De viajes, virajes y vainas varias.

 

Gabriel Prach

Decidido a hacer inventario de la republica de mí mismo, de la capital y sus provincias

Léase el territorio que habito

Teniendo en cuenta la precariedad de donde vivo, y la calle que a maltraer apenas me lleva

Y que tejas verdes nunca fue tan precario como en mi niñez, aunque presumo que la idea de inventario o invento no es precisamente lo que tengo que decir

Que la carta aquella nunca llegó a destino, si, la carta olvidada, caída a un lado del puente mientras las liebres de la colectiva locomoción pasaban justo por el medio de la desdicha. Siempre con el mismo recorrido, de ida y vuelta y revuelta… Y que fue una buena idea alguna vez perseguir los sueños, y que pagaron con sangre, sudor y lágrimas, y continúan haciéndolo. Que apenas sabía leer en esos lustros, y que me equivocaba e iba a dar de lleno a la entrada del campamento brutal aquél.

Y que de inventario se trataba en el fondo, que los camiones pasaban llenitos de ayuda derecho al regimiento y luego salían con tres o cuatro cosas a repartirse a la gente. Y ya sabe que hablo del sacudón del ochenta y cinco, faltando poco para que termine la misa de siete, y con la iglesia llena de difuntos que se acuerdan aún hoy en día. Y con la casa derrumbada allá arriba y la noria chorriando agua que regalaba mi madre afanosa con sus manos en la soga que traía algo de luz a tamaña oscuridad

Que los inventos fueron eso, inventos. Que mi padre recorrió de arriba abajo todo el litoral de los poetas muertos trabajando con sus manos artesanas, y que hoy aún recuerdo el crujir de dientes y el sana, sana potito de rana, una pomada más a la pierna, un trago de agua y a seguir laburando. Que en esa época la cosa era dura, que el pan se peleaba y la espalda se resentía.

Y así es que siempre el balance indica pérdidas, desde la más remota pieza de adobe llena de telas de araña y piso de tierra, hasta la temblorosa luz de velas en un cuartucho del fin del mundo. Con la mirada perdida en ese bosque, que sí lo era, aunque algunos me contradigan. Y los soldados jugando a la guerra y nosotros escondiéndonos en las trincheras dejadas por las explosiones. Semanas, meses de ejercicios militares… Papá sabía muy bien de qué trataba, todos sabían. Nosotros los niños solo jugábamos a juntar vainas de fusiles repartidas por doquier, y bajar a bañarnos al rio o a la playa, y comer chocolates, o algún trozo de asado en la garita de las micros, cuando llovía y apretaba el hambre en la mirada.

No son treinta los pesos, tampoco treinta los años, son muchos más, millones de millones, y los encuentro a diario por donde va mi paso, y los reconozco, y me saben el nombre. Entonces la deuda está, el balance es negativo, pero con buenos augurios, me reclama el chofer del colectivo que me lleva por amor al arte.

Manejando la desdicha de los olvidados nunca se llega a ningún puerto, menos a San Antonio.

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