Osvaldo Soriano, el gordo inmortal, empieza así una de sus más bellas creaciones: “El Mundial de 1942 no figura en ningún libro de historia pero se jugó en la Patagonia argentina sin sponsors ni periodistas…”. Toda una declaración de principios.
El texto fue publicado en 1993 cuando la FIFA de Havelange y su lugarteniente Blatter ya habían convertido al futbol en un turbio negocio de proporciones inimaginables, subidos al carro de la globalización televisiva que arrasaba el planeta. Soriano, en su escrito, establece una correspondencia: el Mundial patagónico fue el primero de la era telefónica, incluso en medio del partido final, se escuchó la voz del Führer, aunque desconocemos lo que dijo o dejo de decir. Salvo a los alemanes, a nadie le importaba.
Esa final, histórica en todo sentido, la jugaron los germanos del Tercer Reich contra un seleccionado mapuche. Estos eran parte de un conglomerado humano multiétnico de trabajadores que “construían la represa de Barda del Medio en la Argentina y las rutas de Villarrica en Chile”. Los indígenas eran conocidos, aclara Soriano, “por sus artes de ilusionismo y magia” y eso, queda claro, los ayudó a consagrarse campeones del mundo, humillando al equipo teutón que, con su soberbia, ya daba por descontada la victoria, aun antes de jugarse el partido.
El match lo arbitró nada menos que William Brett Cassidy, “que se decía hijo natural del cowboy Butch Cassidy que antes de morir acribillado en Bolivia vivió muchos años en las estancias de la Patagonia con el Sundance Kid y Edna, la amante de los dos”.
El hijo del bandolero nómade, antes del inicio del Mundial, “insistió en que los árbitros fueran autorizados a llevar un revólver para hacer respetar su autoridad y como la mayoría de los jugadores entraban a la cancha borrachos y a veces armados de cuchillos, se aprobó la iniciativa”. Así se jugaba antes. Alguien diría: eran otros tiempos.
La final reunió a todos los pobladores dispersos de la comarca. Un regimiento militar argentino llegó hasta la cancha para la interpretación de los himnos nacionales de los equipos enfrentados, pero, Soriano aclara, “los mapuches no tenían país reconocido ni música escrita y ejecutaron una danza que invocaba el auxilio de sus dioses”.
La utilización de la magia ancestral, insistimos, fue un componente decisivo del triunfo deportivo. Su incidencia queda bien ilustrada cuando “a poco de comenzado el partido aparecieron bailando sobre las colinas unas mujeres de pecho desnudo y enseguida empezó a llover y a caer granizo”. Esto, como es de imaginarse, favorecía enormemente a los indígenas, habituados a los rigores del clima y de la geografía. Por algo, se autoproclamaban como los hijos de la tierra.
El escrito de Soriano sigue sorprendiendo hasta el final: hay una escena que recuerda a la “casa voladora de Loreto”, la casa de María, madre de Jesús, volando desde Nazaret hasta ese pueblo cercano al Adriático en Italia, algo parecido sucedió en aquel memorable match. Escribió el gordo: “En ese momento de quietud uno de los arcos apareció de pronto en lo alto de una colina, a la vista de todos, y las mujeres reanudaron su danza sin música. Una de ellas, la más gorda y coloreada de fiesta, fue al encuentro de la pelota que caía de muy alto, de cualquier parte, y con una caricia de la cabeza la dejó dormida frente a los palos para que un bailarín descalzo que reía a carcajadas la empujara derecho al gol”. Gol mapuche.
Era un domingo gris, sentencia el gordo con su eterna melancolía, “que la historia no recuerda”. El partido, a decir verdad, terminó el lunes, el hijo de Butch Cassidy, la verdad también sea dicha, fue bastante bombero con los mapuches, pero igual estos bravos guerreros, los hijos de Caupolicán y de Lautaro, se alzaron con la victoria, esforzados campeones mundiales de futbol, 1942.
La omnipresente magia del futbol se conjugó con las artes sobrenaturales y nos condujo a este hecho extraordinaria y que merecería ser recordado. La poética de Osvaldo Soriano hizo el resto y nosotros, los que lo extrañamos, se lo seguimos agradeciendo.
Pablo Cingolani
Antaqawa, 22 de noviembre de 2022
Todas las citas corresponden a Osvaldo Soriano: El hijo de Butch Cassidy.
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