Don Derek



Roberto Burgos Cantor

En el transcurrir atropellado del mundo, las muertes sin tiros, envenenamientos ni explosiones, quedan relegadas a voces piadosas, lamentos de amistad, pesares por pérdidas que disminuye el sentimiento de compañía.
Algunos periódicos conservan el espacio de los obituarios, nombre antiguo de los libros parroquiales donde el trazo eclesiástico asentaba entierros y defunciones. Fue una ocupación respetable que aparece en alguna de las novelas de Antonio Tabucchi. Los encargados de necrológicas se daban mañas para oponer al dolor por la muerte, la alegría de lo que significó en vida.
Se echa de menos la forma, o género periodístico, cuando el lector enfrenta el desgreño con que se contó el fallecimiento de Derek Walcott en algunos medios. Una celebración del lugar común, la indiferente conformidad, en versos del Tuerto. “…Las personas graves dirán: - ¿De qué murió?
Walcott estuvo en Colombia. Por aquellos años en que se organizaba la feria del libro del Gran Caribe. Caminó por las calles y avenidas de Barranquilla. Lo acompañaban Gustavo Bell Lemus, Alfonso Múnera, Heriberto Fiorillo y, el poeta de Zipaquirá, Álvaro Rodríguez, quien tradujo El Reino del Caimito. “En el ocio de agosto, cuando la mar es apacible, y se aquietan las islas, hojas morenas sobre este mar Caribe,…” El poeta de Santa Lucía le mostraba con risueño asombro, a su mujer, cómo los edificios tenían nombres. Le dijo: como en García Márquez.
Después se metió en el laberinto de Cartagena de Indias, en el golpeteo incesante del mar, en sus campanas puntuales para el ángelus y el anuncio de la noche entre murciélagos y pájaros marinos de vuelo atrasado.
De esas ciudades por las cuales anduvo, Jamaica, Trinidad, Guadalupe, Martinica, con casonas de madera empujadas por los huracanes, alambreras destempladas por los pájaros en su vuelo ciego, ámbitos interrumpidos por las edificaciones de hoy; ahora pisaba a Barranquilla y Cartagena de Indias. La Arenosa, nueva, agregaba la corriente del río, su aroma a tierra arrancada y pedazos de bosque amontonados en la desembocadura contra el mar color de ostra vieja. La heroica y bella apoyada en la eternidad de la piedra le regaló el silencio de los templos al anochecer. En todas respiró el olor del Caribe, su rastro de antiguas migraciones, sus secretos apenas rasguñados, una clave más para desentrañar el enigma, el que navega en la sangre y el que reposa en el fondo del mar.
Memoria de los pasos, en sus poemas de 2005, Hijo Pródigo, talló a Cartagena: “cuyas calles, si uno escucha a escondidas, hablarían castellano demótico”.
De ese mundo de esplendor caótico, Walcott, rescató el curso de una poesía. Afluente de lenguas. Enriquecido aporte a lo que nos pertenece: St.- John Perse, su tono majestuoso de ordenador del mundo. Aimé Césaire, el apropiador de lo no nombrado.
Ahora él. Para siempre.

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