Habíamos elegido, como siempre, el peor de los caminos, o, mejor dicho, el mejor, o sea, ninguno.
El altiplano, la altipampa infinita, se abría en todas direcciones, es decir, hacia ninguna parte, desde que nos sumergimos en él, a campo traviesa, dejando atrás Caquiaviri y su noche ritual. Avanzábamos por las arenas, confundiendo chullpares con palacios, el cielo con el desierto, nuestras ansias con huellas: acaso, debíamos alcanzar un río -el Desaguadero-, cruzarlo por un puente de nombre exótico -Puente Japonés- y de allí al oeste, al obsesionante oeste, para arribar hasta los dominios de la Montaña Mágica.
Supimos que habíamos llegado a algún lugar porque, a la distancia, divisamos una pequeña ciudadela, sus luces desafiaban a las estrellas: era un campamento (sic).
Resulta que esos años estaban construyendo la carretera al Pacífico y Curahuara de Carangas se había convertido en la base de operaciones principal de los trabajadores que estaban pavimentando el acceso al mar. La presencia del campamento sumía al pueblo fantasma en una irrealidad aún mayor.
Aunque, a decir verdad, Curahuara ya era todo un mito. Una iglesia testimonio del arte barroco-mestizo vegetaba en el olvido. Un campo de concentración de disidentes políticos le había dado fama temible. Para nosotros, era la puerta de ingreso al Sajama, al volcán Sajama, la Montaña Mágica.
Una vez saludados los milicos del cuartel de infantería de montaña acantonado allí -y anoticiados de que la banda de vagabundos que conformábamos éramos un equipo de filmación y ninguna otra cosa-, una vez que dejamos nuestros aparatos de grabación en algún cuarto desangelado, salimos a la noche, fría como una daga, a ver si esa Curahuara versión noventas y con proletariado incluido, nos ofrecía alguna oportunidad de distracción.
En realidad, queríamos encontrar una fonda, taberna o tugurio donde emborracharnos. Lo que encontramos fue algo mucho más inspirador que una botella o varias: fue una de las historias más reveladoras que escuché en mi vida y que recordaré siempre. La historia del suboficial Calisaya.
Es una historia mínima, como todas las grandes historias, la historia del suboficial Calisaya. La resumo así: cagados de frío, deambulábamos en vano por las callejuelas desiertas de Curahuara cuando vimos luz, una luz minúscula, casi imperceptible, pero luz al fin, colándose desde las rendijas de una puerta. Golpeamos y una mujer, en silencio, nos franqueó la entrada. Adentro, había un hombre y un par de mesas, sus sillas, un tendal de botellas que prometían, al menos, calmar nuestra sed.
Saludamos ceremoniosos, nos sentamos, clamamos por unas cervezas y mientras mascullábamos entre nosotros alguna cosa -¡Qué frío pues!, esa clase de boludeces-, empecé advertir que al hombre que estaba dentro con nosotros le sucedía algo, estaba inquieto, desasosegado. Nos presentamos. El también: Suboficial Calisaya, dijo marcialmente. Le contamos que habíamos estado en el cuartel y ese, estoy seguro, fue el detonante.
Primero empezó puteando Calisaya y luego terminó llorando, llorando de impotencia y cargada de una tristeza atávica, lejanísima, un llanto agrietado y seco que, espejados, recobraba otros llantos de otros guerreros de otros tiempos. El motivo de la queja y el espanto era que, a Calisaya, por sus años, no lo dejaban trepar más los 6542 metros de altura del Sajama, subir a su amada cima, volver a sentirla suya a su montaña.
En Corintios, se lee con elocuencia: “estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos”. Hemingway completó la cita bíblica y aseguró que un hombre puede ser destruido, pero no derrotado. Calisaya, el suboficial Calisaya, nos enseñó algo que cierra el círculo virtuoso: un hombre está derrotado cuando no lo dejan pelear.
Al otro día, dejamos atrás Curahuara y volvimos a elegir, como siempre, el peor de los caminos, o, mejor dicho, el mejor, o sea, ninguno, y nos fuimos a perder por los lados ásperos de la frontera del Lauca. De esa noche, de esa mesa, de ese viento feroz que afuera nos azotó cuando nos despedimos, del llanto ahogado y triste de Calisaya, de su drama, no nos fuimos nunca, se ahuecó dentro de nosotros, seguirá siempre guiándonos.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 4 de junio de 2022
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