementerio. Bueno, creo que no me ciño a la verdad. Precisamente, hoy, las ánimas me rodeaban.


Concha Pelayo

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